
Por empezar, me parece al pedo negar que el del video soy yo. Se ven mis facciones, mis tatuajes, hasta nítida la cicatriz de la cara. Lo deben haber grabado en resolución 8K o algo por el estilo. Ni siquiera puedo hacerme el boludo y decir que el que aparece es Luciano Castro, independientemente del parecido.
Todo empezó unos meses antes, cuando arranqué con trastornos de ansiedad. Me detonó cambiar de trabajo. Leí que es uno de los factores de estrés más grandes, como separarse, tener deudas y mirar un partido entero del Boca de Russo. Y ahora, compruebo, también lo es tener un video porno propio.
Cuando mandé la renuncia imaginé que se vendría una época de estrés de dimensiones considerables, pero no a ese nivel. En el trabajo nuevo, me empezaron a temblar las manos. Tanto que, al lado mío, Michael Fox podía laburar de estatua viviente en Microcentro. Después, a los pocos días, se sumó la sudoración de las palmas.
Algunas mañanas me faltaba el aire, otras lloraba sin razón. Intentaba secarme las lágrimas pero las manos me temblaban tanto que le erraba a la cara. Y cuando acertaba, tenía las manos tan transpiradas que era como intentar secar un charco tirándole lluvia.
—Tenés que parar—me dijo Nico, un excompañero del colegio, una noche que me convenció de ir a una fiesta clandestina cerca de Quilmes.
—Si paro acá nos cagan afanando, mirá la cara de ese.
—Digo que no podés seguir así. Necesitás ayuda.
Y juro que, justo antes de que lo pronunciara, temí que dijera lo que finalmente dijo:
—Tenés que hablar con el Mati.
No sé qué gesto habré hecho, pero creo que nunca en mi vida activé tantos músculos en simultáneo, al menos en la cara.
—No llegamos al cumpleaños y vos ya estás en pedo—le dije. Hizo una pausa, quizás para concederme que ya venía en pedo desde antes, pero cuando habló puso el tono que ponen los que necesitan convencerte de que hagas algo sí o sí.
—Yo no lo quería creer. Hablá con el Mati.
El problema no era lo que hacía el Mati. Yo, aunque soy híper racional y sobrepienso las cosas todo el tiempo, creo en los caminos espirituales, soy abierto a esas cosas. Pero sospechaba que él ya se había vuelto una especie de Ivana Nadal, y se lo hice notar a Nico.
—¿Se hizo las tetas? —preguntó.
—No, pajero. Digo en el sentido de la espiritualidad, ese concepto pelotudo de “vibrar alto”, de que si creés en vos podés saltar del Tren de las Nubes y salís flotando, o que no te contagiás coronavirus ni lamiendo los pisos del Roca, esas pelotudeces.
—Nada que ver—chasqueó la lengua—. El Mati da talleres. Se volvió grosso posta. Dicen que es hipnótico, un fenómeno.
Y, tras un instante de silencio, me tiró una de esas verdades incómodas que suelen tirar los amigos como Nico, más si tienen problemas de alcoholismo, como Nico:
—Vos porque tenés culpa.
Tenía razón. Hacía como diez años que no veía al Mati, como le decíamos, no sé por qué con el artículo adelante. Nos acostumbramos a definirlo como una cosa, porque el Mati era normal, no jodía, pero había muchos motivos para que nosotros, en el secundario, lo jodiéramos a él.
Del Mati fue la primera persona de la que escuché la palabra “meditar”. Mientras nosotros desayunábamos cigarrillos en la puerta del colegio para entrar tarde y ganar media falta al pedo, él, con trece años, llegaba renovado después de «meditar» al alba a los pies de la cama.
—¿Es como cuando te encerrás a cagar durante una hora? —le preguntaba yo, imbécil y adolescente, y todos se reían menos él, que me explicaba que meditar era el arte de no hacer nada.
—O sea: la clase de Salud y Adolescencia es meditar—jodía yo, y el resto explotaba.
Con el impiadoso espejo retrovisor del tiempo, admito que me excedí un poco en mis burlas. Me fui al carajo, bah. El Arte de Vivir se fue haciendo más popular y empecé a decirle cualquier tipo de estupideces, que él era el Ravi Chantar, o le preguntaba cómo respiraba la gente sin nariz, como Voldemort o Michael Jackson. Otras veces, me aferraba con las manos al pupitre, simulaba que me arrastraba en silla de ruedas y le pedía en un portugués rudimentario que obrara el milagro y me hiciera caminar.
Más cosas me acordaba, más vergüenza me daba contactarlo. La única vez que se drogó fue por culpa mía: le pedí que nos mostrara qué tan profunda debía ser una respiración y le metí de sopetón una raya de Aspirinetas picada con una regla Mapped de las verdes.
Pero lejos de enojarse con cada forrada, el Mati sonreía amable -respiraba antes, eso sí, como si guardara en sus alvéolos el impulso de mandarme bien a la mierda-, y seguía tratando bien todo el mundo, mostrándose iluminado, calmo, sin tensiones, agradecido de la vida.
El tiempo pasó y cada uno siguió su camino. Aunque siempre estuvo todo bien, y cada tanto había escuchado de él y que había perfeccionado sus técnicas y daba también talleres de Yoga, casi no volvimos a estar en contacto hasta esa tarde pandémica de marzo del 2021.
