
El primer álbum de figuritas que llené fue el del Mundial de Rusia 2018. Todavía es gratificante repasarlo, así completito. Siempre me detengo en Dinamarca. En Jens Stryger Larsen, mi figurita difícil. Y me acuerdo de Fermín, el nene que me la cambió. Él tenía 12 años. Yo 28.
De chico era muy difícil que mis padres pudieran darse el lujo de gastar en figuritas. Cada paquete costaba 30 centavos. Hoy parece irrisorio, pero en los 90, para una familia de seis hermanos, era un gasto enorme. Con suerte, mi vieja podía comprarme dos o tres, y cada tanto. A ese ritmo, el objetivo se volvía inalcanzable: después del noveno o décimo sobre, empezaban a tocar las repetidas –que cada vez se repetían más-, y cuando llegaba a las cuarenta o cincuenta figuritas de las 300 que tenía el álbum, la colección se agotaba o pasaba de moda. Podía intentar cambiar en el colegio, pero era frustrante. Mis compañeritos llevaban mazos de repetidas del alto de un adoquín, financiados por padres más pudientes y más obsesionados que sus propios chicos. Así las cosas, sepulté el trauma del álbum vacío hasta mediados de 2018.
Rocío, mi novia, me regaló el álbum del Mundial como un entretenimiento de pareja. Como armar un rompecabezas o pensar todos los días qué cenar. Me juré llenarlo, sin reparar en el costo económico que implicara, porque además ahora teníamos recursos nuevos, como el mundo digital.
Empezamos comprando sobres a lo pavote. Íbamos al mayorista y nos llevábamos dos cajas como de cincuenta paquetes cada una y nos pasábamos el fin de semana pegando figuritas primero, acumulando repetidas después. Cuando el montoncito fue considerable, buscamos cómo cambiarlas. Primero, en plazas atiborradas de niños y niñas, que deambulaban zombies con un papel arrugado plagado de números tachados y sin tachar, escritos en el aire, ante la atenta fiscalización de sus padres. Y luego en las redes sociales. En grupos de Facebook, todavía en auge.
Ahí conocí a Fermín, un chico flacucho, con anteojos grandes y un peinado a dos aguas que le habrá costado algún bullying. Pero en Parque Rivadavia era respetado. Era el zar de las repetidas. Le pedían jugadores específicos y él ejecutaba trueques sólidos, a veces algo abusivos.
Pero, mientras, mi álbum avanzaba. Ya no tenía dudas de que lo llenaría, aunque el Mundial iba por los octavos de final y me faltaban unas cincuenta figuritas. El camino se fue haciendo farragoso y el progreso cada vez más lento. Luego me faltaron 45, 43; 35 en algún buen día.
Cuando por fin llegué a las tres últimas, empezó a preocuparme que la efervescencia del Mundial cedía. Por un lado, Argentina había sido eliminada; por otro, cada vez más niños, niñas y padres de niños y niñas habían conseguido el objetivo preciado de completar la colección.
Dos habitués de Plaza Italia me cambiaron un par de las faltantes y quedé tan solo a una de la gloria. Busqué en el álbum la selección de Dinamarca y me detuve sobre el único rectángulo sin sticker: Larsen. Mi figurita difícil era un jugador danés. Y claro, subestimé el objetivo. Un danés, pensé, en Argentina, debía ser lo más fácil del mundo. Decidí ir por el logro dorado: conseguir la última figurita por mis propios medios, sin intercambiar con nadie. A la vieja usanza. Volví a comprar paquetes cada vez que me cruzaba un kiosco. Cinco, diez, quince.
Los días pasaban y Larsen no aparecía. Rocío me sugirió que lo buscara como a los últimos: preguntando en redes sociales cada vez menos activas, visitando plazas cada vez más vacías. Me negué como un capricho. Hasta que empezaron a aparecer las primeras alarmas.
Un lunes paré en un kiosco y pedí diez paquetes de figuritas.
—¿Del Mundial? —dudó el kiosquero—. Creo que ya no entran más.
