Un agujero en el asiento

31-08-17-craneo

(De cuando quería dormir en algún viaje pero un ejecutivo hablaba muy fuerte por teléfono)
Ayer llegué especialmente cansado al asiento del Plaza, el horroroso colectivo que me transporta todos los días desde La Plata hacia Buenos Aires y viceversa. Subí primero, elegí la fila de asientos de mi izquierda (a la derecha del chofer) y me senté del lado del pasillo, sana costumbre que adquirí ante la presencia de las cucarachas que caminan las ventanas. En diagonal a mí se sentó un policía, y la tercera persona que subió al colectivo fue un muchacho de unos 30 años de edad, pelo corto y llamativamente canoso para su edad, elegantemente vestido, como muchos de los que viajan a menudo porque trabajan en importantes empresas de la capital.
Para mi suerte buena, no se subió nadie más. El micro salió desde Retiro hacia la autopista a La Plata sólo con nosotros tres abordando el viaje. Hacía un frío increíble. Tanto que llevaba puestos unos guantes de lana de esos negros, los llamados «mágicos», porque se ajustan tanto a la mano de un niño como a la de un basquetbolista de las grandes ligas. Guantes que, por otro lado, su sentido del abrigo es relativo, porque el frío se te filtra por los agujeritos de la tela.
El policía que estaba en diagonal a mí –también sentado del lado pasillo, se ve que conocía el paño– se durmió a las pocas cuadras. Observé su uniforme, un poco raído, desgastado, hasta viejo. Reparé en los elementos del cinturón y particularmente en su pistola, “una Bersa Thunder”, aventuré para mí sin tener mucha idea, pero fascinado por el poder que confieren las armas. Admiré el sueño del cana y me obligué a imitarlo. De a poco sentí mi mente ablandarse hasta bucear en las profundidades del noni, y a mi cuerpo responderle hasta quedar casi exánime. “Al fin un viaje placentero”, llegué a pensar antes de escuchar las primeras voces oníricas. Al fin un descanso en medio de tanto…
—HOLA TÍA, TE HABLA PABLO, ¿ME ESCUCHÁS BIEN?
Abrí los ojos abruptamente, levemente sobresaltado. La voz salía del muchacho del fondo. Yo siempre fui tímido para las conversaciones telefónicas en público, pero debía admitir que, con la telefonía de hoy en día, a veces no queda otra que gritar.
—NO TÍA, PABLO, PABLO, EL HIJO DE CHICHE.
Me acomodé mejor en el asiento para dormir apenas se cortara esa comunicación inoportuna.
—PABLO, TÍA, PABLO, qué sorda de mierda, NO, VOS NO, TÍA… ESCUCHAME, FELIZ CUMPLEAÑOS.
Era comprensible. Pablo debía ser un tipo ocupado, de esos que aprovechan cada hueco en su abultada rutina para cumplir con todos. Por eso el llamado en pleno viaje, tiempo muerto si los hay.
—NADA, TÍA, FELIZ CUMPLEAÑOS, ESO, FE-LIZ CUM-PLEA-ÑOS, ¿ESCUCHÁS BIEN?
Busqué complicidad en el policía, pero dormía como si estuviera en coma. El colectivero llevaba auriculares, estaba en Babia.
—SÍ, TÍA, SÍ TE DECÍA QUE… ¿ME ESCUCHÁS BIEN, TÍA? ¿TÍA? Ufff… la concha de la lora a estos celulares de mierda… SE CORTA TÍA, CHAU, CHAU, SE CORTA.
Hay una zona en la autopista en que, como si fuera el agujero negro de las antenas, se cortan todas las comunicaciones. Es increíble pero siempre sucede en ese exacto lugar. En general me irrita si me toca a mí, pero me alegró que Pablo ya no pudiera hablar más.
—SÍ, TÍA, ACÁ ESTOY, SE CORTÓ -, gritó Pablo, súbitamente.
