Emoción Violenta

Mi primer tatuaje me lo hice hace poco. Había sido, por supuesto, la promesa más liviana que se me ocurrió cuando fuimos a penales contra Francia. Me cuesta acostumbrarme. Pero cuando me miro al espejo, y veo en mi espalda esa obra de arte, todavía respiro aliviado.
Tardé casi un año en cumplir; si procrastino cosas que no llevan más de quince minutos, ¿cómo no iba a demorar algo que después dura para toda la vida? Además, tenía ciertos reparos. De chico creía que tatuarse era sinónimo de portar HIV o integrar una mara salvadoreña.
Pero ahora tengo una visión un poco más amplia de la vida, soy adulto y hago cosas de tal: meriendo antes de las cinco de la tarde, abro un vino cualquier día de la semana, invierto en papel higiénico, me frustro por el naufragio a la deriva de mi vida y me tatúo a los 33 años. Una vez que me decidí comenzaron las preguntas. ¿Cómo elijo un diseño adecuado? ¿Y si me queda mal? ¿De dónde saco un tatuador? ¿Debe ser alguien con quien me sienta a gusto, como pasa con los psicólogos, o son todos más o menos iguales, como los mecánicos?
Le mandé un mensaje a mi mejor amigo, Chicho. Chicho es quizás el ser humano menos adaptado al sistema que haya conocido la Era Cenozoica. Chicho está tan tatuado que a veces se me dificulta encontrarle los ojos cuando estamos hablando.
—Chicho, ¿conocés a algún tatuador?
—Qué hacés, peteado —me saludó—. La verdad que no, nunca vi ninguno. Los sesenta y siete tatuajes que tengo son manchas de nacimiento. ¿Viste qué culo? Salieron chetas.
—Dale, pelotudo.
—¿Yo, pelotudo? Preguntás si conozco algún tatuador. ¿Qué te pensás? ¿Que me los hice solo, con una Bic y una aguja del costurero de mi abuela?
—Entendí, Chicho, entendí. Me refería a si me podés…
—Qué vieja puta mi abuela, eh.
—…Si me podés recomendar a uno.
—¿Qué te querés hacer?
—Un tatuaje.
—De qué, retardado. No es lo mismo que te quieras hacer un mandala a que te quieras hacer la cara de María Laura Santillán.
Chicho tenía una obsesión con María Laura Santillán. Nunca supe por qué, ni me animé a preguntarle. Pero la mencionaba cada vez que había que poner un ejemplo de algo. En secreto, sospecho que, en otros tiempos, en su casa veían mucho «Telenoche».
—Algo chiquito, no sé. Para arrancar. Una Copa del Mundo.
—Otro boludo con la Copa del Mundo…
—Y bueno, pajero, ¿qué querés que me haga? ¿La Davis?
—Te paso a Maquinola.
—¿Así se llama?
—¡Qué se yo cómo se llama! Lo conozco de tatuarme, no le pedí el pasaporte. Vos decile Maquinola, de parte de Chichín.
—¿«Chichín»?
—Chau, no me seques más los huevos —y cortó.
Agendé el contacto y le escribí por WhatsApp, presentándome como amigo de Chicho.
—¿De quién? —fue la respuesta, sin mediar saludo.
—«Chichín» —corregí, a riesgo de ser ultrajado vía anal el día que me conocieran.
—Uuuuhhh, Chichín. Capo. Saludos para él. ¿Qué te querés hacer, amigo de Chichín?
Traté de explicar todo en un solo mensaje. No quise parecer inexperto, así que di algunas indicaciones generales. Igual, al final aclaré que era la primera vez que me tatuaba.
—Cheto, maquinola —me contestó, y comprendí el nombre del lugar—. ¿En toda la pierna?
—Pensaba algo más chico…
—¿Todo el brazo?
—Un poco menos… .
—¿Una Copa chica, en la espalda, a la altura del omóplato, porción media del trapecio derecho?
—Exactamente eso.
—Venite el jueves. ¿En qué horario podés?
—¿A la mañana está bien?
—A la mañana nos levantamos solamente para vomitar, y no siempre. ¿16 horas? ¿Podés? Te lo hace uno de los pibes, Emoción Violenta.
—16 horas, entonces.
Me mandó un diseño y un presupuesto que me parecieron aceptables, así que me dediqué a esperar el turno.