La escena se repitió en varios comercios. Decidí no tentar más al destino. Abrí Facebook e hice clic en el perfil de Fermín Castro Valiente.
Costaba creer que tuviera doce años. Parecía de nueve. Pero, para negociar, era educado y a la vez implacable. Le escribí por chat privado.
—¡Hola, Fermín! ¿Estarás por Parque Rivadavia este sábado?
Me contestó algunas horas después.
—No creo, ya casi no voy.
Me empezaba a poner nervioso. La final del Mundo sería ese domingo. Después de que algún país se consagrara campeón, el álbum de figuritas de Rusia 2018 no le iba a importar ni al dueño de Panini.
—¿Te puedo preguntar por una, que es la única que me falta? —consulté.
Fermín contestó enseguida.
—Sí, claro.
Escribí el nombre de Larsen. Fermín tardó unos minutos en ver el mensaje. Me parecieron años. Por fin, respondió:
—Sí, lo tengo trece veces.
Aplaudí y salté de la alegría. Sin querer enganché el cable de la notebook y la tiré al carajo.
La levanté. Fermín seguía tipeando.
—Puedo hacer una excepción y acercarme al parque el sábado. Eso sí: la tengo que hacer valer, entenderás.
No me inquietó: sabía que Fermín extorsionaba a los desesperados pidiéndoles hasta 15 o 20 figuritas por cada una de sus inconseguibles.
Respiré profundo para controlar la ansiedad y respondí.
—Eso no será un problema. Tengo 560 repetidas. Son todas tuyas.
Fermín respondió al toque.
—No me sirven. Ya empapelé mi cuarto con repetidas. Pero puedo vendértela a un precio razonable.
Me tomé unos segundos para contestar. La garganta se me secó un poco. Luego intenté relajarme: era un chico. ¿Cuánto podía pedirme?
Fermín, al parecer, podía leer la mente a distancia, porque escribió:
—Por 500 dólares es tuya.
El mundo se me vino abajo. Creo que hasta me bajó la presión. Rocío me preguntó qué me pasaba.
—Conseguí la figurita… —su cara de alegría duró un segundo— Pero me pide 500 dólares.
—¿¿500 dólares quiere Calculín?? —estalló.
—Y, es la última. La quiere hacer valer.
A ella algo no le cerraba.
—¡Pero él qué carajo sabe que es la últ..! —se detuvo y su gesto pasó de la furia a la resignación. Era una cara que empleaba seguido cuando me miraba— No habrás sido tan virgo de decirle que era la última, ¿no?
Por toda respuesta, hice silencio. Rocío revoleó los ojos, me prohibió la transacción y se fue. Volví a Fermín.
—Me matás. Es muchísimo.
Fermín me dejó un número de celular y me puso:
—Hasta el sábado te la guardo. Si no… Suerte, jaja.
No dormí durante las dos siguientes noches. Desde ese lunes y hasta el miércoles gasté el equivalente a 120 dólares en comprar paquetes de figuritas de forma compulsiva e irracional en cuanto mayorista todavía quedaran. Habían sido como 300 sobres. Y Larsen no aparecía.
Fue en la madrugada del jueves cuando tuve la idea.
No se la conté a Rocío: hubiera dicho que era una locura, y peor, habría tenido razón. Intenté olvidarla. Pero era un plan perfecto. Perverso, sí. Pero perfecto. Solamente tenía que hacer algunas averiguaciones.
A las tres de la mañana marqué el número de mi mejor amigo. Chicho era el faro de la inmoralidad. Nuestra amistad era inexplicable: según él, yo era un trolo y un pacato, y según yo, él era lo más próximo al demonio de lo que había estado jamás. No tenía límites para la maldad.
Lo dejé sonar una vez y corté. No por la hora, Chicho segurísimo estaría despierto. Pero reflexioné sobre mi plan. Era decididamente poco ético. Rozaba, más bien transgredía, varios límites morales, incluso tal vez los de la más llana legalidad. Y era contra un nene de 12 años.
