«I have some wine in my room»

Estaba casi dormido, y para mí ella sabía, pero igual Rocío se movió como para despertarme y de la nada me preguntó:
—¿Vos creés posta posta en la monogamia?
—¿Eh? —le respondí al mismo tiempo que sorbía de costado la laguna de baba incipiente que se me formaba en la comisura del labio. Intenté hacer foco, pero volví a dormitar.
—Si creés en la monogamia —repitió, dándome un codazo suave pero puntiagudo en la costilla seis del lado izquierdo.
Aún así no abrí los ojos del todo. La verdad era que la pregunta me había despabilado por completo. Un segundo después de comprenderla, sentí un escalofrío en la nuca que se replicó con un cosquilleo a la altura de los testículos, que creo que es la reacción fisiológica que exhiben cuando temen que alguien o algo los corte.
—Sí, qué se yo —arrastré las palabras, haciéndome el confundido e intentando ganar tiempo—. El mundo es machista, el sistema es medio así y el odio a las mujeres está…
—Monogamia —aclaró Rocío—. No ‘misoginia’.
—Ah, ah— musité, y no dije nada más.
Con movimientos lentos, aún simulando pereza, di vuelta la almohada y la abracé. A la almohada, no a Rocío. A ella mi silencio la impacientó, y cuando habló lo hizo con un tono firme y algo elevado.
—¿Sí? ¿O no?
Ahí me incorporé un poco y fruncí la cara, fingiendo que trataba de entender en dónde estaba. La miré a Rocío a través de un filtro de lagañas naciente. Me di cuenta de que quería conversar en serio del tema. Estaba muy despierta. Tenía los ojos como dos bagels de McDonald’s.
—Sí, obvio que sí. Digo, llevamos 12 años juntos, a esta altura creo más en la monogamia que en que ascienda Ferro.
Hubo un instante de silencio, veinte segundos a lo sumo. Los aproveché: me dejé caer lento hacia la almohada, simulando cansancio como si hubiera estado todo el día haciendo una mudanza. Relajé de nuevo los músculos de la cara y esperé a que mis glándulas segregaran la saliva suficiente para empapar la viscoelástica.
Casi lo logro.
—No sé. Es mucho tiempo —volvió a la carga Ro, que no se dejaba vencer así nomás—. Y todavía somos jóvenes. Y uno nunca sabe qué puede pasar… Tampoco es que el deseo deje de estar, pero…
No lo vi porque tenía los ojos cerrados, pero estoy seguro de que sucedió: cuando dijo «pero» acompañó la palabra con un gesto con el mentón, señalando mi panza peluda y arrojada sobre el colchón como una bolsa de arpillera en el puerto.
Yo sé que, por cómo lo cuento, muchos de los que leen pueden pensar que yo no quería o que no me animaba a dar ese debate con mi pareja. A todos ellos que duden les digo que tienen razón. La pregunta podía esconder una trampa mortal, incluso podía no tener una respuesta correcta: si decía que sí, podía cohibirla de expresarse en un tema delicado que había tenido la valentía de plantearme; si respondía que no, ella podría interpretar que lo mío era el libertinaje y la piratería.
Le fui sincero.
—La verdad, no sé qué decir. Si digo una cosa podés interpretarme mal, y si digo otra, también. Estoy vivo y muerto al mismo tiempo, como el gato de La lista de Schindler.
—El gato de Schrödinger —me corrigió.
—Como sea, el tema es que…
Perdió la paciencia y me interrumpió:
—No es muy difícil la pregunta. ¿Creés posta en la monogamia, sí o no?
Suspiré. Me incorporé otra vez, puse la almohada contra la pared y me apoyé contra ella. Contra la almohada, no contra Rocío. Entendí que era un debate tarde o temprano tendríamos que afrontar. Tomé coraje y contesté.
—No sé, opiná vos primero.
—No sé —dijo, aunque era de esos «no sé» que uno dice cuando en realidad sí sabe—. A veces dudo de que sea sostenible en el tiempo. Como que pienso que el deseo y el amor van de la mano pero también pueden disociarse, y eso no implica que no te ame.
