Una foto en la Cuesta del Obispo

Esta foto la saqué en la Cuesta del Obispo, Salta, a tres mil metros de altura sobre el nivel del mar. En la imagen se ve la ruta serpenteada que une los valles Calchaquíes con el valle de Lerma, y a Toto, el amigo con el que viajé y que siempre se queja de que saco malas fotos.
La idea del viaje había sido suya. Nobleza obliga, en los papeles era un plan perfecto. Lo propuso después de la tercera IPA, eufórico, como si hubiera tenido su momento Eureka. Le dije que sí por tres cosas: estaba triste, estaba en pedo y pensé que se iba a olvidar al otro día.
Pero no se olvidó. Mientras caminaba hacia el trabajo con la cabeza reventada por haber tomado alcohol un martes, me llegó un mensaje de Toto con un itinerario definido, una captura con precios de aéreos y alquiler de un auto mediano y una fecha tentativa, muy próxima.
No había vuelta atrás. Estaba preso de mi promesa. Pero respiré e intenté, por primera vez en diez años de terapia, seguir un consejo de mi psicóloga.
—Mirá esta separación como una oportunidad —me había dicho— y adoptá una actitud más receptiva a las cosas que se te presentan.
Esa misma tarde, diez minutos antes de irme de la oficina, hablé con mi jefe y pedí los siete días que me debía del año pasado. Disfruté su cara de desconcierto y la desesperación que no podía admitir, porque me necesitaba pero sabía que no podía decirme que no.
Con el diario del lunes, me doy cuenta de que la primera señal de lo que vendría después estuvo ahí, en el aeropuerto. Tras una selfie de rigor merendando en una cafetería tan cara como mala, Toto me pidió que le sacara una foto pensativo, mirando a los aviones a punto de despegar.
Posó de forma sobreactuada. Disparé y se la mostré. La sonrisa se le desdibujó un poco y se humedeció los labios con la lengua antes de hablar.
—Sí, joya —aceptó—. Pero sacá otra. Fijate si puedo salir como que mi mirada apunta al avión ese; ubicá al avión en el margen izquierdo.
Repetí la foto de buena gana y varias veces, por si acaso. Le devolví el celular y las pasó, sin parecer del todo convencido.
—Claro, pasa que el sol… —murmuró, dubitativo, como si no fuera mi culpa— Fue. Gracias, genial.
Cuando llegamos a Salta llovía. Dejamos las cosas en el hotel —coincidíamos en invertir en comodidad— y salimos en busca de vino y empanadas.
—Menos mal que es «la tierra del sol» —dije, con los ojos fijos en el diluvio.
—Eso es Mendoza, boludo —se burló, y empinamos la botella.
Saqué una foto de las copas chocando en el aire, en pleno brindis. Me pidió que se la compartiera por WhatsApp: «Configurala en HD». Se la pasé casi de inmediato, pero menos de cinco minutos después, propuso repetir el brindis y capturó el momento desde su teléfono.
En esas primeras horas la convivencia transcurrió en total armonía, acorde a lo planeado: éramos dos solteros recientes, tras lustros de años en pareja, que no renegaban de la interacción con las turistas y las locales pero que tampoco las forzaban. Nuestro viaje era otra cosa. Disfrutamos de caminar la ciudad a la mañana, tomando mate, almorzar liviano, merendar moderado y cenar a lo bestia; regar cada comida con vino y cerveza y discutir, mientras aplaudíamos una zamba triste en alguna peña, si las empanadas salteñas están o no sobrevaloradas. Lo único que me incomodaba un poco era la adicción de Toto por registrar todo lo que hacíamos: sacaba fotos y hacía videos cortos hasta cuando untaba una tostada en el desayuno. Parecía que había planificado el viaje sólo para mostrarlo en las redes.
El tercer día retiramos el auto alquilado y empezamos la travesía. En Purmamarca tuvimos un primer encontronazo. Después de picar una humita con birra helada en la terraza de un bar que se llamaba «El Porito», subimos al mirador del Cerro de los Siete Colores.
Toto posó de ciento treinta y siete maneras distintas. La fila para la foto se incrementó paulatinamente y empezó a notarse la impaciencia del resto de la gente. Cuando le mostré las imágenes, él intentó disimular la molestia, pero no pudo.
—Boludo, ¿nunca viste una foto vos?
Pasó los siguientes diez minutos explicándome la regla de los tres cuartos, la composición de la imagen, el punto de fuga y no sé cuántas cosas más, y hasta le puso un cuadrante a la cámara del celular. «Para que te sea más fácil», dijo con el tono que emplearía con un retrasado.
