
Hoy mi novia me agarró desprevenido. Me acorraló sin vueltas, cuando apenas nos despertamos:
—Tenemos que definir a dónde pasamos las fiestas.
Ahí supe que íbamos a discutir todo el día.
Maldita pandemia. Me hizo olvidar por completo la planificación de esta charla. Intenté usar el jet lag de la tragedia planetaria a mi favor.
—¿Eh? Estamos en marzo.
—Hoy es 15 de diciembre.
—¿Segura?— fruncí los ojos, mientras fingía chequearlo en el celular.
No me contestó. Fue un buen truco de su parte. De esa manera, pretendía que retomara yo la iniciativa. Tras pensarlo algunos segundos, junté coraje y al fin tomé la palabra:
—¿Hacemos milanesas hoy?
Rocío se sentó al borde de la cama, dándome la espalda. Suspiró, aburrida de mi estrategia, y reanudó la conversación.
—Milanesas no hay, tenías que comprar ayer, ¿te acordás?
Jaque mate. Mi silencio le dio espacio para volver a la carga:
—¿Cómo hicimos el año pasado?
—¿Las milanesas?
—Las fiestas, Fede, dale. Me estoy hinchando las pelotas.
—Ah— fingí lamentar mi distracción—. Creo que tocaría Navidad en lo de mis viejos. Y Año Nuevo, no sé…
Tengo una teoría infalible para descifrar su estado de ánimo. Radica en el nivel de tensión de sus mejillas. Si Rocío está de buen humor y relajada, sus cachetes suelen estar blanditos, maleables. Si hay un atisbo de enojo o de nervios, es como intentar pellizcar una baldosa.
Repté por la cama como una lagartija, o podarcis hispanicus, según su nombre científico. Cuando estiré mis dedos para tantear sus mofletes, me bloqueó con un acto reflejo, como si fuera experta en algún arte marcial. Se paró y, con tono árido, advirtió:
—Navidad toca en casa.
Apelé al viejo truco de la niñez. Evoqué la magia de esa noche tan especial para los más chicos, mi deber de tío múltiple, la ternura, el hechizo de la Nochebuena.
—En mi casa están los nenes, Navidad es una fiesta muy para ellos. En tu casa son todos grandes, quizás podamos…
Me cortó sin vueltas.
—Dijimos una y una. Navidad toca en casa.
—Pero los regalos, el tío Quique disfrazado de Papá Noel…
—Lo de tu tío es un papelón, Federico. Morocho y con esa barba blanca pegada, parece Morgan Freeman choreándose un acolchado de Arredo.
Son nuestras terceras fiestas juntos. Yo sé que ella piensa que no me gusta pasar Navidad en su casa, pero está muy equivocada. No me gusta pasar Navidad, ni tampoco Año Nuevo, Pascuas, cumpleaños, bautismos, Halloween ni cualquier tipo de ágape por menor que sea.
Pero también hay ciertas cosas que desconoce, y creo que es menester que empiece a saberlas.
—Hay ciertas cosas que desconocés y creo que es menester que empieces a saberlas…—esbocé.
—Hablá un poco más claro porque no te entiendo un choto.
—No puedo pasar Navidad en tu casa porque tu familia me odia.
—Mi familia te ama. Se cagan de risa con vos.
—¡Se cagan de risa de mí!
—Nada que ver. Mi papá te dice “Santa”.
—Eso es por el ritual de secretos navideños…Lo dice boludeándome.
—¿Qué ritual de secretos navideños?
Dudé entre seguir hablando o dejar todo como estaba. Pero nunca había llegado tan lejos, y era hora de tomar al toro por las astas.
—El de todos los años— hice comillas con dos dedos—. Ese que hacen en Navidad en tu casa.
Rocío arrugó la cara.
—En mi casa no hay ningún ritual de secretos navideños.
—¡Qué raro!— fingí extrañarme—. La primera Navidad, tu hermano y tu papá me dijeron que sí, y me obligaron a confesar uno.
Y, casi sin detenerme a pensar en las consecuencias, le empecé a contar. Lo hice a borbotones, tropezándome con las palabras y moviendo muchos los brazos, como si estuviera jugando al Dígalo con mímica y me hubiera tocado representar la trama de Dark.
