Los viudos

Me pueden acusar de muchas cosas, y van a acertar en la mayoría. Es cierto que soy un coleccionista de defectos, pero también tengo una virtud: nunca dejo tirado a un amigo. Y menos –muchísimo menos- si llega a mi casa un lunes a las dos de la mañana y empapado en transpiración.
En verdad, Toti me había llamado un ratito antes. Sabía que suelo trasnochar, y supongo que por eso ni se disculpó por la hora.
—Por favor, ayudame. Estoy desesperado.
Nunca dejo tirado a un amigo. Pero los imprevistos no son mis amigos.
—Totito, mirá la hora que es. ¿Qué pasa?
Todo lo que dijo después no se entendió. Respiraba y hablaba contra el tubo, como si fuera mi abuelo y no tuviera un ínfimo manejo de la tecnología más básica, o como si estuviese cursando un infarto masivo, como el que tuvo mi abuelo.
Toti soltó una concatenación de consonantes duras. Intenté adivinar las vocales que iban en el medio. «A», «I», «O», «E», sugerí, como en un Ahorcado. Al final, escupió todo el tubo –no podía verlo pero, conociéndolo, estoy seguro de que fue así- y dijo:
—Me están extorsionando.
Si había alguien en el mundo que no se metía en quilombos, ese era Toti. El riesgo más grande que lo vi correr en su vida fue cantar falta envido con 27. Le decíamos «el Monaguillo». Por su bondad, porque colaboraba en una parroquia y sobre todo porque había sido monaguillo.
—¿Extorsionándote? —pregunté— ¿A vos? ¿Qué hiciste, compraste hostias vencidas?
—Es difícil de explicar. ¿Puedo ir a verte?
Nunca me niego a recibir a un amigo. Pero a veces intento posponer la cita.
—Toti, Lola y la beba duermen, el Rocky ladra como loco cuando tocan el timbre.
Le noté el ruego en la voz.
—Diez minutos. Diez minutos y me voy.
Miré hacia el dormitorio de mi novia. Todo parecía en calma.
—Dale. Avisame por WhatsApp cuando estés en la puerta y bajo. No toques el timbre.
Un cuarto de hora después sonó el timbre. El Rocky empezó a ladrar como la gran puta, la beba lloriqueó y mi novia se levantó al grito de «quién poronga toca el timbre a esta hora». Fui hasta el portero eléctrico:
—Toti, ¿vos sos pelotudo o te hacés?
Le expliqué a mi mujer que era Toti, que había tenido un problema con el auto. Me asesinó con la mirada y se llevó al Rocky a la cama. La beba dormía otra vez.
—¿Agua? —ofrecí a Toti, ya en el departamento.
—¿Algo más fuerte tenés?
—¿Soda?
—Algo con alcohol. ¿No ves cómo estoy?
Por primera vez reparé en su estado.
Toti estaba muy, muy transpirado. Es cierto que sus kilos demás favorecían la secreción sudorosa, pero era la madrugada de un día helado de agosto. Tenía un oasis en cada axila y su cuero cabelludo parecía la flor de una ducha mal cerrada.
Le serví el whisky y un vaso de agua. Le pedí que se tranquilizara. Que podía pedirme lo que quisiera.
—Sí, lo sé… Gracias. Y sí. Necesito pedirte mil dólares.
Esperé a ver si se reía, pero no lo hizo. Esperé un poco más. Nada.
—No me podés pedir eso —dije por fin.
Toti empezó a transpirar de nuevo, desde las raíces de su pelo. Era como hablar con un hombre grifo.
—Necesito pagarle a alguien.
—¿A quién? Dejate de vueltas.
Tardó en contestar.
—No me juzgues.
—Me extraña, Toti.
Toti bajó la voz.
—Le debo plata a un matrimonio. De hombres.
Me reí fuerte y me estiré para palmearle el hombro.
—¿Te hiciste romper el culo, Toti?
—Sshh, pajero, bajá la voz.
Mantuve la sonrisa, esperando que me desmintiera. La mueca me empezó a acalambrar la boca, pero Toti no decía nada.
—Toti, ¿qué…?
—No, no, no. Es… Otra cosa.
Entonces se largó a hablar. Contó que las cosas con Agustina estaban raras, distantes, frías. Que no lo tocaba desde hacía días, dijo primero; semanas, confesó después. Y como siguió haciendo cuentas lo frené para que no llegara al aniversario.
—Y necesito… Motivarme,¿entendés?
—Sí, no detalles.
—Bueno. Cuestión que me agarró curiosidad por esas apps de levante. Y bajé… —fingió no recordar.
—Tinder —ayudé.
—No. Grindr. Es otra.
Intenté mantener un gesto neutral, pero fracasé.
—Para putos —completé.
—Para gente atraída por el mismo sexo —corrigió.