Lo que más me molesta hoy es no haberme dado cuenta antes de que iba a tener un pésimo día. El jueves me desperté entusiasmado, pero las señales se hicieron evidentes desde que me levanté, me senté a tomar el café con leche, me quemé y lo volqué sobre mi celular. Me traté de convencer de que el incidente no me condicionaría, pero sabía que cuando el día se tuerce desde tan temprano luego es imposible enderezarlo. Para peor, una vez que cometo una torpeza, las siguientes caen en catarata, como si la motricidad fina se tomara el día. Para las diez de la mañana ya me había agarrado los dedos con la puerta, golpeado la rodilla contra el escritorio y caído un paquete de yerba en el piso. La jornada laboral no colaboraba: tenía que mandar cuatro informes aburridísimos para el mediodía, y doce menos cinco se me cortó el wifi.
Apuré los trabajos en el café de la esquina. A las tres de la tarde me fui a tomar el 55 para llegar hasta Palermo. Estaba sobrado de tiempo, pero el colectivo tardó más de media hora en pasar. Cuando por fin me subí, como era de esperar, estaba hasta las pelotas.
Casi todo el viaje fue insoportable. Tenía que tener cuidado en cada frenada para no terminar a upa del colectivero o sentado de culo en la palanca de cambios. A medida que avanzó el recorrido, logré, al menos, cierta estabilidad, y de a poco escalé hasta el fondo del bondi. Empujé a cuanto ser humano me fuera posible y aproveché cada resquicio donde calzaran mis pies para llegar lo más atrás que pudiera hasta que me topé, por supuesto, con un imbécil con mochila en la espalda, bloqueando la mitad del pasillo. Le pedí permiso tres veces y no se movió. A la cuarta, lo intenté mover de un topetazo. Pero era más macizo que el cajón de de roble en el que hoy descansa mi abuela Norma.
—Disculpame, flaco —me atreví—. ¿Te podés mover?
El idiota se dio vuelta. Llevaba tatuado cada centímetro de sus bíceps gigantes y su cuello. Tenía la contextura física de Connor McGregor y el brillo asesino de los ojos del Mike Tyson de los noventa. Juraría que no masticaba un chicle, sino la mismísima oreja de Evander Holyfield. Por alguna razón bastante estúpida, o por muchas, no me intimidó.
—Cincuenta años y llevás la mochila como si estuvieras por entrar a primer grado.
No sólo no tenía cincuenta años, y hasta era muy probable que fuera mucho más joven que yo. Pero fue la única ofensa que se me ocurrió.
—Señora, si quiere viajar cómoda, pídase un taxi —me recomendó.
Me esforcé por escabullirme y murmuré un «pelotudo», ni tan bajo como para que no escuchara que le dije algo, ni tan alto como para que lo oyera con claridad. Tyson bajó en la siguiente parada, giró, me buscó en el tumulto de pasajeros y se pasó el dedo índice desde la yugular hasta el centro de la garganta. Llegué por fin hasta el último timbre y miré el cartel de la esquina. Me había pasado al menos por dos paradas y casi era la hora de mi turno para el tatuaje.
Caminé deprisa bajo los treinta grados de diciembre. Vi el cartel de Maquinola Tatoos. Miré el reloj y me apuré. Cuando estaba a punto de entrar, sentí mi zapatilla hundirse en la pastosa suavidad de un sorete monumental, que elegí creer que era de perro. Después de las maniobras de caminata lunar para pincelar la mierda contra el cordón de la vereda, entré. Había varias camillas juntas, muchos posters con dibujos raros que se tatúa la gente y cuadros de bandas de heavy metal, entre otras cosas. Un chico joven me atendió con amabilidad.
—El amigo de Chichín, ¿no?
—El mismo.
—Sentate. Emoción Violenta llegó hace un cachito, se echa un meo y está con vos.
—No hay drama.
—¿Nervioso? Mirá que si sale mal, te queda así para siempre, eh —bromeó, y al instante me tranquilizó—. Nah, tranquilo. Emoción es un profesional.
En ese momento, detrás de una cortina de tela, emergió un grandote de bíceps muy trabajados y completamente tatuados, al igual que su cuello. Guardó algo en una mochila idéntica a la que había visto en el colectivo. Todavía masticaba la oreja de Holyfield.
—Pasá —dijo, con voz grave y seca.
Me indicó que me sacara la remera y me pegó un papel con el diseño de mi tatuaje en el omóplato derecho. Sopesé la posibilidad de disculparme por lo del colectivo, pero no tuve valor. Me señaló un espejo y le di mi aprobación. Me señaló la camilla con el mentón, sin dirigirme la palabra.
