Son las cuatro de la mañana y, como cada día, acaba de despertarme el canto histérico de un gallo. Un gallo en pleno barrio de Caballito. En un departamento orientado al pulmón. El alarido artificial se amplifica como con un megáfono. ¿A quién puede gustarle despertarse con una alarma así?
Sospecho que se trata de alguien que se acaba de mudar. Llevo diez años acá: los ruidos, las voces, las discusiones, los gemidos o los eructos ajenos que se filtran por las paredes ya me son familiares. Pero el «cantar» del «gallo» es inédito. No tendrá más de dos semanas.
Me llama la atención que ninguno se haya quejado del tema en el grupo de WhatsApp de los vecinos. No puedo ser el único que lo escucha, pero es evidente que a nadie más le molesta. Tampoco quiero inaugurar el tópico. Evito participar. La ayuda de hoy es el reclamo de mañana.
Dormito y doy vueltas hasta las siete. Redacto unos textos del trabajo hasta las nueve, que es la hora a la que llega el encargado. Me pongo las zapatillas, bajo a buscarlo y allí está. Manguerea la vereda con torpeza, salpicándose el calzado.
—Marcos, ¿cómo va?
Marcos gira al escuchar el saludo e intenta mirarme a los ojos. Lo logra a medias: el estrabismo le desvía el ojo izquierdo hacia el espejo del hall, a tres metros de mí. De Marcos aprendí dos cosas: que tengo que tratarlo bien, y que tengo que mirarlo al ojo derecho.
—Gola, mbuen día —me saluda, gangoso. Cada vez que hablo con él no puedo más que suponer el bullying del que habrá sido víctima. También me pregunto si habrá sido eso lo que lo convirtió en alguien a simple vista endeble, pero en esencia calculador y peligroso.
—Buen día —repito. Sé que le caigo bien. Siempre fui respetuoso con él, a diferencia de los demás—. Una pregunta: ¿se ha quejado algún vecino, últimamente, de un gallo?
—¿De gun gallo? —cree haber escuchado mal. Su confusión es válida.
—Claro, de una alarma de un celular con ruido como de un gallo —explico—. Alguien, a la madrugada, se despierta con eso y es una pesadilla.
Marcos no contesta enseguida. Frunce la boca. Por debajo del labio se le escapan dos paletas grandes, blancas y rectangulares, idénticas a los chicles Adams.
—De gun gallo… —repasa. Sé que finge, porque como por arte de magia su estrabismo se cura y sus ojos se alinean en el bulto cuadrado de mi bolsillo derecho.
Le extiendo un billete de mil. Marcos se hace el ofendido mientras lo agarra con firmeza y se lo guarda en el mameluco. Los ojos se le vuelven a disociar, y al fin contesta.
—Nop, gnada. Pero gay guente gnueva en el edificio, gapaz…
Los ojos vuelven a sincronizarse a la altura de mi bolsillo. Repito el proceso. Marcos apenas susurra:
—Guinto gué.
Se da vuelta y sigue baldeando la vereda. Comprendo que acaba de dar por terminada la conversación. Lo que no sé es cuál de todas las letras será el departamento «gué» en la fonética de este gangoso de mierda. Decido subir por la escalera. Estoy acostumbrado a subir hasta el tercero, porque es donde vivo. Así que al quinto piso llego sin una gota de aire. Observo el laberinto de puertas: A, B, C, D y E. Una corazonada, o tal vez cierto olor a frito y madera chamuscada me lleva directo a este último.
Me pone un poco nervioso saber que hay gente del otro lado de la puerta. Se escucha una guitarra, una progresión de acordes graves. Me armo de valor y golpeo con firmeza. La guitarra calla. Hay unos segundos de silencio. Cuando se abre la puerta me quedo perplejo.
Tengo frente a mí al hombre más viejo que haya visto jamás. No me resulta exagerado calcular su edad en cien años, y temo quedarme corto. Tiene la piel trigueña y bronceada, y las mil arrugas de su cara parecen hachazos del tiempo. Lo otro que me deja mudo es su ropa. Viste una camisa clara, con un pañuelo bordó en el cuello, anudado a la altura del pecho. Lleva una boina ancha, bombacha de campo y botas de lluvia manchadas de bosta.
—No me diga —adivina, y sonríe con ojos buenos—. Viene por los gallos. Pase.
Entro, más por la inercia del desconcierto que por voluntad propia. No hay manera de que Marcos pueda haberle anticipado mi visita. A cada paso aumenta mi intriga. El living está vacío: apenas hay una guitarra criolla contra la pared y una silla desvencijada. En el centro, sobre el parquet, una pila de ramas de distintos tamaños alimenta una fogata débil.