Puteé.
—NADA, NO PUEDO HABLAR PORQUE SE CORTA, QUE LO PASES LINDO, BESOS AL TÍO POCHO… POCHO, TÍA, EL TÍO… SE CORTA, SE CORTA… la puta que te parió…
Lo bueno era que Pablo había cumplido con sus deberes de sobrino, y que entonces todos podíamos dormir. Bueno, yo podía dormir. El policía dormía casi sin pulso, y si se dormía el colectivero estaríamos en problemas. Intenté cerrar los ojos. Los abrí. Miré los dibujos inexplicables del tapizado. Leí las anotaciones con fibrón contra el asiento de adelante. “Puto el que lee esto”, decía una; “Nico y Sofi”, decía otra. “Carmelo chupapijas”, dictaminaba la tercera. Observé hacia afuera. Vi las estrellas. Miré un auto que nos pasaba por la derecha. Entonces comprendí. Estaba despabilado. Por la culpa de la tía sorda de Pablo.
La paz duró pocos instantes.
—¿QUÉ HACÉS, QUERIDO? ¿TODO BIEN? VIAJANDO, VIAJANDO… NO LLEGO MÁS, ES UNA CAGADA EL VIAJE ESTE.
Procuré mantener la cordura. Era imposible pensar en otra cosa. Pero lo intenté. Saqué un libro. Retomé la página 238. A los treinta segundos, el chofer apagó las luces. Tampoco iba a poder leer.
—NO SÉ, SERÁ… QUÉ SE YO. MIRÁ, YO UN PALO Y MEDIO TENGO. NO PASA NADA, BOLUDO, HAY DOS GILES MÁS EN EL COLECTIVO NADA MÁS.
Me costó un rato asimilar la derrota. Saqué los auriculares, y perdí unos siete minutos desenredándolos. Me los puse. Seleccioné una canción al azar y cuando le di play, me percaté de que no había sonido alguno en mis oídos. Revisé el reproductor, pero la canción estaba corriendo normalmente. “Se me rompieron los auriculares”, pensé. Puteé otra vez. Lejano, muy lejano, percibía el riff de “Cerca de la revolución”, uno de los temas más potentes de García. Y entonces escuché algo más.
—SSHHH…
Miré al policía. Dormía. Miré al chofer. Estaba en otra. Me di vuelta. Miré a Pablo. Desde el asiento del fondo me hacía señas de que me pusiera los auriculares. Pensé que me estaba tomando el pelo. Resultó que la conexión de los auriculares con la ficha del celular estaba floja, y por eso el tema se oía en todo el colectivo.
—Está bien que no es reggaetón, capo, pero igual -, me chicaneó, el muy conchudo.
Enchufé bien los auriculares y comenzaron a funcionar. Pero ya no escuchaba nada. Pensaba en el pelotudo ese. Iba por el tercer tema cuando me percaté de que a la batería le quedaban escasos minutos de vida. Resignado por la falta de sueño primero, de luz después y de batería por último, opté, simplemente, dejar pasar cada minuto de ese viaje definitvamente garchado por la vida.
Creo que no habían pasado ni tres minutos de silencio cuando el forro irrumpió nuevamente en escena.
—VIEJITO QUERIDO… CÓMO ANDÁS MÁSTER… BIEEEN, BIEEEN… JAJAJA, ¿¿ESO TE DIJO ALEJO?’ QUÉ PEDAZO DE HIJO DE PUTA QUE ES…
Me pregunté una vez más con qué necesidad las personas hablan a los gritos por teléfono. ¿No les da acaso un poco de pudor? ¿Piensan que será divertido para los demás oírlos? ¿Quieren hacerse notar? ¿Son sordos? ¿Son, simplemente, enormes pelotudos?
Miré al policía. No podía creer cómo dormía ese cristiano. Creo con total convicción que podían sopapearle la cara con un ladrillo sin que se mosqueara en lo más mínimo.
