
Anoche tuve la cena de presentación con la familia de mi novia. «Para ganarte a mamá, aceptale sí o sí un segundo plato. Y si papá te muestra los mapas, estás adentro», me había dicho ella, cagándose de risa de mi estrés. Pero al final ninguna de esas cosas fue garantía de nada.
A las 20 me paré en la puerta de una casa enorme, en un barrio bastante caro, con una caja de bombones y una botella de vino. Era Adam Sandler en cualquier película de amor pedorra. Toqué el timbre cagado de nervios pero resignado, como me imagino que se espera un fusilamiento.
A los diez segundos apareció Lola. Me vio con el vino y los bombones, hizo un gesto entre tierno y estúpido y me dio un beso. De su mano, pasé la rejita hasta llegar a la puerta gigante, y cuando entramos, le explotó una sonrisa en la cara y anunció:
—Bueno: él es Federico.
Lo primero que me impactó fue la casa de Lola. Era un palacio. El dos ambientes que alquilo entraba enterito entre los sillones y el televisor. Sentí vergüenza por todas las veces que la invité a comer en el piso con dos almohadones en el culo como toda comodidad primermundista.
Salí del cuelgue y le sonreí a mi familia política. Y ahí me impactó el silencio. No sé si fueron mis nervios o el tiempo se detuvo en serio. Parecía que estaba frente a Las Meninas, el cuadro de Velázquez donde no queda muy en claro quién es el espectador de quién.
Nadie se acercó a saludarme, y yo dudé si correspondía ir más allá del felpudo. Alicia, mi flamante suegra, se asomó desde la cocina cuando escuchó el grito de mi novia. Me miró sin expresión alguna. Tampoco emitió sonido. Tres segundos después, volvió a ocultarse tras la puerta.
La incomodidad me forzó a desviar los ojos. Ojalá no lo hubiera hecho jamás, o me los hubieran quemado con ácido, porque a la segunda persona que vi fue a Alberto, el padre de Lola.
Era como estar mirando de frente el doble cañón de una escopeta recortada.
Alberto era alto, se peinaba las canas hacia atrás y tenía, perpetuo en su rostro, el gesto de quien no puede adivinar de dónde viene el olor a caca. Acentué la sonrisa, pero él me devolvió una ceja levantada que me dio un escalofrío a la altura de los testículos.
Alberto era un coronel del Ejército, retirado en circunstancias, cuanto menos, controversiales. Para Lola era un superhéroe que había peleado por la patria y al que admiraba por sus valores y su amor por la cartografía.
Pero nuestra ciudad solía esconder militares poco honrosos.
A diferencia de su mujer, Alberto no se quedó callado, ignorándome. Alberto hizo algo mucho peor. Alberto habló.
—¿Otro borrachito, Dolores?
Esperé a que largara una carcajada para rematar su chiste, pero nunca lo hizo.
El cosquilleo testicular se me renovó, como si tuviera un caniche esnifando de mis huevos. Con movimientos torpes, atiné a esconder el vino, sin ningún sentido.
—¡Ay, papi! —se rio Lola, y me explicó—: Papá es abstemio. Y un aburrido, ¿o no, Fe? Vos que no hacés más que chupar.
Deseé con mucha fuerza que mi cerebro sufriera una isquemia, al menos como mecanismo de defensa, porque tener un ACV era, sin dudas, la salida más elegante y relajada a ese momento de tensión. Lola, sin embargo, actuaba como si ya fuéramos los Ingall’s.
—¿Y Pipío? ¿No está?
Pipío justo bajaba por la escalera. Tenía los ojos hinchados, como si recién despertara de una siesta, y la marca de la almohada en la cara, como si recién despertara de una siesta. Lo seguía una jovencita, despeinada y con un bretel bajo, como si recién despertara de una siesta.
Pipío y su novia tendrían unos 18 años. Lola tenía ciertas preocupaciones por el rumbo adolescente de su hermano menor y no le hacía ninguna gracia que esa chica de pollera muy pero muy corta fuera quien le sopapeara las hormonas a pura franela justo antes de la cena.
Pipío tampoco me saludó. Me miró de arriba abajo, como si nunca hubiera visto a alguien bien vestido, y siguió deslizándose hasta el pie de la escalera como si fuera una ameba adicta al porro.