—Fito y Gervasio —señala con la pera hacia un rincón vacío—. Son mansitos, ve. Pero imagino que aquí en la ciudad puedan molestar un poco.
No entiendo de qué habla. Camina encorvado, pero ágil para la edad que supongo que tiene. Me quedo parado junto a la puerta, y él vuelve a girarse.
—Nino, un gusto.
Me ofrece una mano áspera, sin dudas curtida de trabajar de sol a sol.
Se la estrecho. Luego me señala una banqueta de plástico, que parece lo único nuevo del lugar.
—¿Su gracia? —me pregunta.
—¿Eh?
Cada vez estoy más perdido. El único chiste que se me ocurre es un poco guarango. Habla de por qué no se puede meter un huevo en el microondas.
—Su gracia, m’hijo. Su nombre.
—Ah —respiro, aliviado—. Federico.
—¡Mire usted! Tuve un potrillo que se llamaba Federico. Murió chiquito, nomás. ‘Na lástima. Pichón de pura sangre. ¿Un mate?
Acepto el mate de calabaza enorme que me extiende, más por educación que por otra cosa. No hace un minuto que llegué y aún no alcanzo a procesar todo lo que sucede. Nino mira por la ventana y se ocupa de llenar el silencio.
—’Ta encerrao, acá, con tanto rancho. Ni el sol se ve.
Entiendo que se refiere al pulmón del edificio. El mismo que amplifica para todo el vecindario la alarma esquizofrénica del celular que lo despierta cada mañana. Estoy por decir algo, pero en cambio sorbo el mate. Nino vuelve a hablar:
—¿Vio si estaba para llover? Vendría bien a la cosecha…
Le respondo que no lo sé, intentando un tono amable, porque empieza a molestarme su dominio de la escena. Decido hablar e ir al punto de mi visita, pero Nino se me adelanta.
—Y dígame, entonces, Don Federico, qué lo trae por aquí.
Le devuelvo el mate vacío y me aclaro la garganta.
—Don Nino, en principio es un gusto conocerlo.
Él asiente, con la mirada brillante y una sonrisa bonachona. No tiene más de dos piezas dentarias.
—Entiendo que es nuevo, usted aquí en el edificio, y sepa que es bienvenido.
Nino chasquea la lengua.
—Bueno, nuevo, lo que se dice «nuevo»… —relativiza, y busca una explicación—. Digamos que es temporal. O eso dice mi hija, qué se yo. Dice que ya no estoy para estar solo, dice. Allá, en el campo. Como si hubiera un lugar mejor para mí. Lo’ hijo’… Se ponen raros, vio.
El chisme me intriga, pero logro que no me gane la pulseada.
—Entiendo, sí. Pero verá que acá las normas son distintas a las de la vida en el campo, donde uno está un poco más… —intento evitar la palabra «solo». No lo consigo— solo, ¿vio?
Don Nino larga una risita corta, con sarcasmo.
—Federico, no hay lugar en el que me sienta más acompañado que en el campo.
—Lo sé, a lo que me refiero…
—El canto del gallo y los pájaros por las mañanas —me interrumpe—, los perros que vienen a buscar comida de la noche anterior a la puerta del caserón. Las vacas que mugen, los relinchos, las luciérnagas… ¿Sabe cómo acompaña todo eso, Federico?
—Sí, de chico fui a una granja, y…
—Los grillos a la noche, el crepitar del fuego; hasta las sombras que uno no sabe ni de dónde salen, m’hijo. En el campo uno nunca está solo.
—Lo que quise decir…
—Uno está solo aquí, que lo tratan de loco, o de enfermo, y no lo dejan irse a dónde se tiene que ir. En su campo, en su tierra, m’hijo. Uno tiene que elegir dónde volverse tierra.
La voz de Don Nino se resquebraja. Él agacha la frente y tose brevemente. Cuando vuelve a levantar la cabeza, sus ojos están húmedos. Su mirada buena y su boca desdentada despiertan una ternura profunda.
—Y uno intenta adaptarse, eh. Uno intenta. Mire lo que es este lugar, lo que me han permitido hacer con tal de sentirme como en casa.
Don Nino abre las manos desde su silla y señala a su alrededor.
—Mire ahí cómo han cagao los caballos…
El rincón que indica está totalmente limpio.
—¿Y el chancho que estoy engordando en la habitación de mi hija? Ahora porque lo tengo encerrado por usté pero, ¿sabe el olor que larga?
