A propósito de la última Noche de Brujas

Con respecto al asunto de celebrar Halloween, la verdad es que me aburría la polémica sobre la penetración de la cultura yanki en nuestras costumbres. De hecho, cualquier excusa para tomar alcohol disfrazado me parecía una genialidad. Así que me calcé el traje de Jinete sin Cabeza y tomé un taxi hasta lo de Lucas, el organizador de la fiesta.
—¿Sos del Ku Klux Klan? —levantó la mirada el conductor en el espejo retrovisor, ignorando que mi traje era negro. Apenas habíamos hecho dos cuadras, pero el silencio ya debía parecerle insoportable.
—Algo así —respondí, con la vista fija en la ventanilla para evitar todo contacto visual que sugiriera que me interesaba conversar.
—Te voy a decir algo, entre nos —confió, aunque nos conocíamos desde hacía menos de quinientos metros—. Para mí es necesario un grupo así, ¿viste?
Luego lanzó la perorata más discriminatoria que le fue posible elaborar.
—…Y cuando digo «negros», ¡no es por el color! El color me da igual, si los africanitos vos viste lo que son, una ternura, los ves y te parecen gente común. Me refiero a…
«Negros de alma» completé en mi cabeza, al mismo tiempo que él lo pronunciaba en voz alta. Siguió hablando. Opté por levantar el pliegue de la capucha que completaba mi disfraz y daba la ilusión de que, efectivamente, viajaba decapitado en el asiento trasero de un Corsa. El taxista no se inmutó. Le daba igual conversar con alguien con cabeza o sin ella; solo quería que le dieran la razón.
Unos minutos después le pedí que me dejara en una esquina. Pagué y caminé media cuadra hasta la puerta de la casa de mi amigo.
—¿Dulce o truco? —preguntó Lucas asomándose por una ventana.
—Dale, pelotudo.
—Ahí te abro.
Había decorado las escaleras con telarañas de cotillón y cráneos de plástico. Un hacha vikinga que colgaba en la pared goteaba sangre falsa. Era réplica, pero sin dudas cortaba de verdad: el padre de Lucas coleccionaba objetos de guerra. El lugar también estaba lleno de zapallos yankis, de esos que nadie vio nunca en la rica historia granjera de nuestra República.
—¡Buen disfraz! ¿Qué sería? ¿El Zorro después de meterse debajo de un Scania? —me boludeó.
—El Jinete sin Cabeza, jeropa.
—Aaahh. ¿Y el caballo?
—En el taller. Vine en taxi.
Todavía no había llegado nadie. Lucas, de hecho, estaba en bóxer, parecía recién salido de la ducha y eso me puso de malhumor. Odiaba llegar temprano a las fiestas. En especial si iba disfrazado y había financiado a un fanático del Ku Klux Klan para llegar a horario. Lucas destapó una cerveza.
—Y decime, Jinete sin Cabeza: ¿cómo vas a hacer para tomar?
No había pensado en ese detalle. Tendría que andar asomando la cabeza a cada rato, y así, el Jinete sin Cabeza pasaba a tener una cabeza, lo que lo convertía básicamente en un jinete común y silvestre.
Sonó el timbre.
Desde la ventana vi a un muchacho en moto, con campera rosa chicle y una mochila caja en la espalda con el logo de una reconocida aplicación de delivery.
—¿Vos pediste algo?
—¡Abrí, boludo! Soy Keko —gritó el delivery desde la Zanella, y se sacó el casco. Era Keko.
Entró y lo miramos como si tuviera algún tipo de retardo.
—Che, qué miedo —tembló Lucas—. ¡El de PedidosYa!
—De solo pensar lo desplazado que debe traer el queso de la pizza… —me aterré. Keko nos mandó a la mierda y entró.
Lucas se puso una vincha con forma de cuchillo, una camisa con salpicones de salsa y se maquilló para adquirir cierta palidez de óbito. Cumplía la consigna y podía participar de la fiesta con normalidad, no como yo, que iba a estar asomando la cabeza a cada rato como una tortuga.
Las chicas llegaron después, con maquillajes exóticos, polleras muy cortas y escotes que no asustaban mucho a los concurrentes, pero hubieran aterrado a la Iglesia Católica.
Empecé a hablar con una Blancanieves que sangraba por las comisuras de los labios, como si hubiera mordido una manzana con una gillette adentro. Era muy bonita y tenía una sonrisa encantadora.
