Gesell 2005

No sé cómo llegué a esto. Estoy en el auto, temblando, con la cabeza contra el volante. Si me pasa algo, esta es mi versión de los hechos. Desde ahora, mi integridad queda en manos de David Prieto, cuyo timbre estoy a punto de apretar. No lo veo desde esa noche de Gesell 2005.

En 30 años de existencia solo le tuve miedo irracional a dos cosas muy puntuales. Una, a dar vuelta la tortilla antes de tiempo. Dos, a que David volviera a encontrarme alguna vez.

Churchill decía que pasó la mitad de su vida preocupándose por cosas que finalmente nunca ocurrieron. Chupame un huevo, Churchill. A mí, todo lo que me aterró, pasó: me quemé con huevo en una mala maniobra con la sartén y, claro, el martes me llegó un mensaje de David.

«Federico. Soy David. No hace falta que te diga qué David. Vos tenés una deuda conmigo. Y yo las deudas me las cobro.»

Apenas lo leí sentí que me habían abandonado los órganos. El vacío a la altura del estómago era tal que casi vomito. El corazón me empezó a latir fuerte y tuve que apoyarme en la mesa para no desmayarme.

Algunos dirán que pude no haberle dado bola. O haberle dicho que estaba equivocado de número, y poner la foto de perfil de una vieja o de un arcoiris. No conocen a David. Si escribió ese mensaje, es porque sabía que no se equivocaba.

Hay dos formas de enfrentar lo impostergable. Una es, simplemente, encararlo y transformarlo en un asunto resuelto. La otra la cuento otro día.

La primera pregunta que me viene a la cabeza es si yo realmente le debo algo a David. ¿Éramos amigos? Yo creo que no. O tal vez sí y mi negación es un mecanismo de defensa para evitar la culpa de haber violentado ciertos códigos.

Apago el motor y me agarro la cabeza. Cierro los párpados y sigo tuiteando. ñlfef acmcz,e jegigei19 asjg lcl amg ej jasiel magn. Abro los ojos porque va a ser más fácil escribirlo viendo el teclado.

Gesell 2005 era nuestro Bariloche. Tercero “A” era un grupo desunido, hostil, poco empático, egoísta. Atípico para un curso que estaba a meses de terminar el colegio. Las rencillas eran frecuentes y votamos no realizar el viaje de egresados y hacer rancho aparte en el verano.

Cada grupúsculo de amistades organizó su propio viaje. Nosotros lo planificamos para enero. Éramos cinco, como los apóstoles. O sea como los apóstoles antes de que llegaran los otros siete. El destino era obvio: Mar del Plata. Hasta que Nico propuso sumarlo a David.

David, seamos honestos, no podía ser considerado de nuestro grupo. Era un buen pibe, sí. O no, no lo sé. Me molestan mucho los cancheritos. Y David era cancherito. Y lo peor de todo, era fachero. Y lo peor de lo peor de todo: era de esas personas a las que todo le sale bien.

La invitación ganó consenso por una razón tan elemental como interesada: David tenía casa en Gesell. Solo había que cambiar el destino y podríamos volcar los gastos de hospedaje al alcohol, de la misma forma que luego volcaríamos el alcohol en el hospedaje.

El éxtasis inicial de la idea del viaje mutó a depresión total. Yo era tímido, pero con mis amigos brillaba: era el alma de la fiesta, el gracioso. Era auténtico. Me emborrachaba como nadie y tocaba canciones de Calamaro para ganar la simpatía de las féminas preuniversitarias.

David no solo tocaba la guitarra. Llevaba un soporte y le sumaba la armónica. Manejaba el ukelele, cuando aún se trataba de un simpatiquísimo instrumento sin posteos en Instagram. Como si fuera poco, había estudiado canto y tenía la voz grave como Kevin Johansen.

Me duele pensar que también pudiera ser más gracioso que yo. Si se confirmaba, anularía todas mis virtudes. ¿Quién podía, además, tener esos músculos a esa edad? Parecía de 25 años y no de mis insípidos 17.

Desde el mismo instante en que confirmó que vendría con nosotros, lograr ponerla en las vacaciones se transformó en un objetivo tan lejano para mí como escalar el Everest con los miembros inferiores amputados y con asma.

Los primeros tres días fueron, debo admitir, muy buenos. David resultó ser menos aborrecible de lo que yo juzgaba, y no parecía querer resaltar. Se mostraba como un anfitrión humilde, atento, y agradecido de estar de vacaciones con un grupo de amigos.

La cuarta noche nos contó, entre risas y burlas, que cagaba como una bestia. Él suponía que su sistema excretor debía tener alguna falla, pero los estudios mostraban que estaba sano como una manzana. Cuando iba de cuerpo lo hacía en cantidades monstruosas y poco habituales.

Eso me causó gracia, pero sobre todo alivio. No era perfecto, no le salía todo bien, su vida no estaba tan en orden. Tenía defectos fisiológicos, un ítem de inseguridad, al menos. Les pedí a los demás que no fueran hijos de puta y dejaran de burlarse, pero hasta David se reía.

La sexta noche me enamoré de Yamila. No sé si fue a primera vista porque yo veía doble. Las dos Yamilas me sonrieron y yo me acerqué con dos fernets, que en realidad era uno.

Cuando le fui a ofrecer un trago, apareció David de la nada. La tomó por la cintura y continuaron una charla que, evidentemente, yo me había perdido.

Voy a intentar resumir los acontecimientos que siguieron, no porque tenga prisa de bajar del auto y que David se encargue de deformarme a trompadas, si no porque creo estar algo avergonzado de mi accionar.

Cerca de las 5:20 David se me acercó con Yamila. Me guiñó el ojo y me dijo que iban al departamento a buscar algo y volvían para ir a desayunar más tarde a la playa.