—¡Hola, pajarito bebé! —Lola se tiró sobre Pipío, que en realidad se llamaba Javier, y le juntó las dos mejillas a la fuerza para que su boca quedara con forma de pico.
—¡Pipío, pipío! —agudizó la voz Lola, supuse que intentando imitar a un pájaro común y silvestre— ¡Pipío mío!
Bordó de la vergüenza ajena, busqué la complicidad de la novia de Pipío. Ella me miró y alzó las dos cejas, sorprendida de encontrarse con mis ojos. Se pasó la lengua por los labios y deslizó con sutileza un dedo índice por su pierna, subiéndose apenas la pollera. Corrí la vista por reflejo y volví a toparme con los ojos inquisidores y sedientos de tortura de Alberto, acusándome de degenerado.
En ese momento se oyó una voz neutra. Desalmada, atónica, fantasmal.
—Siéntense. Esto ya está.
Mi suegra trajo los platos ya servidos. Lola me dijo que me ubicara en cualquier lado de la mesa. Corrí una silla y me senté.
—Ahí no —gruñó Alberto—. No pagué 90 lucas un televisor para que me lo tapes vos.
Lola largó una carcajada que no tenía nada que ver con la situación.
Como afuera hacía mucho frío y yo estaba muy nervioso, pensé que el guiso de lentejas era la primera buena noticia que tenía desde que había entrado a esa casa.
—Ojo que está caliente, puchi —me dijo Lola, y empezó a hablarme como a un bebé—. ¿Quedés que te sople?
No tuve que levantar la mirada para percibir los ojos de mi suegro perforándome el cráneo. Imaginé que me escaneaba el cerebro para ver en qué hemisferio me quedaría mejor un disparo. A lo mejor me hubiera hecho un favor. Para no pensar más, empecé a comer.
Sentí como si me hubiera llevado a la boca una cucharada de lava.
—¡Da contxa puta dala lora! —grité, mientras jadeaba para hacer entrar aire que enfriara las lentejas. La saliva me desbordaba las comisuras.
—¡Ay, gordo! ¡Te dije que estaba caliente! —me retó Lola.
Pipío y su novia contenían las lágrimas. Creí que iban a convulsionar de la risa. Alberto observaba con asco pero también con cierto regodeo cómo se me caían las lentejas de la boca. Mi suegra parecía no haberse enterado de nada. Miraba un punto fijo, lobotomizada.
Sentía el paladar como recién asfaltado, pero igual dije que estaba muy rico. Nadie me contestó. Alberto había prendido la tele y yo tenía en esa mesa la misma relevancia que cualquier adorno de la casa. Estaba feliz con eso, hasta que Lola habló.
—Contales lo del libro, Fefu.
Nunca supe por qué de pronto me decía Fefu, pero intenté devolverme al sitio de la intrascendencia.
—Nah, Lola, es una pavada.
—¡Qué va a ser una pavada, gordo! ¡Es re grosso! Fede ganó un premio hace un mes de 2500 dólares en un concurso de novelas.
Miré hacia abajo y revolví el guiso, con timidez. Alberto me miró con una mueca tan burlona que me garantizó un año y medio de terapia.
—¿Ah, sí? —preguntó—. Mirá qué bien…
—Nah —le quité importancia—. Tuve suerte.
Alberto se pasó la servilleta por los labios, como si intuyera que se venía lo mejor.
—¿Y qué escribís?
Se me secó la garganta. Iba a contestar «policiales», pero Lola se me adelantó.
—¡Literatura erótica! —y sacudió sus dedos, como si algo invisible la quemara— ¡Y qué erótica!
Luego solo se escuchó mi tenedor intentando pescar algunas lentejas. Tenía la vista fija en el plato, y aún así le erraba. Lola sonreía. Pipío contenía la risa. Su novia me miraba muy caliente. Mi suegra seguía vegetal. Alberto tenía las cejas por el techo.
—Erótica… —saboreó.
Lola no registró la burla y dio vía libre a su orgullo.
—¡Sí! Es un fuego. Además es medio fantástico, porque se trata de un unicornio que…
—Asno alado —corregí.
—…Asno alado, que no tiene un cuerno, sino como que de ahí le sale…
—Bueno, bueno, que lo compren, je —la frené.
Mi suegro gozaba como si estuviera en un festival de picanas.