Ahí conoció a Omar. Charlaron un buen rato. Omar vivía acá, pero era de Bogotá. Vendía contenido en Only Fans con su pareja argentina, Marito. Según Toti, él se bajó Grindr por error, pero al hablar con Omar y Marito comenzó a sentirse deseado por primera vez en mucho tiempo.
Toti dice que fueron ellos los que empezaron con las fotos. Él no quería, no estaba interesado. Primero sintió rechazo, después curiosidad («¿nunca comparaste tu pija con la de otro?» intentó justificarse) y al final estaba tan metido en el tema que no supo o no pudo abandonar.
—Me decían «gordo lindo». Que querían «comerme como a una bola de fraile en la playa». ¿Sabés lo que es para mí que alguien musculoso, hegemónico, me diga que le parezco atractivo?
—No, no sé. ¡Y no me cuentes! —lo frené—. Pero, ¿qué tiene que ver esto con la guita?
Toti suspiró. Estaba mortificado.
—Me hicieron espionaje. Investigaron todo. Viudas negras, ¿viste? Bueno, así. Se ve que googlearon, cruzaron data. Al rato tenían mi CUIT, una captura de mi LinkedIn, fotos de Agustina choreadas, del padre Miguel dando misa…
Había algo que no terminaba de cuadrarme.
—¿Pero cómo llegaron a tanto? ¿Vos les dijiste tu nombre?
Toti no contestó. Luego bajó la mirada.
—Toti, no puedo creer que seas tan pelotudo. Quizás nunca más conozca a alguien tan pelotudo como vos.
Toti lloraba.
—Si no dejo la guita mañana en la dirección que me dieron, cuentan todo. Llaman a Agustina. A mi trabajo. ¿Sabés si se enteran los albañiles de que el jefe de obra estuvo chusmeando vergotas? ¿Cómo le explico al capataz que estaba aburrido?
—Te van a empotrar.
Le pedí que me esperara. Revisé detrás del microondas, desmonté el azulejo hueco y saqué un rollito entre verdoso y celeste, con un inconfundible olor a dólar estadounidense cabeza grande.
Me senté. Desplegué diez billetes de cien dólares cada uno. Visto así, hasta parecía poco. Poco para los meses que me costó ahorrarlos. Poco para una pelea con mi mujer al día siguiente. Poco para necesitarlos tanto tras ese azulejo hueco, sin destino urgente, solo porque sí.
Pero por un amigo lo doy todo.
—No sé cómo agrad…
—Ni lo menciones. Para eso estoy.
Hay estudios que dicen que ser solidario te hace más feliz. Intenté creerlo, pero apenas podía pensar en las excusas que del día siguiente, y en lo lejos que me quedaba ahora el último iPhone.
Hubo unos segundos de silencio. Toti aprovechó para llegar al fondo del vaso de whisky. En un acto reflejo cuyo origen no puedo explicar, destapé la botella con un movimiento rápido y volví a llenarle el vaso generosamente.
—No, pará…
—Uno más y te vas, ‘jate de joder.
Sonrió. Se llevó el vaso otra vez a los labios. Empecé a hablar sin pensar, pero convencido de que tenía que hacerlo, como guiado por algún instinto.
—Más allá de todo, con Agustina todo bien, ¿no?
—Sí, salvo eso de que no… —Toti enhebró los dedos en el gesto de coger— ¿Por?
Me aclaré la garganta.
—No, me acordaba de lo de aquella vez —fui soltando en cuotas, como si me costara preguntarle por algo tan delicado—. Pudiste superarlo.
Sus ojos confundidos se volvieron de un brillo amargo. Sentí algo de culpa, sí. Pero no tenía intención de detenerme.
Toti intentó sonar convincente y resuelto.
—Sí, sí… —dudó—. Sí, claro. Son muchos años. Estas cosas, en las parejas, pasan. Una confusión, un baile. El alcohol —forzó una risa, señalando con sus cejas su vaso—. Un error lo puede tener cualquiera. Además pasó hace un montón.
Asentí. Ahora sorbí yo de mi vaso. La atmósfera se había vuelto tensa, pesada, el aire estaba envuelto en papel film. Toti siguió callado. Noté que apuraba el whisky.
—Me alegro, amigo —dije—. Me alegro. Porque la pasaste mal. La pasaste muy mal, Toti, ¿te acordás?
Él carraspeó.
—Y, la confianza se rompió. Por eso ahora…
—Bueno, ahora te equivocaste vos, ¿no? —dije con indulgencia—. Ella no pensó demasiado cuando se bajó al rugbier ese.
Noté, con una ínfima dosis de culpa y una muy grande de satisfacción, que Toti empezaba a pasarla mal.
Entonces fingí que me preocupaba estar excediéndome.
—Perdón, perdón —me disculpé, aunque no sentía ningún remordimiento. Por mis venas galopaba la maldad—. No sé por qué dije eso. Solo me acuerdo cómo sufriste, lo mal que la pasaste, lo enfermo que estuviste.
