
A veces pienso que lo que le pasó a mi amigo Jero le pudo pasar a cualquiera. Creo que lo condenaron, por un lado, su soberbia, y por el otro, su debilidad incorregible por las mujeres. Por suerte, el parte médico de hoy dice que se encuentra estable y fuera de peligro.
La desgracia comenzó a gestarse en el detalle más imperceptible, porque así es como se gestan las desgracias.
—Hagamos un mixto —propuso Coqui. Hubo un murmullo general de reprobación, algún insulto y un «lavar platos» perdido entre voces graves. A mí, la idea no me pareció mala.
—Y, antes que nada… Yo quiero jugar —acepté.
—No rompan las bolas, es jugar con el freno de mano puesto. No podés trabar, no podés ir fuerte, no podés hacer goles —protestó Canelo.
—Cuando jugás con tipos tampoco podés hacer goles, boludo, si sos horrible —razonó Peratta.
Faltaban menos de dos horas para el turno y ya habíamos agotado todas las opciones de amigos, cuñados y conocidos indeseables que nos ayudaran a completar los diez. Coqui insistió.
—Necesitamos cuatro. Si conseguimos minas, dividimos dos por equipo y al menos pateamos un rato.
Hasta ahí, Jero se había mantenido al margen. Rayaba el asfalto con una piedrita, sentado en el cordón de la vereda. Pero cuando Peratta le alcanzó la cerveza, confundió el envase con un micrófono, se puso de pie y dictaminó:
—Señores: el fútbol es un deporte de hombres.
Cualquiera hubiera pensado que hasta allí llegaba su ponencia, pero los que lo conocíamos sabíamos que era apenas el exordio, el gancho de la tesis de su pelotudez para copar nuestra atención. Y así empezó a repasar la evolución del fútbol desde su origen hasta nuestros días.
Luego expuso sobre anatomía para justificar supremacías físicas y por último declaró «crucial respetar el legado de las glorias del balompié» –así lo dijo– y evocó a Di Stéfano, Cruyff, Diego o Edson Arantes do Nascimiento, «Pelé», aclaró, ante el rostro desconcertado de Canelo.
—Bueno, ¿jugás o no? —lo cortó Coqui, que tenía el nivel de atención de una liendre.
—Ni en pedo —apuró la conclusión Jero.
—Mientras hablaban boludeces le pregunté a Cami y se prende. Y tiene a dos amigas más, faltaría una —sacó cuentas Peratta.
—Faltarían dos —corrigió, caprichoso, Jerónimo—. Yo me bajo.
Varios suspiramos resignados, pero Peratta volvió a hablar.
—Cami tiene a una que juega en Argentino de Quilmes.
—¡Qué loco, che! —fingió fascinarse Pablo, que hablaba poco pero boludeaba mucho—. Hasta vos serías titular ahí.
—Dice que la mueve.
—Juguemos otro día —insistió Jero.
Entonces Coqui prendió la mecha.
—Tas cagado, Jerito. Te baila una minita y te metés a Garrincha en el culo.
—Qué me va a bailar una mina.
—Jugá entonces, putito.
En solo dos frases, Coqui había usado tres diminutivos de forma despectiva. Eso siempre es una declaración de guerra.
Con su teatralidad habitual, Jero se paró y caminó lentamente. Le sacó la botella de las manos a Peratta. Tomó un trago largo y dijo.
—Okey. Juguemos —hizo otras de sus pausas y se despachó con un eructo, algo poco frecuente en él—. Pero pienso jugar en serio.
Un rato más tarde elongábamos en el césped sintético de la cancha de los jueves. Tres de las chicas ya habían llegado: tenían el pelo atado, vinchas anchas, medias altas y un look más apropiado que el de los varones, incapaces de combinar siquiera dos prendas de un mismo equipo.
—Ya veo —me dijo Jero, molesto— que la boluda que falta llega tarde. Las minas no entienden esto, hermano, no lo entienden.
—Jero, jugá para divertirte, no rompas las bolas.
—Voy a jugar normal. Yo ya avisé.
