El caso Graciela

Acaba de llegar un audio al grupo de vecinos. Es de Graciela, del cuarto F. Le tiembla la voz. El asunto es grave: alguien del edificio se hizo pasar por su marido y se quedó con 23.000 pesos que le llevó una persona para pagarle un alquiler.
Esto parece un caso para mí.

Pensar que me daban por retirado. Es cierto que, tras el caso «El jarrón de Claudia», mi imagen quedó ligeramente deteriorada ante los demás. Durante varios días no salí del departamento y sólo me dediqué al whisky malo y las galletitas Rumba.

Ahorraré detalles: solo contaré que «El jarrón de Claudia» era una metáfora sexual y no una reliquia de una dinastía oriental como pensé. En la reunión de consorcio acusé a los gritos a Rubén del tercero de haberlo roto, y provoqué así la mudanza de Claudia y el divorcio de Rubén.

Pero ahora es distinto: se trata de un robo hecho y derecho, con suplantación de identidad incluida. Desconozco lo que dice el Código Penal al respecto, pero estimo que la pena, sin exagerar, debe rondar los cuatro mil años de reclusión.

Llamo a Rocío y le hago escuchar el audio. Me conoce bien:
—Por favor, no hagas la pelotudez esa del detective.
Le sostengo la mirada:
—Traeme el piloto. El que es tipo Humphrey Bogart.
—Lo tenés puesto.
—¿Y mis cigarros, maldita sea?
—Tenés uno en la oreja. Está prendido.

Mientras tanto, el Whatsapp de los vecinos, que es un surtidor de nafta en el infierno, explota con el mensaje de Graciela.
—Hace tres años que pido que pongan cámaras— refunfuña Gaby del segundo, que vive hace dos en el edificio.
—El tema es que acá hay mucho colombiano— apunta Ana, que trabaja de xenófoba.
—A mí me pasó lo mismo con el plomero- manda un audio Cristian de planta baja.
—¿Te robó?— pregunta Carla del primero.
—No pero lo llamo y no viene.
—Es grave lo que pasó— pone uno que no tengo agendado.
—¿Lo del plomero?— la sigue Cristian.
—No, lo de Graciela. Le robaron 23 lucas.
—Los del edificio de al lado tienen tres cámaras— insiste Gaby.
—No nos podemos robar entre nosotros— refuerza Laura, especialista en obviedades.
—Es grave— repite el anónimo.
—No viene el plomero cuando lo llamás, imaginate si no te van a afanar.
—Los de al lado tienen pistolas Taser para estos casos. Y nuestra administración no hace nada.

Guardo el celular y me pongo el sombrero. Le sonrío a Rocío.
—No temas. Regresaré por ti.
—Ay, Fede, por favor, no hables en español neutro de nuevo.
—Adiós—digo, y cierro la puerta tras de mí. Al segundo paso regreso y la vuelvo a abrir para desenganchar el piloto.

Tengo una lista de sospechosos. Son 76. Descarto a quienes no pueden hacerse pasar por un marido convencional: los menores de 18. Dejo a Mahdur: tiene 9 años pero es hindú, y en esa cultura los casamientos se producen a edades muy tempranas.
Me quedan 57 sospechosos.

Retomo la lista. Tacho a quienes, por razones obvias o físicos, no podrían hacerse pasar por Adrián, el marido de Graciela. Las señoras mayores Rosita, Marta, Silvia, Clarita, Dora. Los obesos mórbidos, Quique, Flavio, el portero. Los no canosos.
Quedan 12.

Borro a mi vecino de al lado. No soy quién para juzgar, pero es objetivamente feo. No podría hacerse pasar ni por el marido de su propia esposa.

Me tacho a mí mismo. Estoy a punto de tachar a Rocío, aunque su insistencia para que no emprendiera la investigación generó en mí una ligera sospecha. Por las dudas, la dejo en la lista. A la que nunca, nunca tacharía, es a Hilda.

Hilda es la vieja más chota del edificio. Vive en el sexto E. Algunos dicen que le queda poco: pero un detective de mi talla no negocia con terroristas.

Le toco el timbre. Me abre su hijo cincuentón. Hilda se mece en una silla. No mira cuando entro. Vieja arpía. A los 86 años, todavía está buena y lo sabe. Tiene el pelo teñido de morado y los labios pintados en composé. Lleva un vestido azul oscuro, con minúsculas margaritas.

Sé que intenta seducirme, pero yo soy un scanner. Aunque quiera disimularlo, Hilda está nerviosa.
Tiembla como un caniche montado en un martillo hidráulico.
—¿Por qué tan alterada, Hilda?— pregunto, sagaz.
—Sufre de Parkinson— me aclara el hijo.
Hay un breve instante de silencio. Miento: le digo que estoy haciendo un censo de sonoridad en el edificio.
—¿Qué?— me grita Hilda.
—Ya no escucha muy bien— lamenta el hijo.
Abro la puerta y me despido, tocando el ala de mi sombrero.

Han pasado algunas horas desde que fracasé con Hilda. El resto de mis entrevistas no fueron mejores. Carlos, del quinto, me sacó cagando; Félix me dijo que tenía una Itaca pero que si quería pasara igual.

A Carrizo le digo «Bingo»: tiene todos los números. También tiene todos los músculos. Acusarlo podría implicar una golpiza jodida. Llevo cierto tiempo evitándolo y lo sabe.
—¿Vos sos el que no me atiende cuando voy a reclamarle por la gotera?
Le echo la culpa a Rocío y corro.

