(De la vez que tuve un entredicho con un chofer de colectivo en un viaje de Buenos Aires a La Plata)
Por estudio primero y por trabajo después, llevo siete años viajando diariamente de La Plata a Buenos Aires y viceversa. Con el correr del tiempo el servicio empeoró casi hasta la burla al usuario: los colectivos pasan con una infrecuencia fenomenal, los choferes no saben contar hasta 46 para saber cuántos pasajeros entran sentados y cuántos parados, y tampoco distinguen la perilla frío/calor del aire acondicionado según corresponda a la circunstancia climatológica. Esto sin contar la cantidad de cucarachas que tienen los colectivos, que se pasean erráticamente por las ventanillas; también sin mencionar los asientos destruidos o las innumerables ocasiones en que la unidad queda a mitad de camino y los pasajeros a la vera de la autopista esperando un bondi samaritano.
Viajar en Plaza se ha convertido progresivamente en una tortura insoportable. Ya he probado todas las formas y colores para volver más rápido o más cómodo, porque más rápido «y» más cómodo es algo imposible. Siempre es una u otra, y al no haber un horario fijo en que pasen, esperarlo 2 minutos o 70 es una mera cuestión de fortuna.
Ayer, como tantas otras veces, yo superaba los 40 minutos de espera (viajo a las 21 horas, el menos peor horario del día) y mi calentura los 40 de térmica. Avisé en casa que no me esperaran a cenar. Hablamos brevemente con el policía que me antecedía en la fila. Se quejó de la demora. Le contesté que eran unos hijos de mil putas. No me habló más. Se puso hablar con la piba de adelante que, a juzgar por el libro gigante de «cirugía de no sé qué» que llevaba, supuse sería estudiante de medicina. Ojeé las caras de los que venían detrás de mí. Arriesgué una conversación con el pibe que estaba atrás mío. Era una mole. Grandote – para mí, rozaba los dos metros-, morocho, pesaría 115 kilos. Y cuando repetí, buscando su complicidad, que eran todos unos hijos de mil putas, emitió un sonido gutural que bien pudo ser un eructo de consonantes varias. A partir de ahí lo apodé interiormente como “el Primate”.
El colectivo llegó 22.16. Una hora y cuatro minutos de espera. En las contadas veces en que el servicio funciona correctamente, a ese horario yo ya estoy en La Plata. Lógicamente, venía lleno. Sólo un par de “afortunados” podrían viajar parados. Con la resignación de la espera, emprendí la subida, y escuché al chofer sugerirme el viejo truco:
—Atrás viene otro.
—No me tomes por boludo – lo atajé, mientras pasaba la SUBE y pagaba el boleto -, ¿sabés las veces que escuché ese verso?
—¿Cómo decís? – creyó escuchar mal el tipo.
—Que no me tomes por boludo -, ratifiqué. A alguien que no viaja nunca hacele el verso. A mí, no.
—Bajate, por favor. Y aprendé a hablar con respeto.
—No me bajo una chota. Ya pagué el boleto y voy a viajar.
—Yo decido si viajás o no. Por favor, bajá.
El policía miraba con cara de boludo, en esa indecisión entre actuar y hacerse el opa ante la situación que, sin duda alguna, adquiría una tensión respetable.
—Okey. Bajo – fingí abdicar, mientras abría la mochila y sacaba lapicera y anotador -. Pero decime tu nombre, tu apellido y el interno de esta unidad, por favor.
—El interno lo podés ver cuando te bajes. Y mi nombre preguntáselo a tu vieja.
Mientras la regordeta cara cincuentona del chofer me miraba con altanería, tomé la bic negra y se la ensarté en el ojo derecho. El chorro de sangre espesa y oscura no me sacó de la abstracción. No sé cuántos rodillazos le pegué en la cara hasta dejarlo oficialmente muerto.
El policía me miraba, inseguro todavía de intervenir.
Entonces vi la cara de la estudiante de medicina. Entonces vi que atrás mío se asomaba el Primate para ver por qué tardaba tanto en tocarle subir. Corrí el cuerpo del chofer. Puse primera y arranqué el colectivo. Primate había sido el último en entrar. Recién ahí se me abrieron los sentidos: esperaba oír los gritos de los pasajeros, los llamados a la policía, los intentos por reducirme.
Pero no pasó nada de eso. La gente se había alarmado por la quietud del colectivo, pero volvió a sumergirse en su celular o en su siesta apenas hube retomado el viaje.
Manejé con la mayor pericia que pude. Hasta encontré los botones correctos para apagar la luz y poner la calefacción a punto. Encaré derecho a la autopista. En el kilómetro 19 el acelerador dejó de responder. Paré en la banquina y anuncié a los pasajeros que la unidad se había roto, que permanecieran en sus asientos y que descendieran cuando otro colectivo se detuviera a recogernos.
Primate, el policía y la estudiante de medicina me ayudaron a bajar el cadáver. Sólo Dios sabía cuánto tardaría el próximo Plaza. Primate improvisó una fogata con ramas y un encendedor a bencina. Sacó una pequeña navaja. Pidió prestada la macana al policía y trozó al inerte chofer a puro golpe. Lo comimos en pocos minutos. Dimos a Primate el debido aplauso por sus cualidades de asador y la estudiante de medicina guardó algunos restos óseos como objeto de estudio.
A lo lejos, un Costera ponía las balizas y se orillaba para rescatarnos de la noche.
A casa llegué pasadas las 00.15. Bastante rápido, pese a todo.