
Hoy a las 7 a.m. salí a sacar la basura al pasillo. No me iba a vestir: el tacho está al lado de la puerta del departamento. Salí así nomás: remera, boxer y descalzo. Dejé la puerta abierta. Descarté la bolsa. Cuando volvía, una correntada de viento me cerró la puerta en la cara.
Tardé un poco en asimilar la situación. Miré fijo a la puerta, sin parpadear. Me palpé la pierna derecha, pero los boxers vienen sin bolsillos: las llaves habían quedado dentro del departamento. Sentí como si me dieran un cañonazo en las tripas. Estaba fuera de casa y sin ropa.
Intenté que no me ganara la desesperación. Me tomé un segundo para pensar en frío. Vivo solo en esta ciudad, con mi novia, que estaba fuera del país por trabajo. ¿A quién podía llamar? A nadie. El celular había quedado sobre mi mesa de luz. Ahí sí: la ansiedad me invadió.
El corazón me latía tan fuerte que si ponía el pecho contra la puerta a lo mejor habría podido derribarla de un bobazo. Pero no intenté. En cambio, me apoyé con resignación contra la pared que tenía detrás. Estaba sin reacción. La luz fotosensible del pasillo se apagó.
En mi piso hay tres departamentos más. Dos, ocupados; uno, embrujado. Bah, en realidad sé que se murió alguien ahí y no volvió a habitarse. Conclusión: está embrujado. ¿Dormiría Cristian, el chico del departamento de al lado? Me acerqué a su puerta y traté de escuchar.
No volaba una mosca. O sí, pero cerca del tacho de basura. Cristian era joven: podría explicarle con menos vergüenza por qué estaba en pelotas a esa hora en el pasillo. Golpeé tres veces, despacio. Luego otras tres, con más energía. Toqué el timbre. Cristian no estaba en casa.
Miré al final del pasillo. La última puerta, a lo lejos y en la oscuridad, era la de «los viejitos». Les decía así porque ahí vivía un matrimonio de viejitos. Avancé, con el asco que me daba caminar descalzo por ahí. Llegué hasta el 18 que adornaba la puerta y pegué la oreja.
Oí voces. Entre mi crisis inicial y el tiempo perdido en lo de Cristian, ya serían las 7:15. Para un nonagenario eso son como las cuatro de la tarde. A riesgo de que temieran un cuento del tío, tomé coraje y golpeé fuerte, especulando cuánta batería les quedaría en los audífonos.
—¿Sí? —preguntó del otro lado una voz gastada, de hombre.
Contesté tartamudeando un poco.
—Dis-disculpe la hora. Soy vecino de…
—Traé la escopeta, Nora —escuché susurrar al viejo.
Empecé a hablar a los tropezones:
—Federico, soy, del 16, saqué la basura y se me cerr…
Escuché un ruido metálico, tal vez de una Ithaca 37 apoyándose contra la pared. La puerta se entreabrió con un chirrido, hasta donde le permitía la cadena de la traba. Un viejo idéntico a Biden asomó media cara, con una de esas máscaras transparentes tan populares en la pandemia.
Me escaneó de arriba abajo con la mirada:
—¡Pero qué sinvergüenza! —largó Biden, como si le hablara al mismísimo Vladimir Putin.
Me deshice en disculpas.
—Recién me levantaba, saqué la basura y…
—¡Pero qué papelón! —dijo la voz de la viejecita, que se asomó también.
Yo atinaba a taparme con las dos manos, exagerando el verdadero volumen de mi bulto.
—¡Sin barbijo! ¡La pandemia no terminó, muchachito! —gritó la señora, y Biden cerró de un portazo, sin dejarme ni la más remota posibilidad de derecho a réplica.
Me alejé de la puerta con mucho temor a que me mataran de un escopetazo por la espalda. Tendría que buscar ayuda en otro piso. Decidí subir al cuarto. Vivo en el tercero, pero bajar al segundo implicaba el riesgo de cruzarme con el pelado del departamento 8.
En líneas generales, no tengo problemas con nadie, pero él grita muy fuerte los goles de Independiente. Hace unos días, cuando nos empataron, le grité en dirección a su ventana que los del Rojo podían chuparme bien la poronga. El Pelado del 8 es instructor de Crossfit.
Cuando subía la escalera me enganché la remera con la punta de la baranda. Me la tajeé en un costado. En un instante de debilidad, rompí la regla sagrada y me pregunté: «¿Qué concha más puede pasarme?». Siempre puede pasar algo peor. Y más si son recién las 7:30.
De la puerta más próxima a la escalera salió una mujer apurada. Estaba vestida como una oficinista, y con ella una niña de unos 6 años, lista para ir al colegio. La mujer comenzó a los gritos. Metió a la hija adentro de la casa de un empujón y empezó a hablar en voz alta.
«Soy Alicia, del cuarto 24. Hay un linyera en el edificio. No sé cómo entró, ¡tengamos más cuidado con estas cosas! Ahora llamo a la policía. Estén atentos porque está rondando por los pasillos».
Era claro que Alicia estaba mandando un audio de WhatsApp al grupo de vecinos.
Corrí con pánico escaleras arriba, hasta que me quedé sin aire. No sé cuántos pisos subí a los saltos. La situación era ridícula: no había manera de escaparse. Si llegaba la policía, no tenía nada para probar que yo era quien decía ser, un inquilino usurado y legítimo.
Intenté calmarme. Era temprano. No todos habrían escuchado el audio y eso reducía las chances de que se iniciara una cacería. Pero ahora tenía algo más en contra: una cuenta regresiva. A medida que el edificio despertara, el escenario se volvería cada vez más complicado.
