
Mi abuela Berta llegó al geriátrico al mediodía. Arrastraba el bastón con temblores pero con decisión. Se anunció en recepción, asintió detrás de sus lentes a lo que le dijo una empleada y avanzó por el pasillo. A nadie de la familia le parecía una buena idea que haya decidido ir.
Desde su mecedora, Nélida me sonrió con suficiencia y se llevó otra escoba de 15. Escuché el «clic» del picaporte. Cuando levanté la vista ya era demasiado tarde. Berta colgaba su campera de lana marrón en el perchero y se instalaba en el cuarto de su hermana como si fuera suyo.
Nélida no se inmutó. Sus ojos vidriosos trataban de asimilar algo: no sé si la llegada sorpresiva de su hermana o que mi abuela había apoyado la cartera sobre su paquete de cigarrillos.
—¡Hola abu! —saludé enérgico.
Berta se sacó los lentes; sus ojos brillaron y se colmaron de bondad.
—¡Mi vida! —me besuqueó con sus labios achicharrados—. Estás flaco, ¿no te dan de comer en tu casa? Qué alto estás, me parece que pegaste un estirón.
Luego abandonó la ternura y endureció la voz para saludar a su hermana.
—Hola, ¿no? ¿O dormimos juntas?
Con el pulso arruinado, Nélida reunió las cartas y armó el mazo sin mirarla.
—¿Hace frío, que viniste tan abrigada? —le preguntó sin mediar saludo.
Ahora la que no contestó fue Berta, que observaba la taza de té que había en la mesita.
—Te quejás pero tan mal no te tratan, se ve.
Mi abuela tenía 91 años: tres más que Nélida. Ambas habían enterrado a todos sus seres queridos: no tenían más hermanos, ni primos, mucho menos amigos. Cada una era la última testigo viva de la vida entera de la otra. Nadie en la familia podía comprender que casi no se hablaran.
Berta tenía a sus hijos y un buen caudal de nietos. Nélida nunca se había casado. Tenía un carácter filoso que la soledad y la vejez le habían acentuado. Cuando, hace tres meses, se cayó en la bañera y se quebró la cadera, la familia decidió llevarla a un hogar de ancianos.
Para Nélida fue una traición imperdonable: se rebeló a los gritos, rompió su televisor con el andador, trató de puta a mi madre y de pito corto a dos de mis tíos y mandó a toda la familia a la reputísima madre que nos había parido que, en cierta forma, era la abuela Berta.
Y ahora estaba ahí, en un hogar inmenso y luminoso, donde le servían las comidas del día y la tenían limpia y atendida a todas horas. Para peor, estaba rodeada de compañía. Todo lo que detestaba.
—Por un té de mierda decís que me tratan bien —retrucó con cierta razón Nélida.
Berta chasqueó la lengua.
—Nunca te vino bien nada. Ojalá a mí me hubieran dado nuestros padres todo lo que te pudieron dar a vos.
Nélida la ignoró y comenzó a mezclar las cartas. Por los nervios, algunas se le cayeron al piso.
—¿A qué viniste, Berta? ¿A regodearte? —preguntó.
Berta no contestó. Rodeó lentamente la cama de la tía Nélida y tomó una banqueta. Se acomodó el pantalón, se dio unas palmaditas en sus caderas y empezó a sentarse en cámara lenta. Como no llegaba nunca al asiento, me paré y le sostuve la mano hasta que logró apoyarse.
Desde allí, señaló con el mentón el cenicero repleto de colillas que estaba sobre la mesita de arrime.
—Encima seguís fumando —resopló—. Qué desgracia, las cosas que nos hacés, Nélida.
La tía estuvo a punto de responder, pero en ese momento se abrió la puerta de la habitación.
Una mujer de unos cincuenta años, rubia, con un ambo celeste y aspecto bonachón se dirigió a mi tía:
—Nélida, ¿cambiamos el pañal?
A ella le tembló el labio inferior. Mi abuela y yo salimos al pasillo.
Mientras me preguntaba por el trabajo, intenté lograr que bajara un par de cambios.
—Abu. Esto debe ser duro para la tía.
Berta contestó con el tono de voz más gélido que le oí en mi vida.
—Duro es para mí, que tengo que venir a verla.
La enfermera nos indicó con una sonrisa que podíamos pasar. Nélida estaba del otro lado de la habitación, junto a la ventana. No nos miró. Apenas exhaló una extensa bocanada de humo.
—Lo que me faltaba —siguió protestando mi abuela—. Un cáncer por fumadora pasiva, a esta edad.
La tía cerró los ojos.
—Qué rompepelotas —murmuró.
—¿¡Cómo dijiste!? —gritó mi abuela.
—¿Jugamos a la canasta? —intervine, y señalé las cartas.
Ninguna respondió.
—Rompepelotas y sorda —profundizó Nélida.