Le di una palmada y le señalé con el mentón la llegada de Florencia.
A Jero se le cayó la mandíbula. Florencia era hermosa, de pelo dorado y ojos azules. Sus pecas mal distribuidas parecían puestas con un filtro de Instagram y potenciaban su encanto. Su sonrisa de disculpa la absolvió de por vida de cualquier pecado cometido o por cometerse.
La observé precalentar. Cómo se mueve una persona en la cancha dice mucho de cómo se mueve en la vida. Tenía la armonía y la gracia de un caballo de equitación. Parecía tímida, pero determinada: tomó la pelota y ensayó un remate fuerte de derecha que dejó temblando el travesaño.
A Jero había que sopapearlo para que reaccionara. Estaba tan absorto en la belleza de Florencia que no le importó que en su equipo estuviéramos Coqui y yo. Nos completaban Camila y Paula. Del otro lado, Peratta, Pablo, Canelo, Lula y la inexpugnable Florencia.
Jero volvió en sí apenas empezó el partido. Era hábil, preciso, veloz. En pocos segundos nos puso 1 a 0 y demostró lo prometido: iba a jugar en serio. Era obvio: planeaba brillar para seducir a Florencia, la única que era futbolista de verdad y que era evidente que le gustaba.
Florencia alentó a sus compañeros. Los arengó con energía pero con amabilidad, divertida. Emanaba la ternura de un adiestrador que se revuelca para jugar con un golden retriver torpe. Resultaba difícil creer que jugara de 5 en la Primera de un equipo del siempre ríspido ascenso argentino.
La petisa de ellos, Lula, sacó del medio. Le pegó a la pelota con la misma fuerza que le hubiera pegado un colibrí. El pase quedó corto, pero nuestra presión era laxa: apenas fuimos a buscar la pelota y nos mantuvimos en nuestro campo a esperar a Canelo, el rival más atrevido.
—Marcalo, la puta que te parió —me largó Jero, indignado por mi pasividad.
Florencia lo miró sorprendida. Jero creyó, ahora estoy seguro que erróneamente, que esa mirada lindaba más con la admiración deportiva que con la creencia de que era un pelotudo full time.
Motivado por llamarle la atención, Jero corrió, recuperó, le tiró un caño a la pobre Lula que no coordinaba ni su respiración y puso el 2 a 0 ante la débil respuesta del arquero. Después, se tomó los huevos y los ofreció a una tribuna imaginaria. Eso sí hizo reír a Florencia.
Volvieron a sacar del medio. Tuvieron que hacerlo dos veces porque la primera Lula le erró a la pelota. Jero se quejó, pero el juego continuó. Canelo manejó bien el ataque, y eludió con facilidad la doble marca de Paula y Cami.
—¡No vayan las dos juntas, carajo! —las retó Jero.
Recuperé la pelota y salí rápido de contragolpe. Encaré a Lula. Podía pasarla con facilidad: me esperaba con la resignación de quien espera que lo arrolle el tren Roca. Sin embargo, pisé la pelota y la jugué hacia atrás con Coqui. Jero hizo una queja ampulosa con los brazos.
Durante media hora el partido se desarrolló así de esquizoide, entre la energía exagerada de Jero y la parsimonia del resto, que entendíamos que era un amistoso. Hasta que Jero gambeteó a Florencia y puso el 3 a 0 con un cañonazo.
—Flojita la de Argentino de Quilmes —la chicaneó.
Cerré los ojos por la vergüenza ajena que me causaba el retardado de Jerónimo. Cuando los abrí, busqué el rostro de Florencia. Lo imaginé bello y avergonzado. Sin embargo, la vi aceptar el juego y ofrendarle a Jerónimo la sonrisa más hermosa y seductora de la historia universal.
Desde ahí, el partido fue otro. Florencia tomó la iniciativa: manejó la pelota, arengó a su equipo pese a los errores. Jero, todavía mareado por el gesto que le habían dedicado, se volvió errático. Eso sí: tomó la marca personal de Florencia y la siguió por toda la cancha.