Entonces me puso un ejemplo. Antes aclaró que, para ella, la fidelidad sí era posible, en tanto y en cuanto la tentación no se le presentara nunca hasta el día en que muriera. Me explicó que siempre imaginó que era poco probable mantener la misma excitación por el otro que a los 18 años, pero que ahora lo veía materializado por completo del lado izquierdo de su cama. Le dije que la creatividad podía ayudar, y ella me respondió que era como cocinar un matambre: un montón de horas de preparación para que se termine en dos minutos.
—En cambio, imaginate que te toca una de esas escenas de película —se entusiasmó, y se arrodilló en la cama. Se le había iluminado la cara—. Me mandaron por trabajo a otro país. Estoy en el hotel y no me puedo dormir. Decido cambiarme e ir al bar a tomar algo. ¿Me seguís?
—A qué bar querés ir, Rocío, hay pandemia.
—¡En el ejemplo, idiota! Vos no estás. Vos dormís, yo ya te despedí, te dije que te amo y no te mentí, y que te extraño, y es cierto. Pero ahora no me puedo dormir y bajé al bar del hotel.
—Ajá.
—Bueno. Y estoy en otro país, acordate. Me pido un gin tonic. Lo tomo medio rápido. Y de golpe el mozo me pone otro nuevo. Antes de que le aclare que no pedí nada, me dice: «La invita el señor». Y cuando miro, en la otra punta de la barra… —ahí me miró y empezó a decir todo lo contrario a lo que veía—. Un inglés. Pulcro, delicado, impecable. Camisa slim fit que le adivinás todos los músculos. Barbita prolija, corta, rubión pero con algunas canas.
—Bueno, ya me está gustando a mí también.
—La cuestión es que le digo que no es necesario, que gracias. Y arquea una ceja, como diciendo «I insist».
—¿No podés ver nada sin subtítulos y le entendés inglés a las cejas?
Siguió como si yo fuera el de Ghost pero ya muerto.
Me ignoró y siguió hablando. Ahora estaba sentada a los pies de la cama, usando la cómoda como si fuera la barra del Ritz. Cruzaba una pierna por encima de la otra y miraba hacia el lado opuesto del dormitorio.
—Se acerca. Sonrío, me sale natural: no quise, pero sonreí. Por eso se acercó. Where are you from, me dice. Arshentina, contesto. Aim from London and this is my last night here, lamenta.
Me hincha mucho las bolas su poca síntesis.
—Bueno, dale, dejá de dar vueltas, qué pasó.
—¿No entendés? Es la única vez que lo voy a ver en la vida. Es la ocasión perfecta. No hay testigos. Nunca los habrá, es una noche que existe y no existe al mismo tiempo.
—Como el gato de…
—Me dice «I have some wine in my room». Pone Sinatra. ¿Yo qué querés que haga? Pero nada, nada de eso quita que cuando vuelva a Argentina quiero que estés esperándome, abrazarte, decirte que te extrañé y sea cierto. Caminar juntos, reírme con vos, quererte como siempre, tal vez más.
Y concluyó:
—Solo digo que el amor y el deseo se complementan, se bifurcan, se vuelven a unir y el segundo no anula la existencia del primero.
—¿Estuviste viendo videos de Sztajnszrajber? —le pregunté, y para escribir Sztajnszrajber ahora tuve que googlearlo.
—No puedo creerlo. ¿Nunca te planteaste una situación así, de sentirte seducido, o de que seducís a alguien?
—Sí, qué se yo, no me doy cuenta. El otro día me hizo ojitos la cajera del chino.
Rocío revoleó los ojos, como si hiciera un esfuerzo sobrehumano por explicarse.
—Por ejemplo. Ni se te ocurra contar esto que te voy a decir. Te corto los huevos si hablás, eh. Pero Carolina y Richard, ¿vos viste cómo se quieren, cómo se tratan, cómo se miman? Bueno. Carolina y Richard hacen encuentros con otras parejas.