Dejé de hacerme cuestionamientos: 500 dólares por un jugador danés es una extorsión hasta para un equipo que lo quiera comprar en la vida real. Chicho me atendió al segundo, con su voz áspera de noche y sustancias.
—Putaaaazoooooo.
Fui al grano para que no se dispersara en insultos anarcopunks que no venían al caso:
—¿Se puede hackear un celular?
—Todo se puede lograr en esta vida.
—Solo tengo el número de línea. Pero es de un nene…
—¿Yo te pregunté?
—No. ¿Y el facebook? ¿Conocés algún hacker?
Le conté a grandes rasgos la situación. Chicho estaba exultante: cada vez que yo quería perpetrar un plan maligno, para él era Navidad.
—Ever lo puede hacer seguro —me dijo.
—¿Es hacker?
—No, plomero. Sí, es hacker. O hackere, no sé cómo decirlo. Eso es lo malo: es no binarie.
Chicho daba mucho asco en materia de avance de derechos.
—Chicho, eso no es malo. Se identifica así.
—Boludo, ¿cómo un hacker va a ser no binario?
Largó una carcajada demencial. Escuché cómo sorbía la baba que se le habría caído.
Me decidí.
—Okey, dale. Lo hacemos. Pero si me cobra más de 500 dólares, no me sirve.
—Lo hace gratis, Ever. Me debe unos favores. No quieras saber.
Le di un mail para que me mandara allí el informe.
—Si no es antes del sábado, cagué, Chicho.
—Chau —dijo, eructó y cortó.
Ese jueves Rocío me preguntó cien veces qué me pasaba.
—Es por lo de la figurita, ¿no? Vos sabés que 500 dólares es mucho…
—Sí… Trataré de conseguirla de otra forma.
—Vas a poder —dijo contenta—. Siempre hacés todo bien. Por eso te amo tanto.
Sonreí para ocultar la culpa.
El viernes a la tarde, cuando estaba en el trabajo, me llegó un mail de Ever 0110, y al mismo tiempo, un WhatsApp de Chicho: «De nada, sorete».
El informe de Ever era completísimo. Chats, posteos eliminados… Y una captura de pantalla de una búsqueda que valía un álbum lleno.
Llamé al número de Fermín. Me atendió un adulto. Me explicó que, si bien el celular era de Fermín, él hacía el control parental correspondiente. Le conté que tenía una figurita que me faltaba. Su padre se puso contento y me pasó por fin con su hijo.
—¿Lo mío está? —preguntó.
En ese momento pensé que también se puede temblar de nervios cuando se está al borde de un triunfo inobjetable.
—¿Cómo son las tetas? —le respondí.
Hubo un instante de silencio.
—¿Eh? —contestó Fermín.
—¿«Cómo son las tetas», Fermín?
Imaginé al Zar de las Repetidas pálido. Al niñato extorsionador Fermín Castro Valiente al borde del desmayo.
—¿«Cómo son las tetas»? ¿Ya sabés?
Él bajó la voz.
—No sé de qué hablás.
—¿Te mando captura?
Ya no contestó.
—Mañana. 17 horas. Parque Rivadavia. En el monumento a Bolívar.
Al día siguiente hacía mucho frío. Le dije a mi novia que me esperara en casa. Encontré a Fermín en horario puntual. Su padre sonreía. Fermín estaba más duro que el Bolívar de la estatua. Me dio la figurita y le dejé mi mazo de 560 repetidas. Le guiñé un ojo y me fui.
Rocío me rogó pegar la última figurita. No podía creer que la hubiera conseguido en el parque, tan fácil. Cuando llenamos el álbum me llegó un mensaje de Chicho. «Ever hackeó el número. El pibe está en un chat de WhatsApp del colegio, con padres y alumnos. ¿Filtra las capturas?».
Imaginé al pobre Fermín en su casa, aún aterrado, borrando ahora sí cada historial de búsqueda de sus redes, rogando a Dios que sus padres jamás se enteren.
Abrí el mensaje de Chicho y le mandé un pulgar para arriba.
Luego eliminé el chat y empecé a hacer el amor con mi mujer.