Avatar

Inspirado en hechos reales.

A Guille lo espero al lado del McDonald’s. Corrientes y 9 de Julio es un cruce raro, pienso. Pasan turistas, empleados apurados, chorros y ejecutivos, que son chorros con mejor ropa. Nadie frena ni confía en el otro; todos parecen mirarse en un espejo que les devuelve su opuesto. Ellos no tienen tiempo de meditar esto, pero yo sí; Guille me acaba de mandar un mensaje, llega como mínimo en media hora. Me siento en una mesita en la vereda. No pienso consumir nada. Esperaré a que vengan a echarme, o en el peor de los casos me acobardaré y pediré un café. En eso pienso cuando me tocan el hombro.
—Disculpe, varón —un hombre de traje, de unos sesenta años, ojos claros y modales muy refinados me estira una tarjeta. Dudo. Mamá siempre me dijo que no agarrara nada que me ofreciera un extraño en la calle. Al final la acepto sin mirarla.
—Mi nombre es Ricardo —se presenta—. Estamos inaugurando un bar sobre Suipacha, en la siguiente esquina. Queremos ofrecerle un aperitivo, cortesía de la casa.
—Gracias. Estoy esperando a un amigo.
Ricardo sonríe.
—Hombre, ¿qué mejor que esperar a un amigo con un trago en la mano?
Esta vez sonrío yo, y le agradezco nuevamente. Pero Ricardo no parece aceptar un «no» como respuesta. Con la amabilidad de una abuela y el tesón de un testigo de Jehová, insiste.
—Esto es lo que vamos a hacer —me dice, hipnótico: es un encantador de serpientes—. Usted me acompaña al bar. Le ofrezco cualquier consumición de la carta. No una: dos, a cuenta mía. Cuando su amigo esté en zona, usted se va sin pagar y le cuenta lo maravillosa de nuestra atención. Los negocios como el nuestro crecen de boca en boca, con la confianza de la gente.
Me aflojo y lo sigo. Doblamos en Suipacha. A metros de Corrientes, Ricardo entra en un café espléndido. Me pregunto si será uno de los notables. El café, no Ricardo. Amago a tomar asiento pero Ricardo me detiene.
—Por aquí, por favor.
Lo sigo hacia el fondo del local. A la pasada me veo en un espejo. Estoy muy gordo. Con el pelo largo, los anteojos culo de botella y la mochila parezco un nerd de manual. Los granos de la adolescencia postergaron su estadía indefinidamente. El calor de Capital no ayuda: parece que hubiera reventado dos bombuchas con las axilas.
Bajamos por una escalera. Empiezo a ponerme nervioso. Saco el celular para mandarle un mensaje a Guille, pero el aparato no tiene una sola raya de señal. Ricardo se detiene frente a una puerta negra. La abre y me hace pasar. Las luces de neón me obligan a entrecerrar los ojos.
Me adentro, como si el lugar me absorbiera, en un bar completamente azul. Sus muebles, sus lámparas, los pisos, el techo, las paredes. Los sillones del fondo, los espejos, los mármoles. La luz azul tenue y a la vez intensa lo invade todo, marea, confunde. Suena un blues cachondo en un volumen muy bajo, llega lejano desde los bafles azules de las paredes, que apenas pueden verse porque el humo artificial difumina el ambiente y los límites reales del lugar.
—Tome asiento —dice Ricardo con amabilidad. Me señala un sillón mullido. Delante hay una mesa ratona redonda con un menú plastificado. Él va hasta la barra y prepara un gin tonic. Segundos más tarde lo deja frente a mí—. Esto es por aceptar la invitación. Enseguida lo atendemos.
Hace una reverencia y se aleja. Parece evanescerse en la humareda azul.
En los siguientes dos minutos no sucede nada. Miro alrededor y no hay forma de que distinga en dónde está la puerta por la que entré. Mucho más difícil es identificar un lugar por donde salir. En esa claustrofobia me encuentro cuando noto que alguien se sienta a mi lado y me habla al oído, con sugerente voz de mujer.
—Hola, lindo.
Giro la cabeza, sobresaltado. A centímetros de mí hay una auténtica bomba nuclear. Morocha, de rasgos muy finos, ojos grandes y expresivos. No sé si es el reflejo de la luz o body painting, pero su piel también es de un azul profundo. Aún así, es excitante. Sus pechos sobresalen sobre el nudo de la remera. Parecen a punto de reventar frente a mis ojos. Lleva una pollera muy corta, o tal vez sea un cinturón muy ancho.
Me pone una mano en la pierna y me tenso por completo cuando en mi otro oído escucho la voz de una nueva mujer.
—Tranquilo, corazón; solo queremos que te diviertas.
