
Eduardo tiene 53 años. Desde diciembre pasado, maneja un taxi en Buenos Aires, por primera vez en su vida. Antes tuvo alguna breve experiencia como remisero, “pero, Federico -me dice siempre-, hace pila de años, pila de años”.
Eduardo, antes, era gastronómico. Atendía un pool en Flores, un barcito propiedad de Don Goyo, un español que ya debe andar, Federico, por los noventa, noventa y dos años. Pero lo cerró en octubre, y chau, Federico, ahí nomás a buscar trabajo, a los 53 años. Y podés creer, Federico, podés creer que entré a trabajar de taxista en diciembre, mirá qué suerte, con esto del virus que empezó en marzo.
Vive sobre la calle Yerbal, a pocas cuadras de una avenida importante en el barrio de Flores. Ahí alquila una piecita. Vive solo porque Clarita, su novia, habita un departamento en el noveno piso del edificio de la calle Paraguay donde es encargada. Y podés creer, Federico, ¿podés creer que vive sobre la calle Paraguay y ella es paraguaya? Y Eduardo se ríe porque, realmente, él cada vez que lo cuenta no lo puede creer.
Clarita tiene 49 años y vive con sus tres hijos adolescentes. A veces él pasa con el taxi a la hora de la cena por la puerta del edificio y ella le acerca un tupper con fideos con estofado. Yo me entero porque él me lo cuenta, pero también porque a las 5:40 de la mañana, cuando abro la puerta del Volkswagen Suran, un hedor a eructo de carne cocinada en salsa me noquea en el asiento de atrás.
Eduardo es un taxista difícil de encasillar. No es grosero en sus modales, ni habla a los gritos, ni se putea con otros por la calle, ni odia a los colectiveros. Es trabajador y -sin que se lo pida, claro- me contó mucho sobre el oficio del taxista. Cada mañana, sin excepciones, repasa para mí la jornada laboral del día anterior. Se sorprende cuando le va bien y engancha pasajeros que lo llevan a destinos lejanos que le dejan buena plata. Se sorprende cuando le va mal y levanta pocos pesos a pesar de estar todo el día arriba del auto. Más de una vez me cuenta que viene de dormir apenas dos horas, sin notar que está a punto de transportar mi cuerpo y eso puede causarme cierta intranquilidad.
Todos los días de su vida Eduardo los empieza debiendo plata. Le cobran dos mil pesos el alquiler del auto. Tiene que alcanzar esa cifra para estar cubierto, y lo que trabaje por encima es ganancia propia. A trescientos o cuatrocientos pesos por viaje promedio, necesita alrededor de cinco o seis para sobrepasar lo que le cobra el dueño. Y en pandemia, Federico, es difícil hacer cinco o seis viajes.
De Eduardo sé muchas cosas cuyo valor real ignoro, como que tiene una tía que es un año más chica que él, o que después de divorciarse estuvo de novio con una formoseña de 21 años cuando él tenía 47. Pero a ella le gustaba meter los cuernos, Federico, vieras lo enamorado que estaba de ella.
Por momentos pienso que Eduardo es la persona educada más maleducada que conocí hasta ahora. Nunca lleva el tapabocas bien puesto, claro, y de todos los taxis de la agencia, es el único que no colocó el nylon protector que conserva la distancia de los gérmenes. Me irrita que no respete mis ganas de quedarme callado camino al trabajo. No solo porque habla, sino porque cuando empieza a contar alguna anécdota disminuye la velocidad para alargar el viaje, y eso me saca de las casillas a una hora muy temprana del día. Para colmo, cuando al final del trayecto debo firmar el ticket, me alcanza una lapicera Bic partida a la mitad y remendada con cinta scotch, lo que revela una tacañería inusitada.
Ojalá le pagaran por hablar. Antes de empezar, siempre tartamudea un poco, pero Eduardo toma envión y habla, habla sin parar, y yo nunca tengo ganas de hablar con los taxistas. No es una cuestión de nada: solo soy callado, y por otro lado estoy convencido de que la mayoría de ellos no espera respuesta.
Por suerte, para estos menesteres siempre llevo conmigo algo que di en llamar “el bolsón invisible de respuestas aleatorias”. Consiste en cuatro o cinco interjecciones o respuestas a lo sumo trisílabas que aplican como contestación general a casi cualquier temática específica, y son perfectamente intercambiables entre sí. “Ah, claro”, “Tal cual”, “Sin dudas”, “Qué bien”, “Terrible”, y la más larga de todas, “Qué increíble”. Esta última, aunque requiere más esfuerzo, es de mis favoritas porque según la inflexión puede sonar celebrativa, trágica o hasta resignada.