—Cuidá el vocabulario, ordinaria, que está el nene —me señaló mi abuela.
Se abrió otra vez la puerta de la habitación. De ella surgió una anciana de pelo canoso hasta la cintura, no más de un metro cincuenta de altura y un largo camisón floreado. Miró a Berta con desconfianza, frunciendo el ceño y con preocupación.
—¿Todo bien por acá, tía? —preguntó.
—Todo bien, Silvita —desestimó Nélida—. Están conmigo.
—¿Segura? Me pareció oír tonos de voz elevados —advirtió Silvita. Tenía un ligero acento italiano, quizás siciliano—. No me tengo que preocupar, ¿no tía?
—No, Silvita. Andá. Están conmigo. Eso sí, decile a Juan que venga.
Silvita recorrió el cuarto con sus ojos y se detuvo en los de Berta. Ella le sostuvo la mirada unos segundos, pero al final tragó saliva. Silvita le hizo una brevísima reverencia a Nélida y se fue por donde había venido.
Berta fingió tranquilidad.
—¿Tenés barrabravas también?
Nélida se encogió de hombros y pitó su cigarro.
—Tía —intenté—, ¿no está prohibido fumar acá? Digo por los detectores de humo.
—Los hice sacar. Hay que hacerse respetar, pichón. Si no te pasa como a tu abuela cuando trabajaba en el sindicato: hasta el cadete la pasaba por encima.
Berta abrió los ojos, sorprendida por un ataque inesperado.
—¡Qué pavadas decís, Nélida, qué senil que estás! ¡Al menos trabajaba, no como vos que viviste siempre de papá!
Quise calmar a mi abuela, pero otra vez me interrumpió la puerta. Se habían escuchado dos golpes tímidos.
Con un ademán, Nélida me ordenó que abriera. Del otro lado estaba el anciano más frágil que haya visto jamás. Llevaba la piel pegada a sus huesos, como si ya fuera un cadáver y sus órganos solo estuvieran haciendo horas extra. Unos pocos pelos grises le cubrían las sienes.
Avanzó muy lentamente, empujando el andador hasta adentrarse en la habitación. Cuando habló lo hizo con una voz quebrada, rasposa, apenas audible, como si en articular cada palabra se le fuera literalmente la vida.
—¿Me ha mandado a llamar, tía Nélida? —preguntó con temor.
Nélida hizo caer las cenizas del cigarro y respondió con otra pregunta, impaciente.
—Juan, Juan… Usted lleva el audífono puesto, ¿cierto?
—¿Cómo? —pareció no haber escuchado Juan.
Nélida suspiró.
—Su audífono tiene pilas nuevas, Juan. No me mienta, porque lo sé.
Juan agachó la cabeza.
—Sí, señora Nélida.
—Señorita —corrigió ella—. Y dígame, Juan, si usted tiene pilas nuevas en el audífono, ¿cómo es que no escuchó, hace unos quince minutos, que varias de mis cartas se cayeron al suelo?
La cara de Juan se transformó. Quiso balbucear una excusa, pero las palabras no le salieron. Por fin se resignó. Dejó el andador en la puerta y, con movimientos muy lentos, logró agacharse. Cuando estuvo en cuatro patas, recorrió el piso de la habitación con una mueca de dolor.
Juan gateó hasta las cartas y las juntó con torpeza. Se tomó de la cama e hizo un esfuerzo descomunal para estirarse y dejarlas sobre la mesa. Como si fuera un perro, miró a Nélida. Ella aprobó. Lo ayudé a pararse y a volver hasta la puerta. Juan se alejó conteniendo el llanto.
Reinó un silencio imposible, en el que la única que podía sentirse a gusto era Nélida. Berta caminó hasta el perchero y descolgó su campera de lana marrón.
—Esto es un espanto —dijo.
—Es el lugar al que me trajiste —replicó Nélida.
—Vos sos un espanto. No el lugar.
La tía contestó algo que debía venir masticando cada segundo de las últimas semanas.
—Vos tendrías que estar acá. No yo —disparó, seca como sus pulmones.
—Yo no estoy ni vieja, ni sola, ni loca.
—¡No podés ni caminar! —río la tía— Mirá el bastón de vieja chota que tenés, Berta.
La abuela estaba furiosa. La falsa parsimonia de Nélida y su dominio sereno de la situación aumentaban la tensión. Y entonces se me ocurrió hacer un chiste.
—¡Corran una carrera! —propuse—. Bah, caminen una carrera. En el pasillo, unos metros. La que pierde se queda en el asilo.
Pero no hubo carcajadas, ni risas, ni se quebró la rigidez del aire. Ninguna aflojó el gesto. Por el contrario, se miraron desafiantes y asintieron con la cabeza. Berta se sacó la campera de lana marrón y volvió a colgarla en el perchero.