Pasamos la tarde recorriendo el pueblito y los puestos de la feria. Purmamarca era un sueño. Fantaseé con un despido, una indemnización millonaria, mi celular en una alcantarilla y un localcito en esa misma feria para vender artesanías y pulóveres de aguayo sin noción de estrés. Decidimos seguir viaje antes de que anocheciera. Apenas puse el auto en marcha, Toto me pidió que lo esperara. Volvió a la media hora, con una Coca y dos tortillas. Esa noche, en Tilcara, posteó diez fotos: la mayoría con el Cerro de los Siete Colores detrás. Todas eran selfies.
Unos días después, en Iruya, las cosas empezaron a complicarse. Aunque manteníamos una relación cordial, empezó a molestarme de verdad su postureo de influencer de la nada.
Se grababa y le hablaba a un público imaginario, con recomendaciones como si publicitara un shampoo. «No saben lo que es esto», «Tienen que venir acá», decía, y promocionaba hospedajes y restaurantes como si fueran fruto de un canje y no de una transferencia de varios ceros.
En cada lugar al que íbamos insistía en su exigencia fotográfica: que el encuadre, que la calidad, que el foco, que la obturación, que la sombra, que el efecto 0.5 y que la puta que lo parió. Él me reclamaba que le cortaba los pies; yo quería cortarle la pija con el hilo de un tamal en chala.
Supe que tenía que tranquilizarme cuando sucedió lo de la Cuesta del Lipán.
La Cuesta del Lipán es un tramo de la ruta 52, cargado de curvas y contracurvas, cerradas, empinadas y, por supuesto, en ascenso y al borde del abismo. Todo hasta alcanzar los más de cuatro mil metros de altura, con un auto ahogado y un cerebro con dudosos niveles de oxigenación.
A pocos kilómetros de la cumbre, y desde la comodidad del asiento del acompañante, Toto me apuntó con el celular y se dirigió a sus seguidores:
—Acá Fede. Mi compañero de aventuras. Un tipazo, ¡pero qué fotos de mierda que saca!
El impulso duró un segundo que pudo ser fatal. Quizás en un delirio fruto de la hipoxemia, evalué desbarrancar hacia el abismo y terminar para siempre con la vida imbécil del forro de Toto, aunque me costara la propia y dejara sin fotos y videos pelotudos a sus veinte seguidores.
La idea sólo rondó mi cabeza, pero Toto percibió mi molestia. Esa tarde en las salinas, y al otro día en Humahuaca, se mostró atento y amable, y sobreactuó su satisfacción por una foto que le saqué en el Hornocal, a pesar de haberle cortado la mitad del cerro a propósito.
Pero cuando regresamos a Salta, a horas de volvernos a Buenos Aires, retomó su actitud estúpida y narcisista.
—Mirá lo que es esta vista —dijo, obnubilado, cuando llegamos a la cima de la Cuesta del Obispo, camino al Parque Nacional Los Cardones—. Esta es «la» foto.
Ametralló una docena de selfies para asegurarse y me pidió que le sacara una de cuerpo entero, con el camino curvilíneo de fondo, y el sol y el valle de marco. Hicimos una infinidad de tomas. Ninguna lo convenció. Me llenó de indicaciones, hasta que le dije:
—Toto, confiá en mí.
Había sonado firme. Quizás demasiado. Toto aflojó, y en tono de disculpa, me dijo.
—Es que me gusta tener lindas fotos, viste, uno nunca sabe cuándo vuelve a estos lugares.
—Tranquilo.
Me extendió su celular y se ubicó delante de un montículo de tierra, de espaldas a la nada.
Empecé a repetirle sus mismas indicaciones, para darle seguridad.
—El sol queda detrás.
—Perfecto.
—Salís bárbaro. Se ven todas las curvitas atrás tuyo.
—Espectacular. Dale nomás.
—Ahí va. Dale un pasito para atrás.
—Podés ir vos para atrás también.
—Está el auto.
—Es verdá.
Toto retrocedió, con las manos en el bolsillo.
—Otro —exigí.
—¿Ahí no entro?
—Dame tetotas —dije, mientras él se acomodaba cada vez más atrás.
—Dale, boludo —se rio.
—Un paso más.
Toto obedeció sin prestar atención, desorientado por la broma. Luego desapareció barranca abajo.
Gatillé en el momento justo, como un fotógrafo profesional.
Tardó unos minutos en volver a subir. Regresó con varios magullones y, para mí suerte, convencido de que el resbalón había sido su culpa. Con vergüenza, rechazó la ayuda de un puñado de turistas testigos del papelón.
Seguimos viaje hacia Los Cardones. Toto estaba callado. Le ardía todo.
—Armate unos mates —propuse, alegre. Hacía tiempo que no me sentía tan bien.
—Dale.
—Cebá cerca de la bombilla —aconsejé, mientras en Spotify sonaba una playlist de una banda indie con un nombre un poco raro.



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