—¡Todo bien! —mintió—. Termino esto y me voy, le dije que volvía temprano. Y mañana laburo.
Hasta hacía tres segundos no sabía cómo entrar en esa puerta, y Toti me la había abierto de par en par.
—¡Andá! Dejalo así, es un montón. No vas a dormir nada. Y tu laburo, mañana… Uff.
Me detuve en sus ojos. El gesto de Toti ahora estaba perdido en el ámbar del vaso medio vacío. Era el semblante de un absoluto infeliz. La mirada de un ser humano miserable, gobernado en su casa y explotado en el trabajo. Derrotado por la vida y ahora endeudado hasta la manija.
—¿Cobrás bien al menos, Toti? —pregunté, como distraído.
Cuando bebió noté su pulso arruinado por mis palabras. Gocé con sus nervios destrozados y su fragilidad emocional. No pensaba parar.
—¿Cuánto, Toti? ¿180, 160?
Sabía que el sueldo de Toti no llegaba a los setenta mil pesos.
Mi amigo ya no hablaba.
—Para doce horas por día en la obra, no está tan mal —insistí—. Pero… Son doce horas afuera. Es mucho. Ahí tiene suerte Agustina, con esto del home office.
Toti tragó whisky, después tragó saliva, o al revés. Se paró y tomó el abrigo.
Al fin, dijo.
—Gracias por esto —palmeó el rollo en el bolsillo—. No me lo voy a olvidar nunca.
Le resté importancia con un gesto. Cuando puse la mano en el picaporte para abrirle, volví a hablar:
—No seas tan duro con vos. Hacemos lo que podemos. «Quien esté libre de piedras…»
—De pecado —corrigió, incapaz de contenerse— «quién esté libre de pecado».
—«…Que lance la primera piedra» —completé—. Y vos no lo estás. Pero tampoco los que te extorsionan, eh. Son delincuentes. Si vos los denunciás, tienen todas las de perder.
Chasqueó la lengua, descreído.
Aproveché el germen de duda que acababa de sembrar en él.
—¡Te digo en serio! Parece que ellos te tienen agarrado de las bolas a vos, pero es al revés. Si no les pagás, los cagás.
—Y ellos me arruinan. Le dicen a Agustina, a los grandotes de la obra, a los de la parroquia…
—¿Y qué? —de pronto me sentí uno de esos pastores brasileños—. Capaz esta es tu chance para demostrar que sos más fuerte. Para poner las cartas sobre la mesa. Tal vez es una oportunidad que te da Dios.
Fue ahí. En ese exacto momento. Ahí me sentí un hijo de puta. Y me encantó.
—¿Quién te va a poder decir algo? ¿Agustina, que se cogió al plantel de…?
—A uno, fue a uno solo…
—¿Los escabiados de la obra, que no tienen dónde caerse muertos, los merqueros de los gerentes? ¿El párroco de 95 años, que si lo investigan un poco tiene dos pibes bajo la sotana?
No puedo precisar cuánto duró el silencio, no creo que más que algunos pocos segundos. Pero ya había hecho todo lo que estaba a mi alcance, y el desenlace de la jugada ya no dependía de mí.
Quizás por eso me transpiraban las manos cuando giré el pomo y le abrí la puerta.
Pero Toti no salió.
—Tenés razón —dijo, y por primera vez en mucho rato levantó la frente y me miró a los ojos—. Me cansé de ser siempre el boludo, hermano. Nadie puede condenarme por una tontería así.
—Nadie —corroboré.
—Solo Cristo —enfatizó.
—Solo Él —confirmé.
Toti estaba empoderado.
—Que hagan lo que se les cante el orto. ¿Mi mujer les va a creer a ellos? ¡Que les crea! ¿Los del laburo también? ¿A dos delincuentes?
—¡A dos delincuentes! —me indigné.
—Están conmigo o están con dos chorros. Ya le banqué muchas a Agustina. Ahora le toca.
Sacó un rollo de mil dólares de su bolsillo y me lo puso en la palma de la mano. Fingí ofenderme.
—No, Toti…
—Fede: hoy me diste algo mucho más que mil dólares. Me diste una lección de vida.
—Por mis amigos lo doy todo, Toti. Lo sabés.
—Lo sé —dijo, y me palmeó antes de salir.

Las fotos de Toti circularon mucho más rápido de lo esperado. Se hicieron memes durante un buen tiempo con el pasacalles que le colgaron frente a la parroquia. Tuvo suerte de tener libre el departamento de una tía: Agustina no tardó ni doce horas en echarlo de su casa.
Meses después, Toti me suplicó que dejara de evitarlo. No me guardaba rencor. Le acepté una cerveza y me sorprendí de verlo… Bien. Brioso, iluminado. Contento, aliviado. Más flaco, mucho.
Esa mañana, me dijo, había tenido una entrevista de trabajo. Creía que le había ido bien.

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