No pude hacer nada para evitarlo. Tironeé de sus blusas, les expliqué que era un chiste, sugerí que nos calmáramos todos un poquito. No fue suficiente. Apenas mi abuela esbozó un «No te metas, tesoro», que ni siquiera logró la ternura habitual.
Las enfermeras se alarmaron cuando las vieron salir al pasillo. Les supliqué ayuda, pero se desentendieron como dos guardiacárceles que saben hacer la vista gorda en una pelea a muerte entre dos reclusos. Mi tía y mi abuela se pararon a la par, a la salida de la habitación.
Nélida puso las reglas.
—Sin bastón, Berta. Hasta el tacho de basura verde —desafió. El cesto estaba al final del pasillo, a unos treinta metros.
—No vas a llegar, nena —contestó Berta. Arrojó el bastón a un costado y me miró con dulzura— Contá hasta tres, mi vida.
No tuve opción. Con la voz temblorosa, pensando cómo le iba a explicar todo eso después a mi mamá, hice el conteo regresivo y di la orden de largada.
Empezaron muy parejas. Llegaron a la habitación contigua casi empatadas. Se les notaba en el rostro el esfuerzo por caminar sin ayuda. Pero no se sobreexigieron en los primeros metros. Conocían muy bien sus articulaciones y sus músculos como para quemarlos en el primer tramo.
Otros residentes se asomaron al pasillo. Se paraban en la puerta de sus cuartos, dejando espacio para las contendientes. Muchos se entusiasmaron. Se escucharon murmullos, aplausos, arengas y hasta alguna vuvuzela. Un anciano de camisa a cuadros empezó a levantar apuestas.
En pocos minutos el geriátrico se convirtió en la arena de una riña de gallos. Hubo gritos de aliento para Nélida de pacientes sometidos a su tiranía y también otros que hinchaban por Berta por la misma razón. La tía sacó varios pasos de ventaja. La abuela estaba bañada en sudor.
—¡No te preocupes! —gozó Nélida— ¡La comida acá es bastante rica!
Berta hizo oídos sordos, o no escuchó. Avanzaba en slow motion, con el tesón de un esquiador que intenta volver a la cima con los esquíes puestos. En cambio, los pasos de Nélida eran cortos y veloces. Años de arrastrar los pies con las pantuflas puestas marcaban una diferencia técnica irremontable. Faltaban quince metros.
—¡No sabés lo cómodo que es hacer caca en una chata! —chicaneó Nélida, algo agitada—. ¡Las chicas tienen una mano para limpiarte el culo!
La abuela seguía a su ritmo. Me había citado tantas veces la fábula de la liebre y la tortuga que tuve miedo de que estuviera apostando a eso.
Pero entonces Berta habló. Con jadeos, con la respiración a punto de detenérsele y la lengua seca, Berta habló.
—¡Marito! Pasaron setenta años y seguís resentida por lo de Marito.
El pasillo se silenció de golpe. Pero Nélida fingió no acusar recibo.
—¡Ja! Marito, ese impotente…
Todos –enfermeras, internos, yo–, aún sin saber qué clase de carta estaba jugando la abuela, nos dimos cuenta de que sus palabras habían causado efecto. La tía había disminuido significativamente la velocidad de sus pasos. Berta redobló los esfuerzos y supo que la tenía a tiro.
La abuela había decidido ir por todo.
—¡Jaja! ¿Impotente? Impotente con vos, nena —jadeó—. Conmigo, una piedra Marito. Pero vos eras fiera en la secundaria…
Ahora Nélida apenas se movía. Tenía la mirada perdida. El tacho y la gloria estaban a menos de tres metros suyo.
—«¡Más, Marito! ¡Más!», gritaba yo —gimió la abuela—. Y Marito me daba más, y más. Pero con vos no pudo. ¡Y vos enamorada! ¡Qué boluda, Nélida!
Por fin, la abuela la alcanzó. Y cuando se puso a la par le escupió en la cara:
—Le parecías fea. Por eso en el baile se fue conmigo.
Creo que nadie hubiera podido evitar lo que pasó después. Fue todo muy rápido, a una velocidad impensada para un entorno donde el promedio de edad superaba los noventa años. Berta se patinó de pronto, tambaleó y cayó hacia atrás con un estruendo óseo desagradable.
Varios enfermeros corrieron a socorrerla. A lo lejos pude ver a Silvita, con su camisón floreado, juntando píldoras del piso y metiéndolas otra vez en el pastillero que había derramado adrede. Nélida le guiñó un ojo. Silvita hizo su reverencia y desapareció de la escena.
La radiografía mostró triple fractura de cadera. La operación fue un éxito, pero la familia decidió que era hora de que Berta también tuviera compañía y cuidados las veinticuatro horas.
Esta mañana le hicieron el ingreso en el mismo hogar de Nélida. Ojalá que se lleven bien.