—Sí, obvio. ¿Y qué? Nosotros también, Cali y Lean vinieron el martes. La gente ya no soporta el encierro, la fase 1…
—Encuentros, nabo. Son swingers. Cogen con otra gente.
—¿En qué sentido?
—Dejá —resopló, y me dio la espalda—me voy a dormir.
El alivio me duró un segundo. Cuando se acostó, me percaté de que en su mesa de luz había un vaso de whisky.
—¿Cuándo dejé un vaso de whisky ahí? —le pregunté.
—Es mío.
—Vos no tomás whisky.
—Ahora tomo.
—Está vacío.
—Porque ya lo tomé— ladró.
—Hasta mañana, linda —le dije algo nervioso.
En los tres minutos de silencio que siguieron volví a bordear el sueño. Aflojé las mejillas y sentí otra vez el cosquilleo de la baba al borde de la boca, y no pensaba hacer nada para impedir la filtración. Casi dormido, pregunté:
—¿Por qué tomaste whisky si no te gusta?
—Te dije que ahora sí me gusta. Probé en lo de Pablo y me gustó.
—Ah.
—Y el porro también.
—No sabía que Pablo fumaba porro —bostecé.
Hubo, otra vez, un ratito de silencio. Creo que hasta empecé a soñar algo. Pero, como si ya no pudiera contenerse, Rocío completó:
—Pablo no fuma. Fumamos con Cintia. Que estaba con Pablo. Cintia dice que fuma cada vez que hace un trío.
—Ah, ‘tá bien.
Lo que siguió fue una de esas tormentas tropicales que te agarran en Camboriú tipo cuatro de la tarde. Cuando aparece un nubarrón negro y se larga una lluvia gorda y picante en direcciones físicamente imposibles, el viento flamea las palmeras que parece que se te van a caer en el cráneo, si es que antes no te morís electrocutado por un cable suelto o te cagás de un golpe en la vereda por el resbalón corriendo con la reposera y en ojotas volviendo al departamento.
Rocío se había arrodillado otra vez en la cama y me gritaba como si tuviera algún desorden mental.
—¿Sos pelotudo? ¿No te das cuenta de las cosas? ¿No me escuchás cuando te hablo?
En periodismo nos enseñaron que no hay que hacer más de una pregunta por vez porque el entrevistado tiende a contestar solo la última, así que aproveché su error y fue exactamente lo que hice.
—¡Sí, sí, te escucho! —le decía mientras me protegía la cara por si los codazos en las costillas pasaban a los pómulos como en el UFC.
—¡A ver! ¿Qué te dije?
—¿De qué…? De eso, de que ahora tomás whisky, pero si te gusta está bien…—contesté dubitativo, odiando como todos los días haber estudiado periodismo.
—No me escuchaste un carajo, Federico. Como nunca. Bah, como siempre.
Una vez más me dio la espalda. Yo acerqué un poco más la almohada a ella e intenté acariciarla. A Rocío, no a la almohada.
—Salí de acá.
Ahora sí estaba desvelado. Hasta la almohada me resultaba ajena. Le hablé varias veces pero no me contestó. A Rocío, no a la almohada. Intenté jugar con la culpa:
—Dale, Ro… Sabés que no me gusta que nos vayamos a dormir enojados. Uno nunca sabe si se va a despertar al día siguiente.
No hizo efecto. Insistí, aportando como prueba algunos antecedentes de muerte súbita en mi familia.
—Mi primo se murió durmiendo. Le puede pasar a cualquiera.
—Era primo de tu mamá, no tuyo. Y tenía 81 años.
Me rendí. «Mañana será otro día», pensé. Amoldé bien la cabeza contra la almohada. Volvía a estar placentera. El silencio me tomó. Otra vez, semidormido, hablé en voz alta:
—No te cambio por nada.
A mis espaldas y en secreto, sé que Rocío sonrió. Aunque yo se lo decía a la almohada.

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