—Buenísimo, no doy más. Voy con ustedes— le dije.
David me hizo tantas muecas en tan poco tiempo que pensé que estaba sufriendo un ACV.
—Los chicos se quedan— atajó—. Volvé con ellos, si no.
—Naah, ya fue. Vamos.
Yamila miró para abajo pero no dijo nada.

Cuando llegamos, se acomodaron en el sillón y yo me senté en el medio.
—¿Ya te vas a dormir, no?— me codeó David.
Le sonreí y le dije que sí. Me despedí con un gesto de Yamila y cuando sonrió sentí como si me dieran un cañonazo a la altura del ombligo.

Pasé por el baño. Quería llorar, más por borracho que por enamorado. Me miré en el espejo. Lo abrí para evitar mi imagen. Revisé el botiquín. Había ibuprofeno, curitas, agua oxigenada. Buscapina. Y había un saquito de té. ¿Quién carajo pone un té en un botiquín?

Leí la etiqueta que pendía del extremo del hilo. Ni sabía que eso que acababa de leer existía. El plan vino a mi mente demasiado rápido. No creo que hubiera pasado el filtro de ningún psiquiatra.

Bajé a la cocina y, antes de que David empezara a putearme, advertí: «¡No miro, no miro, ya me voy..!» Me pareció escuchar que Yamila decía que estaba todo bien, que me quedara y jugábamos a las cartas. David la calló.

Tomé un caldo Knorr y volví a meterme al baño. Desenrosqué la flor de la ducha. Puse el cubo de verdura y volví a colocar la flor. Cerré la llave de paso que llevaba agua al bidet y me encargué del último detalle.

Quedaba poco, pero tenía que asegurarme. Tiré del rollo del papel higiénico hasta dejar menos de una vuelta. Lo poco que restaba lo mojé con el goteo de la canilla para que fuera inutilizable.

Bajé otra vez. David terminaba de abrir un vino en la cocina. Me tiró con el corcho. Yamila se rió, pero algo en su mirada me decía que no estaba cómoda con las intenciones de David. ¿Era eso o mi imaginación que anhelaba rescatarla y proponerle amor para siempre?

—Andate, pajero, ¿me estás jodiendo?— me susurró.
—¡Tranqui, boludo! Tomo agua y me voy.
Me dio la espalda para buscar copas. Exprimí el saco de té humedecido con todas mis fuerzas contra el pico de la botella. Una docena de gotas del laxante se camuflaron en el morado malbec.

Parecía que se hubiera incendiado la planta de Cienfuegos, pero era David cagando. No habían pasado ni cinco minutos. Yo escuchaba desde mi trinchera de la pieza.
Rogué a Dios que Yamila no hubiera bebido todavía, pero era un riesgo que había tenido que correr.

No era solo la explosión gasífera, si no que se adivinaba por la musicalidad que ese inodoro era un Guernica de residuos corporales. Y todo indicaba que, a juzgar por los antecedentes contados por el propio David, acababa de empezar a ser pintado.

Salí de la pieza con el bolso hecho. Me acerqué a la puerta del baño y pregunté, como para que escuchara Yamila desde el living:
—Deivid, ¿necesitás algo?
Me contestó una voz constreñida y agónica.
—Papel higiénico. Alcanzame papel higiénico.
—Voy—, susurré, pero solo sonreí.

—Creo que se durmió en el baño— le dije a Yamila. Ella se rió.
—Es medio pesado tu amigo—, me dijo, y casi se me revienta la aorta de la emoción.
—Es buen pibe. Pero sí, medio creído, ja.

Mientras, David se estaría enterando que no llegaba agua al bidet. Y si intentaba darse una ducha, pronto quedaría sumergido en una sopa de verdura y mierda. Su permanencia en el baño estaba asegurada.

—Mi colectivo sale a las 7:10— mentí.
—Te puedo llevar si querés. Ya son 6:45. Lo vas a perder.
—Nah, cómo te voy a pedir eso.
—No es problema, en serio. Además tengo sueño, y medio que tu amigo no vuelve— sonrió.
—Bueno, dale.

Llegamos a la terminal y me pasó su MSN. La despedí con la mano y me encaminé a la boletería para comprar un pasaje en el primer colectivo que saliera con destino a la ciudad de La Plata.

Muchas veces me pregunté si había valido la pena. No lo sé. Supongo que la gran mayoría de los actos estúpidos de amor no lo valen, hasta que hay alguno que sí.

Y ahora, frente a la casa de David, que en un mensaje me había puesto que si no iba yo a pagarle su deuda, él iría a mi casa a cobrársela, me vuelvo a preguntar si valió la pena, mientras tiemblo como una hoja.

Siempre llevé todo hasta las últimas consecuencias. Más por temor a volver atrás que por valiente. Y aún con miedo mantendré la coherencia.

Van a ser mis últimos tuits, porque estoy abriendo la guantera. No podía afrontar esto sin ayuda. Si hay alguna deuda, si de verdad hay algo que yo le deba a David, lo voy a zanjar así. Bancaré las consecuencias.

Estoy frente al portero eléctrico. Escondo “el paquete” bajo el brazo. Presiono el timbre. La voz de David, distorsionada y eléctrica, pregunta quién es. Trago saliva y digo mi nombre.
Hay un instante de silencio. Parece durar horas.
—Bajo—, dice por fin.

Dejé el papel higiénico en la puerta del edificio y corrí hasta el auto. Todavía me late el corazón pero ya estoy como a quince cuadras. «La deuda está saldada», le escribí en el Whatsapp, y lo bloqueé. Pero creo que seguiré nervioso un rato más.

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