Nota. En el primer día de un concurso de cuentos nos pidieron contar la historia de algún amor secreto. Y porque creo en las señales, miré la fecha en el celular para comprobar que era el aniversario de la última vez que vi a Maite nosequé.
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¿Cómo iba a creer en el amor a primera vista, si nunca me habían mostrado esa foto? “Y esta es Maite”, me señaló mi mujer, con el mismo tono neutro que pudo usar para indicarme adónde acomodar una planta. Así me presentaba a su amiga de toda la vida.
Y cuando vi a esa que era Maite, sentí que alguien me escurría el estómago como si fuera un trapo de piso. Debajo del esternón los órganos se me estrujaron, hubo una revuelta generalizada y mi garganta se secó. Tuve suerte de que Ana me la presentara con esa displicencia, porque enseguida siguió acomodando las cosas de cajón y no pudo, no hay manera de que haya podido notar el concierto de sensaciones que me había despertado la simple foto de una chica.
Maite llevaba una musculosa coral y rodeaba con su brazo derecho a alguna otra amiga, mientras que con la mano izquierda apretaba un vaso. Achinaba unos ojos marrones que se adivinaban enormes, y no le sonreía a la cámara: le arrojaba una carcajada, con una boca grande y ancha llena de dientes perfectos, alineados, brillantes. La nitidez de la foto no colaboraba, pero la piel de Maite se veía trigueña, y unos reflejos sutiles le decoraban el castaño claro de su pelo con bucles.
Maldita toda red social donde, durante meses, busqué su perfil, hurgué en fotos viejas de Ana y dediqué cada instante de privacidad a idealizar a esa chica de sonrisa explosiva, de publicidad de dentífrico.
¿Habrá sido el paso del tiempo, o habrá sido el nacimiento de mis dos hijas lo que menguó mi obsesión? Con Ana pasábamos un buen momento, y mi vicio de torturarme con fotos disminuyó en frecuencia e intensidad. Solo quedó una punzada crónica en la panza cada vez que Ana, siempre de forma imprevisible, mencionaba alguna andanza de Maite en Francia, donde hacía un doctorado en no se qué porque jamás podía escuchar más allá de la última vocal de su nombre.
Dos años más tarde, Ana me dijo que Maite estaba en La Plata. Quería invitarla a cenar. Vendría sola: su marido se quedaba en Europa por exigencias de su trabajo en no sé dónde.
No puedo explicarlo sin que se me empantane la tráquea. Cuando Maite me miró, me miró a los ojos, y ya fuera por mi ilusión o por mi idealización de su forma de ser, tan arrojada y valiente según contaba Ana, estuve seguro de que en ese instante a ella también se le estrujaron los órganos.
Me dijo que era un gusto conocerme, pero no me dijo que ella también había pasado años espiando mis redes sociales, nublada por la culpa porque “en esa foto, en esa foto que te digo yo, que agarrás el vino así y ponés cara de idiota, en esa foto que me mandó Ana yo me di cuenta que vos eras un tipo hermoso por el que hubiera dejado todo si no salieras con la chica que más me hizo reír desde el jardín de infantes hasta hoy”.
En esa primera cena fui mi mejor versión de anfitrión. Pocas palabras, reservado, atento al refill de la copa de Maite, procurando que mis intervenciones fueran creativas y atinadas, porque en la mesa ya había suficiente salame como para que yo me sumara a la picada. Después de las dos de la mañana nos despedimos con un abrazo. La notificación me llegó a las tres y cuarto: “‘Maite.nosequé’ ha empezado a seguirte”.
No sé si tuvo que ver Maite con que Ana decidiera irse de casa. Por otro lado, ese año y medio de conversación virtual jamás pasó de chistes inocentes, aunque mi mujer no sabía que yo hablaba con su amiga, y dudo que su marido francés estuviera felizmente al tanto. Todo transcurrió en la más cómplice de los silencios hasta que Maite me escribió: “Estoy en La Plata. ¿Nos vemos?”.
Cuatro botellas de cerveza más tarde, nos besábamos en un bar, nos proponíamos pasar la noche juntos y nos rechazábamos la propuesta, más por culpa que por convicción. Su marido, esta vez, la esperaba en un hotel. Quedamos en volver a escribirnos y se subió al auto.
Cinco y media de la mañana me llamó Ana. Lloraba y me decía algo que yo no podía o no quería entender. Me cambié deprisa. Todavía estaba borracho, pero no podía llorar. Acordé pasarla a buscar en media hora.
Desanduve a toda velocidad el camino lógico desde el bar hasta la dirección donde paraba Maite. En el cruce de dos avenidas estaba el auto contra la columna. Estacioné a media cuadra y me acerqué. Tiritaba y me costaba respirar. En ese desorden de plásticos y fierros retorcidos alcancé a ver un celular destruido. Me quedé quieto algunos segundos. Después aflojé los hombros, con una exhalación repentina e involuntaria.
La policía me pidió que me alejara. Manejé tranquilo hasta la casa de Ana. No pude llorar por Maite, pero desde ese día tampoco pude llorar por ninguna otra cosa.