La lluvia contra las chapas

Un día, hace diez años, se largó a llover en La Plata. No paró por un montón de horas. Empezó con furia desde el primer segundo y, cuanto más uno pensaba que no podía llover más fuerte, más fuerte llovía. Al principio era hasta gracioso no poder contener el agua. Ponías el trapo de piso enrollado contra la puerta como si fuera un burlete, pero el agua pasaba igual. Lo sacabas un segundo de ahí y el agua te hacía un charco en tiempo récord, entre escurrida y escurrida. «Qué paja limpiar esto después», pensabas sin intuir lo iluso que eras.
Al ratito, corto, ya sacrificabas un toallón. Y otro para la puerta del patio. El repiqueteo de las gotas contra el techo de chapa era una ametralladora constante. Por meses, años, escuchar la lluvia contra las chapas no iba a ser lo mismo. Para muchos nunca volvió a ser igual.
Muy poco tiempo después, una hora tal vez, se escuchaba un «glú glú» en todas las habitaciones del PH que le cuidaba a mi hermana. Eran los zócalos. El agua entraba por los zócalos, sin pausa. El pasillo largo que daba a calle 7 acumulaba medio metro de agua. Era inútil combatir.
Al principio, la gente cortaba las calles para que los autos no pasaran, por la oleada que generaban. Al rato, a los autos los arrastraba la corriente. Terminaban de punta en una zanja. Montados en un árbol. Tapados hasta el techo.
Emma era una golden y tenía epilepsia. Cuando se estresaba tenía ataques y había que contenerla. Cuando ya caminar por el departamento suponía andar con el agua por las rodillas, y los zócalos seguían filtrando agua como en cualquier escena de Titanic, la acosté sobre dos sillas.
Cuando paró de llover, a la tarde noche, nos encontramos con mis viejos. Vivían a tres cuadras. Estaban bien. Ni a mí ni a mi familia la inundación de La Plata nos afectó demasiado. Para nosotros, que nos hubiera entrado medio metro de agua era ya un desastre. No teníamos idea. Nos despedimos y volvieron, ellos a su casa, yo al departamento que cuidaba. Apenas un rato después, la lluvia volvió, con igual o más fuerza que antes. No me acuerdo. Ni siquiera hace la diferencia que me acuerde.
Esa noche nadie durmió. Yo me acosté en la cama y me movía de ahí solo para levantar a Emma, que se olvidaba de que la casa era un río y bajaba de las sillas a tomar agua de lluvia. Era inútil, igual: el agua podía, tarde o temprano, taparte a vos y a la cama. A muchos les pasó.
Mirá a la pared que tenés más cerca y calculá que mide tres metros. Restale, contando desde el techo, uno. Podés hacer una marca imaginaria. Imaginate todas las cosas que tenés a tu alrededor en este momento, tapadas por agua. Como si metieras tu casa en una pileta. A diez años de la inundación, hay gente que todavía tiene la marca real, la del agua, la que le metió la casa en una pileta de verdad.
Al día siguiente La Plata fue una ciudad zombie. Árboles desparramados, autos de punta en cualquier lado. La luz no volvió, el agua tardó en bajar. Nadie entendía bien qué era lo que acababa de pasar. Los barrios, un apocalipsis aparte. A los indocumentados los escondió el agua.
En la correntada, a muchos platenses se les escapó de las manos un familiar al que no vieron nunca más. El intendente tuiteó fotos repartiendo bidones en las zonas más carenciadas, pero en realidad estaba de vacaciones en Brasil.
Hubo cuerpos que se llevó la corriente, cientos que no se contaron y otros que se enterraron dos veces. En el cementerio los ataúdes navegaban como barquitos. Mintieron números. Ni registraron menores que la gente juraba haber visto flotar hasta que los tragara algún desagüe. Las terapias intensivas, llenas de aparatos sosteniendo personas, se quedaron sin luz. El agua les reventó las paredes por asalto y les arrancó los cables a la mayoría. Se supo, días después, que durante las mismas horas que el agua tapaba, también acechaba el fuego: la refinería se había incendiado y estuvo a minutos de borrar la ciudad de una explosión. Por eso casi no había bomberos en socorro de los inundados. Pero de eso tampoco se dijo mucho.
Al otro día, Emma tuvo convulsiones varias veces. Cuatro o cinco ataques en un mismo día. Después se le pasaron. Vivió un par de años más. Para varios con suerte, como yo, la inundación no fue «mucho más» que eso.
Para una inmensa mayoría, sí.
Y para cientos fue la última.


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