El sábado me levanté temprano y manejé más de ciento cincuenta kilómetros para llegar al cumpleaños de mi amiga Lucila. Lo festejaba en un campo ubicado en la localidad de no sé dónde de la provincia de Buenos Aires. Era un plan prometedor de asado, sol y fernet en la pileta —que en realidad era un tanque australiano— y de quedarnos a dormir para volver el domingo a última hora. Salí a la ruta despejada, con los anteojos negros y el mate humeando, y no pude menos que sentirme feliz. Ni siquiera pensé en que no iba a conocer a nadie, o en lo tortuosa que sería la vuelta del domingo con tránsito, resaca y depresión. Eso era problema del Fede del futuro. En lo único que podía pensar era en embriagarme como si no existiera mañana y en levantarme por fin a Clara.
Durante todo el trayecto la imaginé llegando al campo, con un look veraniego, una capelina, anteojos de sol, una remera corta que revelara un piercing seductor en el ombligo. La imaginé con su corte a lo Cleopatra, su sencillez cautivante, su innegable estilo. Clara tenía eso: no era una modelo de lencería, era sencilla y tenía estilo. Nadie podría explicar desde la óptica de la belleza hegemónica imperante por qué Clara era tan hermosa. Nunca supe si alguna vez había tenido chances con ella. No sabía siquiera si ella me registraba.
Pero yo la imaginaba. No podía hacer otra cosa. Al atardecer, abrigada con un buzo mío que le quedaría enorme. Recostada sobre mí, con la confianza que construiríamos durante el día. Riéndose de mis chistes, deslumbrada en silencio mientras yo animaba el fogón con una guitarra. No pude contener, al final, la expectativa machista básica de proyectarnos en la soledad de la noche, ajenos al monte misterioso, garchando como descerebrados con un coro de grillos de fondo y sobre la incómoda picazón de los fardos de heno contra nuestras nalgas blanquecinas.
Al campo llegué casi a las once. Abrí la tranquera y acomodé el auto bajo las ramas deprimidas de un sauce. Lucila me saludó con un abrazo. Clara no había llegado y tampoco el encargado del asado, comentó mi amiga, creo que preocupada por la hora. Lamenté no haber desayunado más que una tostada. Alguno me ofreció un porro, pero decliné por considerarlo muy temprano. A la sombra de la parra había una mesa con papitas y chicitos, así que me acerqué, saludé a los amigos de Lucila y me armé el primer fernet de la jornada, mientras admiraba el pasto, prolijo y brillante.
Clara llegó enseguida. No había acertado en nada al imaginarme su look, pero estaba todavía más linda. Sí llevaba anteojos de sol y, además de sus dos hermosas tetas, un simpático bulldog francés contenido por un pretal lila.
—Awww amiga, ¡viniste con Rudolph! —la recibió Lucila.
Siempre tuve ciertos prejuicios para los amigos que se dicen entre sí «amigo», «amiga», «ami» o cualquier derivación similar. Tengo la teoría de que cuantas más veces tu amigo te dice «amigo», menos amigo tuyo es. Pero Lucila era así, cándida, a veces hasta un poco boluda.
Clara hizo un saludo general, aunque no éramos tantos, y sentí ese primer impacto de distancia. Solo le dio un beso en la mejilla a las pocas personas que conocía. A mí me ubicaba nada más que de las redes.
—Trajiste la carne, ¿no? —intenté romper el hielo— Si no llega el parrillero creo que vamos a comer en septiembre.
El chiste no tuvo el eco que esperaba. El resto de la gente parecía muy colgada. Calculé que estarían fumando desde bastante más temprano.
Clara contestó cortante.
—No —sacó un paquete verde de hamburguesas de soja y se dirigió a Lucila—. ¿Dónde puedo guardar lo mío?
Se escucharon varios bocinazos triunfales. Una camioneta gigante entró a toda velocidad por la tranquera.
—Ahí llega el Pity —se alivió la cumpleañera.
Pity bajó de la camioneta. Era un flaco desgarbado, raquítico, sin remera y lleno de tatuajes gastados. Tenía tanta vitalidad como escoliosis. Llevaba el pelo largo, rastas y mucha pinta de haberse despertado recién. Saludarlo fue como darse un chapuzón en un frasco de flores.
Pity empezó a bajar bolsas de carbón de la caja. Tres, cuatro bolsas. Cinco, seis, siete. Se sacudió las manos.
