No tiene por qué importarles, pero no existen fotos mías desde esta hasta al menos los últimos años.
No hay registro de cuando tenía seis años y empezaba el colegio, ni de mi cumpleaños de ocho, ni de mi adolescencia y mi pubertad.
La que ilustra este texto es la última antes del largo paréntesis de ausencias de imágenes congeladas que intentaban capturar mi vida.
En la inundación de La Plata sacamos decenas de cajas arruinadas y las fotos -de seguro también veladas por el agua- se fueron por accidente en alguna de ellas.
También el agua arruinó el CPU de la computadora que tenía las digitales.
Pero hace dos años recibí un llamado.
La voz rota de un hombre, posiblemente roto, me decía que había encontrado una caja llena de fotos. En el reverso de alguna de ellas, o quizás en algún sobre amarillo de Kodak, figuraba un teléfono y probó, y segundos después lo atendí yo. “No soy un hombre de recursos -me dijo-, pero entiendo que esto puede tener un valor sentimental para usted y uno económico para mí”. Le pregunté cuánto quería y me respondió que 15.000 pesos. Le pedí un punto de encuentro.
No tenía esa plata, pero pedí prestado. Junté 18.000 en pocas horas. Sabía que llegado el momento el extorsionador podría cambiar los términos, y yo no estaba como para perder la negociación.
Al día siguiente me encontré con él. Era un hombre de unos 70 años, raquítico, desaliñado, barbudo. Hedía a alcohol y llevaba una caja casi desfondada.
Me mostró las fotos.
Desde ellas sonreía yo a los 6 años en la puerta del colegio. En otra inflaba los cachetes para soplar ocho velitas azules. Miré al púber obeso con acné y pelo largo que tocaba la guitarra porque quería ser John Lennon pero había olvidado de dejar de comer.
Siempre dije que si en mi adolescencia hubiera existido Instagram, la app me habría bloqueado todas las fotos.
Dejé de mirar mi rostro granudo y excedido de peso para enfocarme en el hombre. Saqué 15.000 pesos y se los di. Y antes de que empezara a contarlos le dije:
—Y le doy 3000 más si las quema delante mío.