Seis postales con Coquito

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Veneno
Después de las 22 es muy difícil que suene el timbre de casa. Tengo 9 años y es un día de verano de 1999. Estoy de frente a la puerta de entrada, pero va a abrir mi papá, después de que mi mamá le advierta, desde la cocina, que es tarde y que estamos todos adentro.
Segundos después, ante la pregunta del visitante sin cara, mi papá contestará que sí, que él es médico, preguntará si llamaron al número de Emergencias, cerrará la puerta, tomará un botiquín y le dirá a mi vieja: “Coquito”. Después, volverá a abrir la puerta y saldrá. Mi mamá también irá detrás, por culpa de Hipócrates.
Miro por la ventana pero no veo demasiado. En la esquina de enfrente, en diagonal, hay mucha gente de cuclillas o reclinada sobre algo o alguien. La ronda de curiosos obstaculiza mi visión. Ese algo o alguien que yo no veo desde la rendija, y que está en el piso boca arriba -o tal vez, boca abajo- es un hombre de alrededor de 25 años, de pelo negro, largo y ondulado, tez oscura y cejas anchas, que escupe sangre a través de sus dientes algo desparejos y grisáceos.
Pasan algunos minutos hasta que llega la ambulancia. La concurrencia logra que no pueda ver el cuerpo de Coquito, que en instantes será embutido por el baúl de esa Traffic ploteada y con sirena.
Mis papás vuelven a casa. Al otro día, el barrio va a contar que Coquito tomó veneno para ratas. Tenía convulsiones y vomitaba sangre. Se lo llevó la ambulancia.
Veremos qué pasa. Quien mal anda, mal acaba, dicen.
Milanesas
Un amigo que vive a seis casas de la mía me dijo el otro día que Lucía era gangosa. ¡Qué barbaridad! Me pareció una falta de respeto: creo que es una anciana dulce que nos atiende con ternura cada vez que vamos a comprarle algo.
Pero me la imitó y tiene razón. Lucía dice: “¡Hooola, mamina!”, y suena no sólo como si estuviera congestionada, si no como si aspirara helio justo antes de atender. A Lucía le compramos, sobre todo, galletitas por kilo que se venden en cajas de latas cuadradas, helados en cucuruchos chicos que salen cincuenta centavos y, de vez en cuando, milanesas.
— Hoooola, mamina…— me saluda Lucía con voz chillona y chiclosa. Es un día cualquiera, y yo entré a comprar unas de ternera. Soy algo grande como para tales inflexiones, supongo que estamos en 2001 o 2002, y ya rondo la docena de años.
—¿Qué buscás, mamina? — repitió, con el helio reprimiéndole las cuerdas vocales.
—Ehhh —trato de recordar. No pasaron dos minutos desde que salí de mi casa y llegué al kiosco, pero estaba distraído cuando mi mamá me hizo el pedido. Pero al final me acuerdo:
—Un kilo de milanesas.
En eso, atrás mío, se abre la hoja del medio del portón verde que hace de entrada al kiosco e ingresa Coquito. Como siempre, lleva atado su pelo largo, negro y ondulado, tiene puesta su campera de jean y despliega su soltura canchera y mundana. Tiene un arito que siempre me parece que le da un aire de gitano. Su barba no es poblada ni uniforme. Siempre, en términos absolutos, Coquito tiene en la mano una botella vacía de Quilmes. Me ve y sonríe. Saluda a los gritos, y luego ríe a los gritos, con esa sonrisa fácil y explosiva cuyo origen -entenderé años después- se relaciona con el olor que invade mi patio cuando yo juego a la pelota y él está fumando, sentado contra la pared, pero del lado de la vereda.
—¿Me das milanesas? — le dice a Lucía.
Los pulmones de la kiosquera se stockean de helio para responder.
—No me quedan más, mamina. Fede se está llevando las últimas.
Le tengo respeto a Coquito, más por el rumor barrial de su prontuario que por su actitud. A veces juega con nosotros a la pelota, en la vereda. Es hincha de Gimnasia. Patea de derecha, con cara interna, pero con movimientos algo limitados. Tal vez sea por el pantalón y la campera de jean, pero sobre todo por el cigarrillo en la boca y la botella vacía de Quilmes en la mano. Se cansa siempre después del primer tiro.