En la primera Navidad que pasé en su casa, la de 2018, mientras ella se preparaba, su padre y su hermano me sirvieron una copa de vino y me contaron que, por larga tradición familiar, en la Nochebuena sacrificaban un secreto personal para compartir en la mesa algo profundamente íntimo.
Como aún Rocío no estaba presente, me recomendaron, en el más estricto de los susurros, que se los adelantara a ellos, para aliviar la tensión posterior de tener que revelar algo privado en una ocasión tan particular.
Le pedí a Ro que me imaginara, aterrado ahí, debutando en las fiestas de visitante, desayunándome que le tenía que contar algo íntimo a ese tipo con gesto de milico que era su padre y a la cara tatuada de su hermano, un skinhead con menos sensibilidad que un tamagotchi.
Y le conté que, como un pelotudo, me salió decir la verdad, desnudar el alma: que Navidad era para mí una noche única, y que aún me dolía en el corazón la tarde en que mis papás me sentaron en la mesa del comedor a los 17 años y me confesaron que Papá Noel no existía.
Por último detallé cómo su hermano fingió emocionarse, el papá pareció atragantarse y toser, pero al final se empezaron a recontra cagar de risa de lo que les había contado.
Como Ro no dijo nada, continué.
—Para colmo no dije “Papá Noel”, dije “Santa”, como si fuera un pelotudo analógico configurado en «Español (Latinoamérica)», y por eso es que, cada vez que puede, tu viejo me dice “Santa” y se ríe como un forro.
Rocío me miró un instante. Dos segundos después se tapó la nariz y contuvo la carcajada.
—¿Creíste en Papá Noel hasta los 17?
—¡Y sí, qué querés! ¿De qué mierda te reís?— escupí lleno de bronca, mientras me temblequeaba la pera y me asomaba el puchero.
—Perdón perdón. Seguí.
Y yo seguí, porque ella tenía que saber cómo extremaron la tortura: durante toda la cena insinuaron que estaba por llegar “el momento”, y yo transpiraba como un obeso mórbido en los 42 K de Londres. Cuando a las cuatro se fueron a dormir todos, caí que había sido una joda.
—Pero vos también…
—¿Qué?
—Nada, nada. Yo voy a hablar para que no te carguen.
—Ni se te ocurra. Entre eso y el arma de tu hermano…
—¿Qué arma de mi hermano?
—No importa. Es una forma de decir…—opté por no contar todo.
Sin embargo, había algo más que me latía en la garganta.
—Pero hay otra cosa. Y no sé cómo te lo vas a tomar. Creo que tu hermana se me insinúa. Reaccionó con menos vehemencia de la que me esperaba.
—¿Mi hermana? ¿A vos?
Agaché la cabeza. Sabía que estaba tocando un tema sensible. La relación entre ellas estaba plagada de envidias y celos por el favoritismo de su abuela, a mi juicio la más progresista de la familia, pese a que reivindicaba su participación en las juventudes hitlerianas.
Seguí sin levantar la cabeza hasta que la carcajada con ronquido incluido de Rocío me devolvió a su mirada.
—¿Marina?— se sorprendió, al borde de las lágrimas.
Levanté las cejas.
—¡Marina piensa que sos retrasado! Ya me lo preguntó como cuatro veces.
Me quedé callado, sosteniendo las cejas altas.
—Y te digo que teniendo en cuenta lo de que creíste en Papá Noel…
—Santa— la corregí.
—Es lo mismo. No te preocupes. Vamos a casa, yo hablo con ellos. Te van a tratar bien.
Miré algunos segundos a la nada. Hice un esfuerzo por recordar cómo me saludaba siempre su hermana, moviendo lento la mano, gesticulando exageradamente.
—No les vas a contar que hablamos todo esto.
—Tranquilo— sonrió, aunque no sé si era por ternura o explosión contenida de risa.
Me dejé mimar un rato. Sentados los dos al borde de la cama, Rocío me acarició la espalda.
—Hasta los 17, mi amor, vos también…