En el departamento no hay más que un baño y un dormitorio. Las dos puertas están abiertas. No hay olores, ni ruidos, ni mucho menos chanchos.
El gesto de Nino ahora es de una resignación honda.
—Y los gallos… Yo ya sé que a todo el mundo le molestan los gallos, pero mírelos otra vez, mire lo mansitos que son durante el día.
Don Nino señala con el mentón el mismo rincón vacío que había señalado apenas entré al departamento.
—Qué quiere que haga con los gallos, dígame usté. Son mi única compañía acá. Mi hija anda ahí fuera todo el día, vuelve de trabajar bien tarde… Y yo acá a pura payada y guitarreada, pa’ pasar el tiempo, amigo, nomás. Para pasar el tiempo hasta que no haya más.
Reina un silencio denso. El único indicio de campo en el ambiente es el propio Don Nino. Su vestimenta, su voz quebradiza y sus ojos inundados de añoranza, y tal vez de Alzheimer o una demencia senil avanzada. Eso, y la fogata improvisada en pleno living.
Decido seguir su línea de razonamiento.
—¿Los gallos sólo cantan a la mañana?
Sorbe su mate con tristeza. Me ofrece uno. Acepto por cortesía.
—Sólo a la mañana, cuando está la Claudia. Ya ve que no es pa’tanto. Ella también se queja, pero me los deja pa’ que me despierte al alba.
Me conmueve el acto de amor de Claudia. El ardid tecnológico para engañar al cerebro centenario y achacado de su padre y llevarlo a un lugar mejor cada mañana, con la simple alarma de un celular. Pero no quiero desear la muerte de Don Nino para que la tortura se termine.
—Mire, Nino. Créame que lo entiendo. Pero en mi carácter de miembro del Consejo de Propietarios —miento—, tenemos que interpretar y seguir ciertas normas. No me mire así, escúcheme lo que le voy a decir.
Nino permanece expectante. Le cuelga una lágrima del ojo derecho, como una estalactita salada.
—El chancho, vaya y pase. Pero piense en los gallitos. Tito y…
—Fito. Fito y Gervasio.
—Fito y Gervasio. Piense en ellos. Y luego piense en usted. Piense en lo desarraigado que se siente. Piense en cuánto extraña el campo. El olor de la soja, del moho del estanque, de la chapa oxidada del molino.
Él hace un gesto de desconcierto que ignoro. Continúo. Siento que me escucha y que tengo posibilidades de convencerlo.
—Si usted se siente así, ¿qué le queda a estos pobres… bípedos?
Me envalentono.
—Como miembro del Consejo estoy para mediar en los problemas entre vecinos. Pero tengo alma, Don Nino. Y también tengo un primo que tiene un campo. A quien ahora mismo, con un mensaje, puedo pedirle que venga a buscar a los gallos para que vuelvan a ser libres.
Nino baja la mirada, balancea la cabeza. Luego se pone de pie. Entiendo que quiere que lo acompañe hasta la puerta. Una vez allí, me sonríe con resignación.
—Usted tiene buen corazón, Don Federico. A mí no me queda tanto, y estos gallitos han de ser jóvenes todavía.
Hay una breve pausa. Cuando habla otra vez, Don Nino no se dirige a mí.
—Fito, Gervasio. Va, va. Caminen, vayan con el hombre. Eso, eso.
Ahora sí, me mira y se afloja.
—Que los cuide, dígale a su primo. Me han hecho mucha compañía. Ya habrá otra forma de despertar mañana.
Asiento, y antes de que Nino cierre la puerta, le pregunto, con temor y también con curiosidad.
—¿Oveja trajo?
Don Nino no responde. Cierra la puerta, enigmático.
Bajo hasta el tercer piso, con cierta tensión en los hombros. Cuando llego a la puerta de mi departamento, miro al pasillo, a donde se supone que están los gallos. Hago un gesto al espacio vacío para indicarles que no hagan ruido y me esperen ahí, quietitos.
Entro a mi casa sólo por un instante, y vuelvo a salir al pasillo. Con un movimiento veloz, le corto la cabeza al más alto de los dos con una cuchilla de cocina. La sangre me salpica la cara. Aún decapitado, el gallo da un par de volteretas erráticas y finalmente cae al suelo. El segundo revolotea, con la intuición animal del peligro inminente. Cuando quiere escapar, lo degüello a traición y se desploma en el acto.
Ya en planta baja, le ofrezco a Marcos un billete de los grandes a cambio de que limpie el pasillo del tercero sin hacer preguntas.
Fito y Gervasio


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