La conversación iba viento en popa, hasta que se acercó Keko, con un fernet en la mano.
—¡Apa, Blancanieves! —le señaló los pechos con el mentón— Si trajiste esas dos cabezas de enano, cómo habrán quedado los otros cinco.
Blancanieves no pudo disimular su incomodidad y menos de diez segundos después hablaba con una amiga con disfraz de esqueleto. Calculé que si no me mantenía alejado de Keko y si el imbécil de Lucas seguía preguntando «Dulce o truco» cada vez que sonaba el timbre, las posibilidades de coger disminuirían catastróficamente. Pero cuando estacionó en la puerta un BMW negro supe que estábamos arruinados.
De esa nave de vidrios polarizados se bajaron los cuatro varones más hegemónicos que la Humanidad hubiera visto jamás. Parecían sacados de algún laboratorio ruso clandestino de experimentación genética, un canto a la superioridad racial para el tachero que me había traído.
Por supuesto, ninguno estaba disfrazado: sus facciones perfectas y sus músculos era todo lo que necesitaban para atemorizarnos, al menos al resto de los mortales masculinos.
—Lucas, ¿alguna vez te contaron los cromosomas? —pregunté— ¿Cómo vas a invitar a la banda del Willy?
—¿Qué tiene? Me parecen re copados.
La pica con la banda del Willy venía desde la secundaria. Eran todo lo que no nos representaba. Su status, sus modales, su autoestima, su clase. Nosotros éramos la ingenuidad personificada; habíamos jugado con muñequitos hasta los 14 años.
Lucas abrió y los puso en un aprieto:
—¿Dulce o truco?
Se rieron con suficiencia y entraron. A Maléfica se le cayó la copa de vino. Gatúbela mostró las garras. Harleen se pasó la lengua por los labios. En instantes, la banda del Willy encantaría a todas las mujeres de la fiesta.
—Keko, alcanzame un gin tonic —pedí.
—¿Encargaste por la app?
—Dale, pelotudo.
En ese momento, a Keko le llegó un mensaje. Reconocí la melodía.
—¿Te suena con la canción de Peppa Pig? —me burlé.
—Lo debe haber puesto mi sobrina —contestó nervioso, y se fue a buscarme el trago.
A ese gin tonic le siguió otro. Y a ese, otro más, y luego una sucesión caótica de vino, cerveza, whisky. ¿Cómo podía ser tan boludo Lucas? Estaba tirado en un sillón, comiendo gomitas de un bowl, deprimido porque nadie le había contestado si elegía los dulces o el truco.
Keko hablaba con una de las Parcas: en la fiesta había tres, y yo sabía, porque las había visto sin capucha, que al menos dos de ellas no eran mujeres. Me reí pensando en su suerte y me subí el traje negro para quedar sin cabeza y dejar de pensar por un rato.
Entonces, una idea de origen indescifrable se me vino a la no cabeza: la Parca. Y salí de mi prepucio de cuero negro con un plan macabro para la Noche de Brujas.
—Dá, contá —pidió Lucas, que quería volver al sillón a comer caramelos.
—Se enfría la pizza —dijo Keko, golpeándose la caja que tenía de mochila.
—¿Alguna vez meditaron ponerla? —pregunté, y me contesté— Sé que no, pero hoy, si hacemos las cosas bien, podemos ponerla los tres.
Hice un análisis de la situación. Puntualicé en que la banda del Willy podía dejarnos sin chances de cópula, pero que todavía había una manera de sacarlos del juego. Había que humillarlos. Dejarlos en evidencia, pulverizar su masculinidad.
—¿Y cómo? —preguntó Keko—. Porque yo quiero llevarme una Parca aunque sea.
Expliqué el plan tres veces. Ellos aseguraban haberlo entendido, pero tenía que salir a la perfección.
—¿No es muy border? —dudó Lucas, y se corrigió— Bah, directamente, peligroso.
—Si lo hacemos bien, estos pibes se vuelven a su casa llorando —garanticé—. El miedo a la muerte lo paraliza todo. Cualquiera puede decir que no le teme a la muerte hasta que la tiene frente a sus ojos. Cuando estos alemanes se meen encima, las pibas quedan para nosotros.
Repasé los detalles. Lucas debía ser convincente. Keko tenía que dar la señal en el momento justo. Y yo debía estar rápido, muy rápido de reflejos. Sentí que los convencía y que se comprometían con la causa.
—¡Vamos a ponerla, carajo! —bramé, y ellos replicaron el grito y elevaron sus brazos enardecidos.
