Sebastián y yo

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Petiso, flaco y con un corte de pelo que parecía una peluca, abrió la puerta de la rejita baja –que, a sus diez años, apenas le pasaba la cintura- y golpeó la puerta de mi casa. Yo le avisé a mi mamá, que se encaminaba a atender.
—Debe ser Sebastián.
—¿Qué Sebastián?
—Un vecino nuevo. Jugamos el otro día a la pelota en la vereda.
Abrió el postigo y vio la cara del pecoso.
—¿Sebastián? —, le preguntó mi vieja con amabilidad.
El petiso, que no se llamaba Sebastián, contestó que sí y pasó. Por dentro estaba divertido: hoy estoy seguro de que en ese instante fantaseó con que yo me enterara recién de adulto que su nombre siempre había sido otro. No para burlarse de mí durante décadas de amistad, sino para divertirse él o bien para sorprenderme, para que yo no pudiera creer que hubiera sido capaz de hacer eso, como tantas cosas hizo después de las que yo no lo creía capaz. Ese era Sebastián, el ser más imprevisible del que haya tenido noticias.
Creo que nunca vi a ningún niño correr a la velocidad que lo hacía él, con un auténtico cohete espacial fabricado por Elon Musk en el ojete, lo que en muy poco tiempo nos brindó una perfecta sociedad en el campo de juego. Yo era gordo y lento, pero compensaba con una pegada habitualmente precisa y una relativa visión de juego para generar jugadas de ataque. En las canchas improvisadas de las ramblas, con buzos como arcos y límites poco claros, él escalaba desde el borde de nuestro propio área, tocaba al centro hacia mí y yo, de primera, se la devolvía larga al vacío porque sin verlo ya sabía que había volado por la raya, pero sobre todo sabía que iba a llegar siempre.
Y la jugada se definía así: o él llegaba al fondo y metía el pase atrás para que yo la empujara, lento pero certero, o Sebastián mismo cruzaba un puntinazo letal, no por falta de recursos si no por una convicción bilardista inexpugnable de que había que conseguir el resultado como fuera por encima de las formas bonitas. Y, generalmente, era gol.
Era la definición perfecta de, como se dice en la jerga futbolística, jugar de memoria.
Sebastián arrancaba las jugadas desde abajo porque se plantaba de cuatro, y yo eso sí que no lo podía creer: ¿qué niño de diez años en el mundo entero pide jugar de defensor? En general todos quieren hacer los goles. Pero era tan veloz, encendía con tanta hiperquinesia la mecha de ese petardo Flower que transportaba en el ano, que recorría toda la cancha en pocos segundos, y además de jugar de cuatro como pedía, hacía los goles que querían hacer todos los nenes.
Como si no fuera lo suficientemente anormal, además de llevar a Bilardo en el ADN, era fanático del Piojo López.
A los 15 años nos fuimos a probar a un club que acababa de fundarse, en la zona de City Bell. Yo estaba un poco más estilizado y ágil y pedí probarme de 10, el puesto reservado para los talentosos y los creativos. Una verdadera osadía o una imbecilidad colosal. Sebastián pidió jugar de lateral por izquierda. Cuando le pregunté si era boludo, me dijo “de defensor no va a querer probarse nadie y entonces voy a quedar”.
En la práctica, mi equipo armó un buen contragolpe. Recibí la pelota en tres cuartos de cancha, giré y encare hacia el arco rival. Me perfilé para dar el pase largo hacia el sector derecho: por ahí corrían la mayoría de mis compañeros y la defensa había quedado muy mal parada.
Era lo que pedía la jugada, ese pase a la derecha estaba cantado como un movimiento natural del juego. Pero entonces intuí que, si el mundo entero consideraba que la pelota tenía que correr hacia ese lado, debía de existir un loco, un único trastornado capaz de llevarle la contra al planeta, que corriera exactamente por el lado opuesto, hacia la izquierda y a mis espaldas, donde yo no podía verlo pero podía hacer algo mejor: adivinarlo.
Sin mirar, amagué el pase a la derecha, donde todos lo esperaban, pero metí un pelotazo largo hacia la izquierda, donde no había nadie. Percibí en el aire el desconcierto de la defensa, de mis compañeros y hasta la perplejidad de los entrenadores, pero yo estaba seguro que acabábamos de armar una jugada digna de un partido de Primera División.
Cuando giré la cabeza lo vi a Sebastián sin marca, entrando en contacto con la pelota en el vértice del área, mano a mano con un arquero que no tenía ninguna posibilidad. Preparó el puntinazo bilardista y cruzó el remate hacia ese arco precioso de 7,32 metros de ancho y 2,44 metros de alto.
La pelota se fue un metro por encima del travesaño.
Cuando dieron la lista, solo cinco quedamos afuera. Dos del otro equipo, nuestro nueve que era horrible –aunque al final había marcado el gol del empate-, Sebastián y yo.

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