Estaba tan sumergido en mis pensamientos que no me había dado cuenta de que estaba tirado en el pasillo en posición fetal, abrazándome las rodillas. Nunca me había vuelto loco tan temprano. A muy pocos metros mío se abrió una puerta. Quise levantarme y correr pero me tropecé.
Una mujer se rió y habló con una voz muy joven y fresca.
—¿Vos sos el linyera? —preguntó con ironía. La miré desde el piso sin saber bien qué contestar. Arriba tenía una camisa amarilla, holgada, algo transparente. Abajo, unas piernas tersas y kilométricas.
Se volvió a reír y se hizo a un lado.
—Pasá.
Yo me quedé quieto, intentando explicarme.
—Soy del tercero, hoy salí a…
Me interrumpió, todavía jocosa.
—¡Pero pasá, linyera! Pasá.
Antes de que cerrara la puerta vi en el pasillo el número de piso. Era el 9. No tenía que ser voluntario del censo para saber que estaba en el departamento de la mismísima gemidora del noveno, cuya ventana daba al pulmón y amplificaba sus alaridos agudos y explosivos de placer.
—Yo te voy a ayudar, tranquilo —me dijo, mientras escribía algo en su teléfono—. Te tengo visto, con tu novia.
Me halagó que me tuviera fichado. Se prendió un cigarrillo de una forma tan seductora que Humphrey Bogart hubiera parecido un pelotudo haciendo lo mismo al lado suyo.
—Sentate —indicó el sillón— ¿Hacen encuentros?
No contesté: no estaba seguro de haber escuchado bien. Ella chasqueó la lengua y siguió escribiendo en su celular.
Luego me miró y se desabrochó el primer botón de la camisa. Debajo parecía esconder dos cápsulas de Nespresso.
Yo miraba un punto fijo, como cuando un chico de 10 años está cenando con los padres y en la tele empiezan a coger. Ella se acercó de a poco, contoneándose, y alcancé a ver que al menos tenía puesto un short muy short.
—¿Agua tendrás? —me salió. Sentía la garganta de tierra.
Por suerte para mí, en parte porque la situación me cohibía, y en parte porque aún en ese panorama no había logrado ninguna erección, ella pareció darse por vencida en su empresa casi segura de salvajismo sexual y se presentó.
—Lola.
Le conté todo. Se rió mucho más de lo que la anécdota merecía. Comprendí que ese no era su primer cigarrillo del día.
—Si me ayudás a llamar a un cerrajero…
—Estás loco. Desesperado y en bolas. ¿Sabés lo que te va a cobrar?
Pensó un segundo.
—¿No dejaste el balcón abierto?
Podía ser. En esta época suelo dejarlo entreabierto, pero había llovido. Ella fue hasta la puerta del departamento, la abrió y relojeó al pasillo. Me hizo señas para que la siguiera.
Me llevó al ascensor y me dejó pasar primero. Cerró la puerta. Apretó el botón del piso 2.
—Eeehh… —abrí tanto tiempo la boca que se me cayó un hilo de baba—. ¿A dónde…?
Sonrió, entre divertida y seductora.
—Confiá en mí.
En el traqueteo del ascensor, a través de los pisos, se oían movimientos y voces. La policía ya debía estar buscando al linyera que era yo.
Bajamos en el piso 2. Me apuró con un gesto y la seguí, hasta que llegó a la maldita puerta número 8. Nos abrió un pelado con dos brazos como bidones de dispenser, inmenso e hincha de Independiente, que le metió tanto la lengua en la boca a ella que pensé que la asfixiaría.
Era tarde para huir. El Pelado me miró extrañado. Y ahí tuve una luz de esperanza. Yo sí lo ubicaba a él: siempre tenía un short del Rojo y solo una persona en todo el edificio gritaba esos goles. Pero él no conocía mi cara: solo mi voz puteando a los hijos de puta de su equipo.
Hablé como si hubiera aspirado helio.
—Buen día…
—¿Es él? —le preguntó la Mole a la chica, que dijo que sí con la cabeza. Luego me habló a mí, con una amabilidad que no se condecía con su contextura de patovica expresidiario.
—Pasá, amigo, vení.
El sol nos pegaba a los tres en el balcón del Pelado.
—Te hacemos patita —señaló el balcón del piso de arriba, el mío—. Yo te sostengo. Tenés que agarrarte del borde.
Mirar al vacío me mareó. Imaginé mi cráneo explotar contra el piso como una sandía si caía desde esa altura.
—No voy a poder.
—¡Pero sí! —insistió—. Te voy a tener todo el tiempo. Vos agarrate del borde y subí como si salieras de una pileta.
—No, no, imposible, no puedo.
En ese exacto momento golpearon la puerta.
—¡Policía, abra por favor!
El miedo paraliza, pero también puede hacerte creer un héroe del parkour. El Pelado y la dama se apuraron a empujarme hacia arriba. Casi lloro cuando me tomé de las rejas y vi la ventana de mi balcón entreabierta. «Como si salieras de una pileta», me repetía. Lo estaba logrando.
El cosquilleo no fue por la adrenalina. Haya sido el dedo índice de una dama impulsiva ante un boxer en primer plano o el meñique de un pelado resentido hincha de Independiente, la rascadita que sentí en los testículos me dio tanta risa que por reflejo me solté de los barrotes.
El médico contó once costillas rotas, más cúbito y radio, una conmoción cerebral y una tortícolis severa. Según él, me salvaron los techos de policarbonato de planta baja. El oficial es muy amable, pero dice que estaré esposado a la cama hasta que pueda demostrar mi identidad.
Mi novia ya está volviendo. Viajó de urgencia. Fue la única llamada a la que tuve derecho hasta el momento. Diría que la utilicé bien, si no fuera porque se la pasó preguntándome qué hice mientras estuve semidesnudo en el departamento de la chica del noveno piso.