—¡Ok! No cuento más —paró Lola, pero no llegué a festejarlo, porque agregó, pícara—: además hay cosas que solo sabemos nosotros de dónde las sacaste.
Alberto puso el gesto de quien recibe un adoquinazo en la nariz.
Otra vez el silencio. Solo mi suegra pudo no haberlo notado. De milagro, salió de su letargo y me salvó la vida:
—¿Te sirvo más?
Casi digo que no. Quería irme a mi casa. Pero Lola me pellizcó y recordé: «A mamá aceptale sí o sí un segundo plato».
—Sí, claro. Está espectacular.
Alicia se llevó mi plato. Alberto miraba TN sin parpadear. Estaba indiferente hasta con el espectáculo que Pipío y su novia daban al lado mío: estaban transando en plena cena. Cada uno tenía una mano sospechosamente situada debajo de la mesa. Escuché deslizarse una bragueta.
Miré hacia el fondo de la cocina. Intuí que Alicia estaría decorando mi porción con alguna especia, porque acababa de cerrar un frasco. Sin embargo, cuando lo puso frente a mí, no había nada en ese plato que dejara entrever un ápice de amor ni un mínimo de dedicación por nadie.
Al lado mío, un gemido breve y contenido me sacó de mis cavilaciones.
—Má, ya terminamos de comer—se apresuró a decir Pipío—. Vamos a ver una peli.
Alcancé a ver su erección mientras desaparecía escaleras arriba. Su novia, que lo secundaba, me alzó los ojos invitándome a subir.
No hubo postre. Ofrecí los bombones, pero otra vez no hubo respuesta. Lola le contaba a su padre cosas de la facultad. Él no la escuchaba, y la verdad es que yo tampoco. Era la primera vez que teníamos algo en común.
Lola pidió permiso y se levantó para ir al baño. Hubiera preferido que se cagara encima y tener que limpiar yo antes de quedarme más de cinco segundos con mis nuevos suegros. Pero, al parecer, a ellos no les parecía un mal plan, porque en ese momento Alberto se paró.
Relajado, caminó hasta un mueble. Abrió un cajón y sacó algo que no alcancé a ver. Volvió lentamente sobre sus pasos y se sentó. Se acomodó un poco y desplegó tres mapas sobre la mesa.
La promesa de Lola resonó en mi cabeza: «Y si papá te muestra los mapas, estás adentro».
Sabía, por ella, que era tal el fetiche de su papá con los mapas que que hablara del tema con un foráneo equivalía a una bendición inclaudicable, un acceso VIP a su confianza que muy pocos habían conseguido con el tiempo, pero con certeza ninguno jamás en una primera cena.
Alberto señaló un punto y comenzó a explicarme.
—Acá estamos nosotros, ¿ves? Irala y San Martín. Vos debés haber venido por acá.
Asentí, mientras por dentro imaginaba la felicidad que iba a sentir ella cuando saliera del baño y me viera junto a su héroe con los mapas en la mesa.
—Para ir a tu casa, a esta hora, te conviene agarrar por acá. Es un poco oscuro pero tenés menos semáforos.
Bajó un poco la voz.
—Las pastillas que te picó Alicia tardan media hora en hacer efecto. Te quedan… Quince minutos. Si largás todo, capaz no tenés ninguna secuela seria.
Me sentía de gelatina. Miré a mi suegra. Ella anotaba algo en un papel. Contesté que sí al segundo «¿entendiste?». El primero no lo había registrado. Alberto sacó otro mapa.
—Por toda esta zona me muevo yo y mi gente. Memorizala rápido: no te quiero volver a cruzar. ¿Estamos?
Alicia me extendió el papel doblado en varias partes y siguió mirando la nada. Alberto fingió analizar la situación:
—Hasta te estoy haciendo un favor… ¿Qué te puedo cobrar? ¿2500 dólares?
Luego puso un revolver sobre el mapa, a la altura de Avenida Salta y República del Congo.
Me despedí de Lola con un saludo triste a la puerta cerrada del baño.
Ya en casa, leí el papelito. «Tren. Poncho. Piñata». Hice la transferencia sentado en el inodoro. Miré el reloj: no había tardado ni diez minutos en llegar. Alberto sabía mucho de mapas, después de todo.
¡Tremendo ese final! Hablame de encuentros incómodos con los suegros… no, no tan incómodos.
Saludos.
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