Llega el momento. El paso lógico es entrevistar a la damnificada. Presiono el timbre de Graciela.
—Ay, no, vos otra vez no…— solloza, y empieza a cerrar la puerta.
La bloqueo con el pie y me identifico con la billetera abierta, mostrándole la tarjeta de comunidad Coto.
—¿Podría contarme los hechos?
—No te preocupes, ya está.
—Insisto— insisto.
—Le alquilo un monoambiente a un chico. Hoy lo atendí por el portero y cuando bajé no estaba. Lo llamé y me dijo que un hombre le dijo que era mi marido y el muchacho le dio la plata confiado.
—¿Su marido sabe?
Me doy cuenta de que la pregunta la descoloca.
—¿Si sabe qué?
—No sé, ¿sabe?
—¿Lo de la plata?— intenta adivinar. Creo que está nerviosa.
—¿Qué otra cosa, si no?
—No hablé con él aún. No quiero que se enoje.
Pienso por un instante.
—¿Y usted está segura de que era el inquilino quien trajo la plata?
—¿Y quién va a ser? Si te estoy diciendo que lo llamé y me dijo que fue él.
—Interesante—, digo, mientras escribo en el cuaderno.
—¿Qué cosa?
—Gracias por su tiempo. Resolveremos esto.
Me despido tocándome el ala del sombrero.
—No tiene sombrero.
Es verdad. Siento la cabeza desnuda. Se me debe haber caído cuando escapé de lo de Carrizo.

Me fui de la casa de Graciela con una hipótesis firme. Todos sabían lo del alquiler, la desaparición de la plata, menos su propio marido, quien supuestamente se la había llevado consigo.

Estoy eufórico, acabo de volver al departamento y se lo cuento a Rocío, de una forma tan atropellada que pensó que estaba teniendo una falla multiorgánica.
—¡Fue Graciela! Ella se disfrazó de su marido para quedarse con la plata.
—Fede, no suena muy lógico— repara.
—Bueno, faltan calibrar detalles, pero pensá: le dice al inquilino que le recibe la plata, se disfraza, se lleva la guita y…
—¿Y cómo vuelve a subir para volver a bajar vestida normal?
Me quedé pensando. No cerraba. Hasta que lo vi claro.
—¡Se lo garcha!— grité exultante, y me asomé al balcón—. ¡Graciela se lo garcha!
—Callate, imbécil. ¿A quién? ¿Al marido? Es lo lógico, no todos son como vos y yo.
—¡Al inquilino!— me desespero por intentar explicárselo.
Es un plan entre ella y el pibe. Él dice que le dio la plata a alguien equivocado, pero se la dio a ella. Ella lo cuenta a todo el mundo para justificar con el marido el faltante de plata. Es una doble infidelidad: amorosa y -aún peor- financiera.
—No sé Fede.
—Es eso o el marido se coge al inquilino. Mi hipótesis funciona en los dos escenarios: hay una infidelidad cogitiva y otra monetaria.
—Te prohíbo que te metas. Ni se te ocurra. Acordate de lo del jarrón.

Pero era tarde: acababa de mandar al grupo de vecinos:
«Graciela, shame on you. Ambos. Alguno tiene una relación con el inquilino y le está robando la plata al otro. Imperdonable que involucres en algo así a quienes flameamos con dignidad la bandera moral de este edificio».
Lo mandé rápido, para que llegara antes del mensaje de Graciela, que estaba grabando un audio. Le había ganado de mano: había develado su fraude. Instantes después, llegó su nota de voz.
—Se me cae la cara de vergüenza. Honestamente, no sé cómo decirles esto— comenzó.
—¡Te dije!— le espeté a Rocío.
—Sh, callate.
La voz de Graciela se desgranaba en disculpas como se deshace una bondiola después de 39 horas de cocción al mínimo:
«Les pido disculpas por haberlos preocupado y expuesto a un malentendido íntimo».
— «Malentendido íntimo» le dice a chuparle la verga al inquilino…
—Callate, Federico.
Y siguió:
«Resulta que cuando yo atendí el portero, mi marido estaba yendo a trabajar. Se colgó charlando con el encargado. Salió y vio a Mati, el del alquiler, y le recibió la plata».
Creo que mi rostro pasó por varios colores.
«Yo no había podido comunicarme con mi marido y empecé a preocuparme. Recién ahora logré que me atendiera. Desde ya le pido disculpas a todos por…»
—¡¡Borrá ya el mensaje, pelotudo!!— me gritó Rocío.
Con las manos sudorosas y temblando, busqué mi ponencia acusatoria y, rogando que no lo hubieran leído demasiada gente ya, mantuve presionado con el dedo.
Aparecieron dos opciones: «Borrar para todos». «Borrar para mí». Entendí mal la consigna y toqué la segunda opción.
El mensaje se deshizo en mi pantalla, pero quedó a la vista de los más de 70 integrantes del grupo.
Cuando Graciela comenzó a escribir, pulsé «Salir del grupo» y borré el chat.

Me quedé en silencio un rato. Rocío tampoco habló.
—Voy a la cama— dije por fin.
Al rato vino Ro para hacerme compañía. Traía una botella de Old Smuggler y un paquete de Rumba.

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