En cada retroceso después de algún ataque, propio o ajeno, volvían juntos al trote hasta la mitad de la cancha. Se hacían comentarios por lo bajo, tan imperceptibles como indecentes, deduje por cómo se sonrojaban y se sonreían. Escuché a Jero dictarle su usuario de Instagram.
De a poco, la imbecilidad competitiva de Jero se evaporó, y las tensiones que había generado con las indicaciones efusivas que daba fueron reemplazadas por una tensión sexual fulgurante con la futbolista estrella del equipo rival.
Jero encaraba a Florencia con pelota dominada y ella lo esperaba con sus ojos en llamas, sedientos de sexo urgente. En los córners se apoyaban como si viajaran en un subte en hora pico. Sus muslos sudados se rozaban y la escena adquiría el erotismo de una película de medianoche.
Florencia tomó un rebote y marcó el 1-3. Hubo aplausos y alguna burla simpática de Jero al pasar. Luego Lula, cuyo mayor éxito hasta el momento había sido dar un paso con la izquierda después de dar uno con la derecha, se llevó puesta la pelota y marcó el 2-3 transitorio.
—¡Qué ojete! —lamentó Jero.
—¿Te gusta, papi? —lo apuró Florencia tomándose un glúteo— No sea cosa que te lo empatemos, pechito.
Se frotó con suavidad las tetas y le tiró un beso de una forma tan sensual que en el lugar de Jero me hubiera metido diecinueve goles en contra.
Pero yo no era Jero. Jero le siguió el juego, y le juró que jamás empatarían. Y, en un tono casi inaudible, redobló la apuesta:
—Si te gano por cinco goles o más, esta noche dormís conmigo.
No me sorprendió que ella le estirara la mano.
—Hecho —dijo
Lo que vino a continuación fue la actuación individual más espectacular que haya visto jamás en un partido de fútbol amateur. Jero retomó su actitud competitiva implacable. En una ráfaga de gambetas, lujos innecesarios y efectividad, marcó tres tantos y nos puso 6 a 2 arriba.
Vi a Florencia dividida entre la impotencia que les causa la derrota a los deportistas profesionales y la seducción extrema por el espectáculo que montaba Jerónimo solo para cortejarla.
—Uno más y dormís conmigo —le repetía él, y le guiñaba un ojo cada vez que se la cruzaba.
Los últimos minutos transcurrieron entre bloopers de Lula y fantasías que desparramaba Jero con el balón como si fuese un ilusionista del free style. El reloj de la cancha marcaba las 19:57. Jero estaba a un gol y tres minutos de cobrarse la apuesta y sentirse campeón del mundo.
Guardó su mejor truco para el final. Gambeteó a todos los rivales, a excepción de Lula, que se gambeteó sola. Eludió al arquero y, con todo el tiempo del mundo para definir y el arco a su merced, ejecutó la maniobra más clásica, soberbia y sobradora de la historia del fútbol.
Libre de toda marca en un radio de al menos cinco metros, frenó la pelota en la línea del arco y se acostó en el piso para disponerse a empujarla con la cabeza. Antes, miró a Florencia y le dijo:
—¿Y la 5 de Argentino de Quilmes? ¿No vino?
Luego todo pasó muy rápido. Parecía imposible que, a esa distancia, Florencia alcanzara a salvar el arco. Pero su gesto había cambiado. En una fracción de segundo voló con las piernas extendidas y los tapones de punta al grito de «¡¡acá está la 5 de Argentino de Quilmes!!».
Jero no llegó a empujar la pelota. La suela de los dos botines de la número 5 de Argentino de Quilmes arrastraron balón y cráneo de forma salvadora para evitar el quinto gol de diferencia. El ruido del golpe de la cabeza de Jero contra el palo todavía me despierta por las noches.
La pelota se perdió por la raya de fondo. Florencia se incorporó, ignorando el rostro sanguinolento e inconsciente del rival y nuestros gritos de horror.
—Saque de arco —reclamó—. Le rebota a él.
Sonó la chicharra y no hubo tiempo para más. La ambulancia, por suerte, llegó bastante rápido.
Muy bueno !!👏👏👏👏👏
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