—¿No es mucho, Pity? —preguntó Lucila, tentada por los movimientos desprolijos del fumón.
—Naaaah, amiga, vos tranqui.
Otro boludo que decía «amiga».
Después de vaciar la chata de carbón, por fin sacó dos bolsas transparentes con carne. Las llevó a la heladera. Le ofrecí ayuda.
—¿Bajo algo más?
—Naaaaah, amigo, ya está. Es esto.
—¿Seguro? ¿No querés que baje el resto de la carne?
—No hay más, amigo, es esto.
Hubo un murmullo general de duda, que Pity desestimó con gesto canchero y sobrador de parrillero consagrado. Se jactó de haber hecho más de trescientos asados en su vida. La única manera de que esa carne alcanzara era que los invitados estuvieran en huelga de hambre.
Cuando el escoliótico asador prendió el fuego ocurrió el primer sobresalto. Unos gruñidos, un quejido agudo y un par de gritos histéricos rompieron el curso tranquilo del mediodía.
—¡Pituca, no!
—¡Que no la agarre!
—¡Ay, no, guarda!
—¡Rudolph! ¡Vení para acá!
Lucila sostenía un conejo en el aire, desde los rollos del cuello, a una altura a la que el hosco bulldog no llegaría ni con un trampolín. Clara retó a su mascota y Lucila se disculpó y metió a su coneja en una jaula, dentro de la casa. Rudolph se echó al sol, cerca de su dueña.
Para paliar la espera, varios se metieron en la pileta y otros seguimos tomando fernet en soledad a la sombra de la parra. Me inquietaba un poco no haber logrado demasiadas interacciones con Clara, que ahora se había acomodado al sol y estaba inmersa en su celular.
Una hora después no había noticias del asado. En los bowls solo quedaban los escombros de lo que en algún momento habían sido papitas y maníes. El estómago me chirriaba como los frenos de un colectivo de línea. No podía imaginarme lo que serían las tripas de los más drogadictos.
Para las cuatro de la tarde, cuando Pity puso sobre la mesa dos cachos insólitos de vacío para veinticinco personas, yo ya estaba bastante borracho. Y todos, menos Clara que no se había metido, teníamos una angurria criminal potenciada por la pileta y el bajón de cannabis. Casi derribamos la puerta mosquitero de la casa con una patada de allanamiento en búsqueda del pan. Algún impaciente le preguntó a Lucila adónde estaba, bordeando el tono de apriete.
—Me van a matar —dijo, tomándose la frente—. Me dejé la bolsa en casa.
Comimos las fetas de vacío con las manos, adornándolas con un tomate o a lo sumo una hoja de lechuga. Cuando se terminó, todos teníamos más hambre que antes. Todos, menos Clara, que además de hermosa estaba pipona con sus dos medallones de soja.
Pity, creo que un poco inquieto por su mal cálculo y con cierto temor a que nos lo comiéramos a él, se atajó:
—Tranquilos. Para la noche voy a la despensa que hay acá cerca y traigo una promo de hamburguesas.
Lo único que me hizo mantener la cordura fue mirar a Clara tomar sol. Estaba recostada boca abajo en una manta sobre el pasto, su piel dorada, tersa, perfecta. Acerqué una reposera y me ubiqué a una distancia prudente. Había dejado el celular. Eran casi las seis de la tarde.
—¿Hace mucho que sos vegetariana?
Clara me miró por primera vez en todo el día. Pensé que me iba a contestar con el desinterés de quien se sabe deseada por alguien que no le interesa en lo más mínimo, pero bien por educación o por aburrimiento, fue muy simpática.
Respondió que no, que hacía dos años, que todavía le costaba, pero que era una convicción personal. Me contuve de hacer chistes que arruinaran todo y vi su vaso vacío.
—Voy a hacerme un fernet. ¿Te preparo uno?
Clara sonrió y me contestó con entusiasmo.
—Ay, ¡qué divino! ¡Dale!
Mientras armaba el trago pensé en la imbecilidad del hombre ante la mínima interacción exitosa con una mujer. Si me sonreía otra vez estaba dispuesto a jurarle mi conversión inclaudicable al veganismo. Volví para sentarme junto a ella, pero un retardado me había ocupado el lugar.
—Servite —le acerqué a Clara.