Invadimos la pista improvisada de baile. Empezamos a movernos como sacados, atacando con nuestra mejor arma: la vergüenza ajena. Pusimos una botella en el suelo y le meneamos encima. Las chicas comenzaron a reírse y la banda del Willy a mostrarse desorientada y caucásica. Keko me tiraba Jägermeister en la boca. Lucas se mandaba de a cuatro o cinco Palitos de la selva por vez y los masticaba al mismo tiempo con colmillos de golosina, como un Drácula de la hiperglucemia. Pero necesitábamos que la fiesta empezara a tocar los bordes.
Keko robó un salero, sacó una tarjeta SUBE y peinó una raya de falsa cocaína de como veinte centímetros de largo, lo que dejaba en claro nuestra nula pericia en materia de consumir drogas. Hizo efecto: todos dejaron de bailar y miraron expectantes. La incomodidad se palpaba en el aire. Todos nos conocíamos y sabíamos que la introducción de drogas duras transgredía el contrato tácito que regulaba nuestras fiestas, habitualmente sanas. La banda del Willy también se había quedado de piedra. Íbamos bien.
Me tapé una fosa nasal con un dedo y me acerqué a la mesita ratona.
Arrodillado, soplé hacia afuera con fuerza con la fosa libre para que la línea se perdiera en el aire, sin que ingresara en mi cuerpo ni un solo grano de la sal que escondía Keko en su bolsillo. Repetimos el truco seis veces. En la última expelida, un moco gelatinoso y compacto voló como una bala hasta estamparse en el piso, pero las luces apagadas conservaron la ilusión. Blancanieves y Maléfica comentaban por lo bajo, desaprobando el cariz que había tomado la celebración. Gatúbela tomó su cartera y se fue. La banda del Willy nos miraba frunciendo las cejas, entre curiosos y tensos.
En ese momento se cortó la música y se prendieron las luces. Hubo un abucheo generalizado, y muchos se taparon los ojos, encandilados. Cuando hicieron foco vieron cómo el dueño de casa, Lucas, blandía un hacha vikinga afilada y monumental, propiedad del trastornado de su padre.
—¿Quién está portándose mal? —preguntó, ebrio de dulces, moviendo el arma de forma pendular.
Me incorporé. Era el clímax. La fase final.
—Ni fuerza para levantarla tenés —largué una carcajada demoníaca, como supuse que serían las carcajadas si uno tomara de verdad un metro veinte de cocaína.
Lucas me amenazó.
—Vení, jinete, a ver si podés tomar gilada sin cabeza.
—Paren, chicos, paren —intercedió la Sirenita—. Se están yendo al carajo, paren.
Uno de los rubios de la banda del Willy le dio la razón y pidió que nos calmáramos un poco. La tensión en la atmósfera era total. Seguí el show y volví a arrodillarme junto a la mesa ratona. Apoyé la cabeza como quien espera la ejecución.
—Vení vos. A ver si tenés huevos.
—¡No, chicos, no! —gritó Blancanieves.
—Eu, bajen un cambio —dijo Willy, de la banda del Willy, con el terror en sus ojos celestes.
Lucas fingió tranquilizarse y apagó la luz. Hubo unos suspiros de alivio. Pero luego se acercó hacia mí con pasos seguros y levantó el hacha.
Mantuve la cara contra la mesa, imperturbable. Solo faltaba el gesto de Keko. Cuando lo hiciera, tenía que ser rápido y levantar la solapa de mi traje para esconder la cabeza en el momento exacto en que mi verdugo me ejecutara con todas sus fuerzas.
En medio de la histeria general, Lucas me sonrió. Confiado, le guiñé un ojo. Él comenzó a bajar el hachazo. Yo busqué a Keko con la mirada, listo para recibir la señal.
Pero entonces sonó la canción de Peppa Pig.
Lo último que vieron mis ojos fue a un estúpido disfrazado de delivery levantar su celular para revisar el mensaje que acababa de llegarle. Mis oídos, por su parte, apenas alcanzaron a escuchar la respuesta en la voz de Keko: «Bancame, que ahora no puedo».
Después, un impacto y la oscuridad.



Una respuesta a “A propósito de la última Noche de Brujas”

  1. Avatar de Juan Carlos Rodríguez
    Juan Carlos Rodríguez

    Buenísimo ! Muy gracioso e inteligente !!👏👏👏👏

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