—¡No me digas! ¿Te estás llevando las últimas?— me dice.
Sonrío en clave de disculpa.
—Ojalá te caigan mal. Que te den diarrea.
Lucía se indigna, con la facilidad de las personas de la tercera edad. Coquito estalla en una carcajada, aclara que es un chiste y se va, riendo. Pago y me voy. Lucía me alcanza en la vereda, con el vuelto y las milanesas que dejé en el mostrador.
Balazo
Amo los sábados a la mañana. Hay sol, y en esta esquina de casas bajas, da de lleno contra la ventana del comedor y se mete por las rendijas de la persiana de madera. Son las nueve y media, y pensar que en ese horario suelo estar en la escuela pero hoy no, me hace todavía más feliz.
Se escuchan algunos gritos alegres en la calle y me acerco a la ventana para espiar, aunque ya sé quién es: Coquito saludando a los vecinos y riéndose a todo volumen, Dios sabe a instancias de qué sustancia.
Aunque se comprueba mi tesis, algo me impresiona: Coquito camina por el medio de la calle (la vereda es anchísima y está libre, pero para qué caminar por la vereda si se puede caminar por el medio de la calle), y exhibe una enorme mancha de sangre seca, que nace de un agujero en su jean a la altura del muslo, y se diluye cerca del tobillo. Renguea un poco, y ríe, con la botella vacía de Quilmes en la mano.
La versión que contará luego a mi papá en el kiosco de Lucía y que conversaremos en el almuerzo es que se resistió a que le robaran.
—¡A mí matame, robame cualquier cosa, pero la campera de cuero no me la sacás ni loco! — se festejaba.
La versión del barrio fue que lo habían detenido, y para evitar ir preso, se disparó en la pierna y se escapó luego del hospital.
Las dos versiones son igual de verosímiles. Yo nunca lo vi con campera de cuero.
Ovejero
Mi papá recién vuelve del kiosco de Lucía.
—Estaba Coquito, con el perro ese gigante.
Coquito tiene un ovejero alemán que le llega hasta la cadera. Que precisamente él se pavonee con un perro policía es un oxímoron, una contradicción en términos.
Padre continúa:
—Estaba con una botella vacía de Coca Cola en la mano. Tenía al perro agarrado con el collar de ahorque. Y le pegaba con la botella de plástico en el hocico. Una vez. Dos veces. Tres veces. El perro estaba quieto. Y él le daba cada vez más fuerte, ¿eh? Cuatro veces, tum, cinco veces, tum, seis veces. Me río y le digo: “Estás loco, Coquito: ¡te va a arrancar un brazo!”
Lo que Coquito le respondió no me sorprende:
—¿¿Éste, doctor?? ¡Nooo…! El otro día me quiso morder. Le metí una puñalada en el cogote que lo tuve que llevar al veterinario. Pero está tranquilito ahora.
Plusbell
Coquito se acerca en Navidad a saludar a mi familia, como hace con todos en el barrio. Pero siempre me pareció que a nosotros nos tiene un cariño especial. Alguna vez oí, imaginé o soñé que adora tanto a mi papá porque intervino con éxito la puñalada de algún forajido amigo.
En Navidad, Coquito tiene el pelo suelto. Se le marcan los bucles y es una especie de Daniel Agostini moreno, más regordete y sin obra social. Cuando nos saluda -a todos con un beso efusivo-, le podemos oler el shampoo. Contra todos los pronósticos, huele bien.
Entre los 13 y los 17 años usé el pelo muy largo. Mi mamá me lo dejaba tener con la condición de que lo tuviera limpio, como Coquito.
Umbanda
Otra vez es enero, esta vez es la tarde del 21 de enero, es el año 2006, y estoy en un cumpleaños a pocas cuadras de casa. Un amigo me propone que pase por mi casa, agarre la PlayStation y nos vayamos a su casa a jugar hasta el otro día.
Vuelvo en la bicicleta, voy a todos lados en bicicleta. A una cuadra de llegar a mi casa ya veo los autos de la policía. Son dos, o tres. Están detenidos en la casa de Coquito. Es una escena que suele verse, aunque nunca con tanto despliegue. Me pregunto qué habrá hecho esta vez, mientras entro a mi casa y me cuentan que, al parecer alterado en un rito umbanda, Coquito se disparó en la cabeza y está muerto.

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