Es una rubia obscenamente hegemónica, de ojos azules, como su piel o el reflejo de la luz. Tiene pechos más pequeños pero más cautivantes. Sus piernas son monumentales. Exhibe un piercing en el ombligo y me deja saber que lleva una tanga imperceptible; por supuesto de color azul. Y luego no dicen más nada. Apenas se inclinan por encima de mí y comienzan a besarse. Sus lenguas se trenzan como dos yararás apareándose en la profundidad del Amazonas, aunque no sepa con certeza si hay yararás en la región amazónica, ni tampoco cómo se aparean dos yararás. Con delicadeza, se incorporan y se sientan en cada una de mis piernas. Se besan los pechos, se tocan a milímetros de mis ojos. El corazón me late a muchísima velocidad. La desconfianza me aterra: sé que esa situación es demasiado generosa para mi facha de estudiante bullineado. Mi pija, en cambio, cree haberse ganado la lotería: está dura como nunca, fascinada con esa proyección porno lésbica de Avatar en 4D, y por momentos temo que le robe todo el flujo sanguíneo a mi corazón que no para de bombear. Pero entonces salgo del trance y me paro de un salto.
—Me voy, me voy, gracias, me voy —jadeo.
Ellas se hacen las ofendidas por mi gesto brusco. Me dicen que soy un mala onda, que no me gusta divertirme. Ensayo unas disculpas y digo que me tengo que ir.
—No entendés, papi —dice una, y se lame los labios—. Si te vas, tenés que pagar.
—Ricardo dijo que era gratis —me atajo. Pero no estoy tranquilo: no volví a ver a Ricardo y me tiemblan todos los miembros de mi cuerpo, pene incluido. Hasta recién era un centauro fornido y ahora apenas parece un armadillo tímido que busca desesperado esconderse bajo la tierra.
Ellas largan una risotada demoníaca. Ricardo aparece por detrás. Sonríe a media asta, enciende un puro con un encendedor a bencina.
—Ricardo te mintió, varón —resopla.
Siento un leve mareo, empiezo a transpirar frío. Pero no puedo perder la compostura. Paso a la ofensiva. Amenazo con denunciarlos. Explotan de risa. Les enumero, una por una, todas las leyes que me amparan frente a Defensa al Consumidor. Les recuerdo que tengo su tarjeta y la saco para mostrársela. No paran de reír. Lloran a carcajadas. Miro la tarjeta: está completamente en blanco.
Ahora sí, mi cuerpo se afloja y asumo la derrota. Estoy inmerso en un vaho azul de humo, risotadas perversas y un blues demasiado hot. Necesito salir de allí como sea. Quiero pagar, olvidarme de todo esto y encontrarme con Guille de una vez. Sin dudas, no le voy a recomendar el lugar.
Palpo mis bolsillos, busco la billetera nervioso. No la tengo. Abro la mochila. No está.
—¿Querés esto? —dice la morocha, y se mete mi billetera entre las tetas.
Lanzo un grito gutural y me largo a correr como un toro en el ruedo, chocando paredes para tantear algún picaporte. Las risas rebotan con eco, todo es surrealista, soy un ratón experimental en una pecera, drogado con burundanga. Hasta que Ricardo chasquea los dedos. De pronto, cesan las burlas. La oscuridad azul se quiebra y de una pared emerge una puerta mágica que conecta con el exterior. Un sol abrasador se cuela e ilumina la abertura como si se tratara de la entrada al mismísimo Más Allá. Estoy a punto de respirar, por primera vez en mucho tiempo, cuando por la puerta bendita ingresan los dos patovicas más altos y rectangulares que haya visto jamás.
Me golpean un buen rato. Pómulos, cráneo, costillas, riñones, testículos. Por fin, me toman de la remera entre los dos y me tiran a la vereda, sin mochila, ni billetera, ni celular ni zapatillas, por una puerta de servicio que me resulta imposible adivinar en qué lugar estaba.
El sol me ciega. Me duele todo el cuerpo. Pregunto a alguien que pasa a cuántas cuadras estoy de Corrientes y 9 de Julio. Me responde que a una, sin reparar en que tal vez necesito ayuda médica.
Me arrastro hasta la esquina, rengo de una pierna, hasta vislumbrar el McDonald’s. A cien metros, Guille me está esperando, impaciente. Mira el reloj. Levanta la vista, hacia un lado, hacia el otro, me busca con la mirada. Sus ojos se detienen en dirección a mí, pero no me ve: sigue cogoteando. Muevo las manos, le pido auxilio sin voz.
Aún a la distancia, sin resto físico para evitarlo, distingo cómo un hombre pulcro, de unos sesenta años y modales refinados, le toca el hombro y le ofrece una tarjeta.
Guille se ríe. Su gesto de espera se afloja y se funden en un abrazo.

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