La bendita

Quiero decir algo que a los argentinos no les va a gustar un carajo. Pero yo hablo con la verdad, y al que no le gusta que se joda, hermano. Así me lo enseñaron y así va a seguir siendo siempre. Y la verdad es que yo no nací en Argentina. Yo nací en México. 
Me parece fundamental aclarar esto, porque creo que a veces se olvida, por cómo se contó la historia, ¿no? Por cómo quedé yo. Ahora bien, ¿significa eso que no soy argentina, o que no amo a los argentinos? Ni en pedo, viejo. Fijate que hablo como una más de ellos. Porque sí, vengo de México, pero Luis Miguel nació en Puerto Rico, y no le dicen «El Sol de San Juan», le dicen «El Sol de México». Y yo soy argentina hasta el cuello. Siempre voy a ser «la de Argentina», como dicen. Si no, parece que miento de entrada, y yo voy siempre para adelante, de frente, con la verdad, sin miedo a nada, porque así lo aprendí de él.
No sería lo que soy hoy sin Argentina. Sin los argentinos. Sin el cariño que me tienen, sin la devoción con la que me evocan. ¿Saben a dónde están las otras 300 que esperaban conmigo? En el tacho, hermano. En un basurero. Pasaron más de 35 años, imaginate. ¿Quién de nosotras hubiera resistido así el paso del tiempo? Fuimos pocas las afortunadas, pocas más de veinte de las que estábamos ahí. 
Y ahí es cuando digo, ¡qué cosa increíble el destino! ¡Cuán agradecida debe estar una por las cosas que le pasaron, a fin de cuentas! Porque fue suerte, sí. Fue mucho de suerte. ¿Aporté lo mío? Es cierto, lo aporté. Pero si no entraba al local ese tipo desesperado, yo hoy ya estaría en el cajón, con la piel deshilachada y grisácea, o hasta quemada y flotando en el viento, vaya a saber qué hubieran hecho de mí. 
El tipo le dijo al dueño del local: «Tengo menos de un día». Que si no el Narigón esto, que si no el Narigón aquello. Estaba aterrado, cagado en las patas. No era un cliente como cualquier otro. Al dueño le chupó un huevo el apuro, solamente quería hacerse unos mangos. Le mostró un par de variantes medio desganado y el desesperado agarró viaje: «Me llevo estas», nos señaló.
Cuando nos bajaron de la combi nos dimos cuenta por qué le tenía tanto cagazo al Narigón. ¡Un rompehuevos como no se ha visto! ¡Que son horribles, que mirá lo que trajiste, que falta menos de un día! Hasta que pasó el petiso de rulos, con un aire fanfarrón, que ni había escuchado la discusión. Ese nos miró así nomás, tomó de los hombros a una de las más grandes, la miró de arriba abajo y dijo: «Están lindas». Y se fue. 
El rompebolas del Narigón se calló la boca y ahí nomás puso a todo el mundo a hacer lo suyo. 
Al otro día ya estábamos marcadas. Cada uno con su tipo. Sin miedo, ¿para qué? Habíamos nacido todas para eso. A menor o mayor escala, pero todas para el mismo juego.
Si será paradójico todo que hasta el año pasado viví en Inglaterra. ¡En Inglaterra! Un lugar que no pensé que iba a conocer en la puta vida, más después de aquello. Pero ahí terminé, en la casa de uno de los tantos que me miraban desde atrás como embobados. Les veía las caras y me daban asco. Pero así es la vida: me fui con ese nomás. Tampoco es que tenía tantas opciones. Alguien como yo nació sin opciones. Un día sos propiedad del que pague tu precio. Al otro, de la generosidad ajena. A lo último, del mejor postor. Me escapé todo lo que pude. En realidad, él me ayudó a escapar. 
Si supiera, él, después de tanto tiempo, a dónde terminé… Bah, dudo que le interesara mucho saber de mí. Y no crean que no me lo pregunto, ¿eh? «¿Pero por qué te regaló así, tan desprendido? ¡Con lo importante que fuiste!». Y me respondo con otra pregunta: con todo lo que hizo por mí, ¿le tengo que hacer ese reproche? ¿Justo a él, que me salvó de ser por años la transpiración de un gordo peludo que en un fútbol 5 hubiera sido incapaz de distinguir su propia pierna derecha de su propia pierna izquierda? ¿Le voy a cuestionar algo a quien me catapultó a la fama mundial, a quien me puso ante los ojos de cientos de millones de personas? Él no me debe nada a mí: soy yo quien le debe, porque él hubiera podido hacer lo mismo con cualquier otra. 