Escuchaba también un lejano y rítmico “chi, chichichi, chichichi, chichichi”. Venía de los auriculares del chofer que, saturados de volumen, filtraban la base de una cumbia de mala muerte fuera de los oídos del conductor. Y me invadió otra duda: ¿cómo pueden vender auriculares que no sirvan para contener el sonido contra los tímpanos? Y esto me trajo a colación los auriculares que se caen de las orejas. ¿A quién carajo se le ocurre fabricar auriculares que se caen de las orejas? ¿El tipo que hizo eso sigue teniendo laburo? Es como si te vendieran un auto al que no le giran las ruedas, o un preservativo agujereado. Una estafa total.
—PERO PARÁ, SERGIO, SERGITO QUERIDO, ESCUCHAME UNA COSITA… NO, NO, NO, ESCUCHAME VOS, ESCUCHAME A MÍ QUE YO SÉ…
Fin de la abstracción: el imbécil del fondo seguía gritando. Empecé a notar que el “chi, chichichi” que salía de los oídos del gordo que manejaba –y que me mostraba gratuitamente la raya del culo– también me está hinchando mucho las pelotas. No veía la hora de bajarme de esa especie de infierno rodante.
—NAAA SERGITO, ESCUCHAME, SOY YO, PAPI, NO ESTÁS HABLANDO CON… NO SÉ, EL BOLUDO QUE TENGO ACÁ ADELANTE, SOY YO EL QUE TE LO DICE…
Entonces sucedió. Me quedé sordo. No escuché más nada. Dos potentes zumbidos se agolparon contra mis oídos. También noté que estaba parado. No sabía cuándo había sucedido pero lo estaba. Ya no oía el “chi, chichichi” de mierda ni la voz de púber masturbado del hijo de puta de atrás. El zumbido era cada vez más agudo.
Volví a mirar el raído uniforme del oficial, que dormía como un oso conectado a una bomba de morfina. Esquivé el televisor cuadrado y vetusto de los colectivos de larga distancia. Me incliné hacia el oficial y tomé la reluciente, seductora, poderosa y excitante pistola Bersa Thunder.
Pablo – also known como “el sorete del fondo” – vio que estaba parado y mientras gritaba una conversación que yo ya no oía corrió la cortina para mirar por la ventanilla si estábamos cerca de alguna parada. Escondí el arma y me acerqué a paso firme. Cuando giró la cabeza de nuevo hacia el pasillo, alcanzó a contemplar un extraordinario cañón a menos de medio metro de su frente. Se le transformó la cara y apenas atinó a levantar las manos.
La autopsia dirá que la bala ingresó por el hueso frontal, dos centímetros por encima de la ceja izquierda, trazando un recorrido diagonal desde arriba hacia abajo y con leve orientación en la trayectoria de izquierda a derecha, astillando los huesos craneanos y pulverizando los tejidos que halló a su paso, penetrando por el lóbulo frontal izquierdo del cerebro y desgarrando todo el interior del órgano de forma transversal, dejándolo tan inerte e inservible como cuando estaba vivo. El orificio de salida quedará para siempre marcado en la nuca de ese infeliz, y para rescatar el deformado casquillo deberán hurgar seis centímetros en el agujero perfectamente redondo que quedó en el cabezal del asiento esponjoso.
Claro que el estallido descolocó al chofer, que miró por el retrovisor sobresaltado. Fue ahí cuando tiré el arma y me tomé la cabeza fingiendo haberme golpeado contra los siempre mal ubicados televisores de bondi. Cuando me bajé a las pocas cuadras, obligué al chofer a sacarse un auricular y escucharme:
—Si no sacan esos televisores de mierda, te mando a la CNRT a tu casa. Casi me parto la cabeza. Y aflojá con el aire, mostro, parece Alaska esto. No me pude ni sacar los guantes.
Giré la cabeza antes de bajar el último escalón. El policía seguía durmiendo.

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