—¡Ay, gracias! Vení, sentate.
Me hizo un lugar en la manta. El corazón me latía a seiscientas pulsaciones por segundo. Si lo ponían en lugar de la bomba centrífuga de la pileta, hubiera podido vaciarla y volver a llenarla en segundos con mi sangre.
Charlamos durante varios minutos. Era mucho más cordial de lo que me había parecido al principio. No teníamos muchas cosas en común, pero sí lo más importante: no nos parecíamos en nada al resto de los drogadictos que hacían estupideces en la pileta, y eso nos hermanaba.
—Quedate cerca mío, vos que no estás tan drogado —dijo.
Se me secó la garganta y casi me ahogo con un fondo de fernet. De pronto me sonaron tanto las tripas que Rudolph se sobresaltó y se acurrucó contra ella.
Clara se rio.
—Tranqui, que Pity ya salió a comprar las hamburguesas.
Pity había salido a comprar hamburguesas, sí, y no tardó más de quince minutos en volver y anunciar, con inflexión heroica, que había comprado las últimas treinta que quedaban, justo antes de que cerrara el almacén.
Treinta, pensé.
Treinta hamburguesas para veinticinco personas.
Creo que fue ahí cuando empecé a perder el rumbo, porque no creo haber estado tan borracho como para olvidarme de la secuencia exacta de los hechos. En mi mente, todo lo que pasa a continuación entra una nebulosa que atribuyo más al hambre del momento que a la ingesta etílica.
Seguí sentado junto a Clara y Rudolph. Ella me hablaba animadamente y llegó a bromear con convidarme de sus hamburguesas veganas. Forcé una sonrisa que me costó demasiado. Sólo podía pensar en cómo iban a llenarse veinticinco personas con treinta hamburguesas.
Clara me empezó a parecer insoportable. Hacía un ruido raro con la nariz cuando se reía y su voz se aflautaba cada vez más conforme entraba en confianza. Temí que dañara los oídos hipersensibles del perro o de otros animales del campo. En un momento se apoyó sobre mi hombro.
—Voy a chequear la comida —dije, y me levanté de un salto.
—Dale —dijo Clara, desconcertada—. Un buzo no tenés, ¿no? Está fresquita la noche.
—No.
Me quedé en la parrilla hasta que la carne estuviera lista, como un perro esperando a que caiga al piso aunque sea un cacho de grasa.
Cuando Pity sirvió, apenas pude manotear un sanguche miserable. En pocos segundos no quedaron ni las migas. La horda de idiotas que antes se drogaba o bailaba en la pileta se había convertido en una manada de leones ágiles que se abalanzaba sobre un alce pequeño e indefenso.
Quizás fue eso lo que terminó de alterar mis facultades. Esa imagen salvaje de documental de National Geographic derribó mis barreras de socialización y me sumió en los instintos más primitivos: los de la naturaleza intrínseca del hombre y su inevitable pulsión de supervivencia.
Pregunté por el baño y abrí la puerta mosquitero de la casa. En el living yacía la jaula de Pituca. La coneja masticaba con velocidad una hoja de lechuga. En otro contexto, sus movimientos gráciles me hubieran causado ternura.
Antes de entrar al baño pateé la traba de la jaula.
Mientras me lavaba las manos oí el horror: gruñidos, gritos, llantos, y el vacío de la tragedia consumada.
Volví al patio. Lucila discutía con Clara, que contenía las fauces sangrientas de Rudolph. Tomé el cadáver maltrecho de Pituca y caminé hasta el tanque australiano.
Lo enjuagué varias veces. Las objeciones alteradas de los demás no me detuvieron.
Después tomé un cuchillo, levanté al conejo inerte frente a los ojos de Pity, que seguía al lado de la parrilla como el buen asador que decía ser, y le ofrecí las dos cosas.
—A ver ahora, Mallmann.
Clara dijo llorando que todo era un horror, le hizo upa al gordo Rudolph y corrió hasta su auto. Luego encendió el motor e instantes después se perdió en la oscuridad de la calle de tierra. Lucila nos dedicó una mirada de odio y se encerró en la casa.
—¡Dos menos! —celebré, y lo apuré al Pity— Metele, Bob Marley, que estoy cagado de hambre. ¿Nadie trajo una guitarrita, como para tocar un rato mientras se hace el bicho ese?
Pituca


Deja un comentario