—Mati, qué alegría verte—le dije. Disimulé bien la sorpresa de verlo con túnica blanca. Pero quedé como un boludo cuando le extendí el codo y él juntó las manos y dijo «Namasté», con una sonrisa enorme, una que pondría Mariana Fabiani después de sacarse el Quini.
—¿Te das cuenta?—me dijo—. Fijate que con este saludo no te tocás con nadie. ¡Lo que es esta cultura milenaria! Como si se hubiesen dado cuenta de que es un tráfico de bichos andar besándose por ahí. Lo sabían hace diez mil años, y todavía nos enseñan algo tan básico como respirar.
—Sí—consentí, y no me aguanté—: Te quiero pedir disculpas por todas las estupideces que te dije…
—Nada que disculpar—dijo con una amabilidad que hubiera irritado a un monje tibetano, y sonrió otra vez—. Acá no hay lugar para rencores. Éramos chicos. Todo bien. ¡El raro era yo!
Nos reímos y casi que me sentí a gusto. Hasta que un poco me sorprendió:
—Eso sí, eh—advirtió serio—. Acá mando yo. Para lograr que vos te limpies esa angustia, calmes esa ansiedad, tenés que hacerme caso. Dejarte llevar. Confiar. No juzgar. Escuchar y seguir.
Nos sentamos chinito, cara a cara, cada uno sobre un almohadón de aguayo. A mí me dio el más feo, claramente, pero no dije nada. Quería hacer buena letra. Matías me ordenó relajar la espalda y cerrar los ojos. Dejar que penetraran en mis fosas nasales el aire y los aromas de las velas.
—¿De qué son?—pregunté, con los ojos cerrados, intentando aún eliminar prejuicios.
—Aromáticas. Esto es jazmín. Esta otra es una vela de soja.
—¿Hacen velas de soja? Mejor, que se la gasten ahí y no en esas milanesas de mierda…
Ahí caí que él seguro era vegano, pero igual no dijo nada.
Me explicó que estábamos en posición de loto. En un segundo se me ocurrieron treinta y siete chistes y once rimas, pero me callé. Prometí concentrarme y seguir las indicaciones que reprodujera el video y no abrir los ojos hasta que se me indicara. Por fin, Matías dio play.
Casi me cago encima de la risa. Las instrucciones eran en inglés, pero las doblaba al castellano un cubano con rinitis, con un timbre hermafrodita, una mezcla de Poroto Cubero y Elvis Crespo, acompañados por un sitar y algún instrumento africano de viento como música de fondo.
Pero me acordé de por qué estaba ahí. De mis crisis, de mis nervios, de mi angustia. Me esforcé por seguir los pasos. «Junta tus codos. Inhala. Respira», decía Romeo Santos. «Mueve el cuello en círculos. Inhala. Contiene…Y respira». «Siente el peso de tu cuerpo». Y yo lo seguía.
De a poco me fui metiendo en el trance. Me empezó a atrapar una especie de estado semi consciente o inconsciente del todo, no lo sé. Muchas veces dudaba de si estaba despierto o dormido. Flotaba inmerso en ese vaho de aceite de soja y voces centroamericanas de cantantes de bachata y cornos de Nigeria.
Perdí la noción del tiempo y el espacio. La abstracción era total. Flotaba, con la luz imaginaria relajando mis músculos, con el aire ingresando por mi nariz como un tsunami de calma, con el cuerpo dócil y dispuesto, placentero, maleable y desconectado del mundo real y de mierda.
La última indicación llegó como el impulso de despertar por las mañanas. «Y cuando lo sientas… Solo cuando tu mente te lo pida amablemente… A tu tiempo… Comienza a abrir los ojos…».
Lo primero que vi al despertar fue la sonrisa de Matías. Era una sonrisa orgullosa, hasta desafiante. Una sonrisa satisfecha. Y yo sonreí también por haberlo comprendido todo. Capté el instante, la transformación. Fui más allá de lo racional, al fin. Me relajé y sentí el goce.
—Quiero hacerlo todos los días— le dije, decidido.
—Tranquilo—me calmó, disimulando una risita—. Disfrutá lo de recién. Después vemos cómo te vas sintiendo.
Le agradecí haciendo eso del Namasqué o como sea y me fui. La ansiedad me era ajena. Caminaba liviano por un mundo en el que la prisa y la tensión me eran desconocidas. Me pareció muy loco haber estado más de una hora sin celular, por ejemplo, donde se acumulaban los chats. No me apuré a leerlos. Eran 15 sin abrir. Al ratito, 21. En pocos minutos, más de 30. El apuro de los demás ya no era mi prioridad.
Ignoré también las notificaciones de Twitter, de Instagram, los mensajes privados de Facebook. Pero de a poco, como en el despertar de mi respiración consciente, abrí Whatsapp para agradecerle a Matías. Lo raro es que mi mensaje no le llegaba y tampoco me aparecía su foto de perfil.
Eso captó mi atención. Algunos de mis músculos volvieron a tensarse. En una ráfaga, se me vino a la cabeza su sonrisa. “Orgullosa, desafiante, satisfecha”. Abrí ya desesperado el resto de las notificaciones, las conversaciones de cada chat. En todos se repetía el mismo mensaje.
Fue la única vez que vi el video. Un tipo igual a mí, desnudo y en absoluto trance, se frotaba con un almohadón de aguayo al lado de una vela tintineante, respiraba profundo y se metía una infinidad de hortalizas en el ano mientras hacía gestos de inmenso alivio espiritual.