Por ejemplo, aplicaron al diálogo perfectamente el día que Eduardo me contó que se había anotado para participar en un programa de televisión donde los concursantes son taxistas.
—Federico, no vas a poder creer esto: Clarita me anotó en el programa de Guido Kaczka.
—Qué bien.
—Sí, yo no lo podía creer. O sea, lo veo y las preguntas parecen fáciles… Aunque ayer, Federico, vos podés creer, podés creer vos Federico, que a uno le preguntaron cuál era la capital de Cuba, y… ¡no la contestó! Perdió el viaje. Yo desde mi casa decía, “La Habana, La Habana…”. Pero qué se yo, debe ser que uno ahí se pone más nervioso, ¿no? Desde casa parece todo fácil…
—Tal cual.
—Lo que sí, tienen demora de varias semanas, así que no sé si me llamarán esta o la que viene. Vos mirá el programa, a ver si un día de estos aparezco…
—Sin dudas.
—Creo que esta semana puede que me llamen…
Pero no lo llamaron esa semana. Ni la otra, ni en las siguientes seis o siete. No obstante, todos esos días, sin falta, me contaba que estaba esperando el llamado del programa de Guido Kaczka, y cómo los participantes fallaban en cosas que él sabía, que eran facilísimas, Federico, facilísimas, vos podés creer, podés creer Federico que no hayan contestado bien eso.
Una madrugada cualquiera, bajé a la puerta del edificio a las 5:39, como siempre. No era la primera vez que Eduardo no venía y mandaban otro móvil. Si bien por la cercanía de su casa y la mía era probable que siempre él tomara ese primer viaje del día, no era una regla absoluta. Los eventuales cambios de taxista me daban un respiro, aunque muchas veces, era mejor el malo conocido.
Al día siguiente Eduardo tampoco vino. Ni los consecuentes, ni la semana entrante, ni las otras tres que le siguieron a esa.
¿Debía preguntar si le había pasado algo? ¿Y si se infectó con el virus? Ya mencioné que su auto no era el más pulcro del condado, y los recaudos sanitarios de Eduardo estaban bastante por debajo de los países más desposeídos de la África profunda.
Todos los días intercambiábamos firmas y papeles, sin protección, alcohol en gel ni nada que se le pareciese. ¿Tenía derecho a saber si se había contagiado? Las preguntas florecían. ¿Habría muerto? ¿Lo extrañaba? Era puntual, al menos, y parecía una persona que no merecía que le pasara nada malo.
La mañana del 18 de agosto abrí la puerta del taxi. No me había percatado de que era un Volkswagen Suran.
—¡Hola, Federico! —, saludó Eduardo, con alegría. Tenía el pelo más corto y estaba visiblemente más flaco.
—Eduardo, cuánto tiempo.
Durante las primeras dos cuadras se mantuvo en silencio. Cuando ya no pudo contenerse y le empezó a aterrar la idea de que yo nunca preguntara nada, comenzó a hablar.
—Estuve como un mes sin trabajar… Porque, bueno… Me agarró… Tuve…
Para mí, ya era una costumbre adivinar lo que iba a decir. En mi cabeza, el modo predictivo funcionaba mejor que el de cualquier teléfono inteligente. Por eso me sorprendió cuando Eduardo no dijo ni covid, ni bicho, ni coronavirus, sino…
—Hemorroides, Federico, ¡no sabés qué dolor…! Ahora con dieta estricta, el médico me dijo… Ayer Clarita me hizo una sopa de pescado, ¡nunca había tomado sopa de pescado! Podés creer, Federico, podés creer que nunca la había probado, con lo rica que es… Bueno, yo venía de varios días de que intentaba ir al baño, ¡y no podía, Federico! Pero no te digo, uno o dos días. Seis, siete días sin ir. Y un día como que intenté hacer más fuerza, ¿viste? E hice más fuerza, y ¡zun! Como que ahí se salió para afuera. Un dolor, Federico, que no sabés. Y bueno, yo acá estoy todo el día sentado… Pero bueno, dieta estricta, y una pomada que me pasaba Clarita… Y eso sí, eh, eso sí… Vos sabés Federico que, ahora, cada vez que voy al baño…
Entonces estuve seguro de que esta vez el predictivo no iba a fallar, y lamentablemente, no lo hizo:
—…nada de limpiarme con papel higiénico, ni loco, Federico, ni loco. Bidet, bidet, y ahí me quedo un ratito, sentado, tranquilito…
—Qué increíble.
Intenté no pensar en esa mano que me alcanzaba la lapicera Bic enana para que firmara el voucher, papel que al menos estaba seguro que no se había pasado por el culo. Cuando entré al trabajo busqué desesperado un pote de alcohol en gel.