Tampoco pienso pecar de falsa modestia: hice mi parte. Chiquita, sí, pero la hice. Cuando el inglés despejó la pelota para el carajo y lo vi al rubio alto ese salir con los puños arriba, por un momento pensé: «El petiso este que me lleva puesta no le gana ni en pedo». Pero había dos cosas que sólo sabíamos ese enano de rulos y yo: una, el calor de cagarse que hacía ese mediodía en México. Solo él y yo transpirábamos tan a la par. La otra –y acá está mi mayor privilegio- solo él y yo sabíamos cómo le latía el corazón ese día. Nadie más pudo sentirlo, nadie más que nosotros dos. Un corazón que latía así tenía que llegar a lo más alto del mundo. Y fue tan, pero tan fuerte mi deseo de que el negrito de la villa le ganara a ese soberbio, que traté de pesar menos que nunca, de transformarme en una capa para que él volara hasta el cielo y le ganara al gil ese de casi dos metros, que si ya me parecía un resentido ahí, imaginate después cuando salió como loco a gritarle al árbitro señalándose el puño. ¡Ja! Cogido y botón.
Ahí yo me convencí, me dije: a vos te está calzando un genio. Te está haciendo lucir entre todas las de blanco y sos la envidia de tus compañeras azules. Estás bendita, hermana. Y cuatro minutos tardó en volver a darme la razón. Cuatro: doscientos cuarenta segundos. Otra vez todos los ojos encima nuestro. El tipo me fue llevando, me fue llevando, y sin siquiera salirme del pantalón yo flotaba en el aire. Ahí veía cómo me miraban, los de atrás y los de adelante, que a los pocos segundos ya estaban todos atrás también. Yo era una diva. Era inalcanzable para cualquier mortal. Con el cuerpo, a los manotazos, como fuera: todos trataban de arañarme, como si en ello se les fuera la vida. 
Pero cuando arrancamos, yo ya sabía que éramos intocables. Gracias a él. No nos iban a poder frenar. Cuántas veces iban a soñar, en el futuro, que habían logrado pellizcarme para tumbar a ese 10 burlón que los dos teníamos en la espalda. Y si alguno estuvo cerca de tocarme, como ese Fenwick, fue ahí, fue ahí que hice lo mío y me le pegué contra el corazón a él, para que los dedos del inglés apenas pudieran atrapar el aire y no llegaran a la tela. 
En la caída, apenas tocamos el piso. Nos levantamos como con un resorte, como por la onda expansiva del estadio que acababa de explotar. Solté mi peso otra vez y nos abrazamos con las otras, con las hermanas que fuimos en aquella tienda hacía apenas unas horas, cuando entró un tipo desesperado amenazado por un Narigón. 
Rara vez una se da cuenta de que está en una circunstancia histórica. Vemos la importancia de los sucesos con el tamiz del tiempo. Pero ese día lo sabíamos. Al rato, tres silbatazos. Me despegó de su cuerpo y me puso en manos de uno de los de blanco. Quedé dada vuelta. Qué premio exagerado te llevaste, pirata, y la puta madre que te parió. 
Dicen que uno no es del lugar de donde nace, sino de donde elige morir. Y por eso es que quiero dejar bien clarito y por escrito que yo soy bien argentina. Porque no puedo elegir dónde morir, porque nunca pude elegir. No elegí terminar en las manos de un inglés. No elegí que ahora me pusieran un precio y que me compre algún jeque de estos que si le tirás una pelota te la devuelven con la mano. Pero tampoco elegí estar colgada ese día en ese localcito de deportes allá en el DF. Ni que viniera un tipo desesperado porque necesitaba camisetas para un partido de un Mundial, nada menos, porque a un Narigón mañoso no le gustaban las oficiales. No elegí estar ese mediodía en el Azteca, con 80 grados de térmica, gambeteando ingleses para levantar a un país al que ni conocía, mientras sentía contra mi pecho el retumbe del corazón de Diego Armando Maradona.

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