Me acosté boca abajo. Estuve a punto de levantarme y huir, cuando sentí un zumbido y la perforación de las agujas en la piel.
Había preguntado a varios amigos si hacerse un tatuaje era un proceso doloroso. Varios me contestaron, superados, que para nada, o que dependía del lugar, pero que en general no, y que la reputa que los parió. Sentí que me estaban cortando con un bisturí al rojo vivo.
¿Era a propósito? ¿Estaría utilizando alguna técnica más dolorosa para torturarme por nuestro encontronazo previo? En eso pensaba cuando se me ocurrió una posibilidad remota, sí, pero esperanzadora: ¿y si no me había reconocido?
Yo había pasado por detrás suyo, él me había visto casi sobre su hombro, de reojo, en un colectivo atestado de personas. Yo retuve sus señas particulares —tatuajes, por ejemplo— porque estaban a la vista, pero mi cara era la cara estándar de cualquier pelotudo con barba.
—¿Duele? —preguntó de pronto.
—Para nada —mentí.
Eso me alentó: si recordara que, unos veinte minutos antes, lo había tratado de pelotudo y de cincuentón y alumno de primer grado al mismo tiempo, no le importaría demasiado mi padecimiento. Intenté relajarme y me enfoqué en mi respiración, para tolerar el dolor.
Procuré desviar mis pensamientos hacia algo positivo: intenté seguir con mi imaginación el trazo del tatuaje. De materializar en mi cabeza el dibujo que Emoción Violenta estaba tallando en mi espalda. De visualizar esa Copa del Mundo gloriosa, seductora, definitiva, eterna. Imaginé plasmada en mi piel cada curva de las figuras majestuosas de oro macizo que cargan en su espalda la gloria del mundo en ese trofeo perfecto. Visualicé, percudida en mis poros, cada línea soñada por su diseñador, el escultor italiano Silvio Gazzaniga, sus brillos, sus sombras, su magnificencia. Cerré los ojos y sentí, prácticamente vi, el recorrido de la aguja cortarme la piel hasta inmortalizar la base de la Copa, donde se graban para la posteridad los nombres de los países que alcanzan la gloria selecta para unos pocos, y que mi país, mi tierra, mi pueblo había conseguido en tres ocasiones. Lo sentí ilustrar, con líneas irregulares indelebles, los detalles del tronco de la Copa, alargados, fálicos… Fálicos… Y entonces, sólo entonces, sentí que me bajó la presión.
No podía ser, no podía. O sí. Sí podía ser. Era perfectamente posible.
La base ancha de la Copa, tan curva y ovoide en mi espalda, ¿era realmente una base? ¿Y esa zona troncal en la que se erigen las figuras, eran dos cuerpos humanos, o eran gruesas venas que bien podrían irrigar un pene hasta lograr una erección formidable y sostenida? ¿Era el mundo, era un globo precisamente, lo que delineaba en la parte superior de mi espalda? ¿O era, ni más ni menos, que un glande, lustroso y circunciso, al que coronaba con una sutil franja que bien podía ser tanto el contorno de Chile como una uretra lisa y llana? «Una pija», dictaminé, sin emitir palabra. «Me está tatuando una pija. Voy a tener una verga enorme e hiperrealista en la espalda, para toda la vida».
Estuve a punto de levantarme, cuando Emoción Violenta pasó un paño por la zona y habló.
—Listo. Mirate en el espejo.
Me quedé inmóvil. Él me miró, con desinterés. Levantó sus cejas, como diciendo, «¿Y?».
Me puse de pie, tembloroso. Me acerqué hasta el espejo vertical y miré por encima de mi hombro.
Apenas irritada, pero bien definida, en mi espalda llevaba, por el resto de mis días, una Copa del Mundo sublime, una auténtica obra de arte.
—¿Y? —preguntó, impaciente.
—Está… Está increíble —titubeé—. Muy buena. Sos un fenómeno. Me encanta.
Sonrió. Aflojé el gesto. Me puse la remera y hasta me animé a hacer un chiste sobre el dolor. Me pegó una especie de nylon y me pidió que no me lo sacara por al menos tres días. Me recomendó cremas y protector solar. Hice el pago por transferencia y enfilé hacia la salida.
—¿Cómo quedó eso, maquinola? —me preguntó el recepcionista.
Me subí la remera hasta la cabeza.
—Flama —decretó.
Decidí dejar la compra de la crema y el protector para más tarde y caminé hasta la parada del 55. Las palabras del recepcionista resonaron en mi cabeza: «Emoción es un profesional». Lo era, sí. El colectivo pasó algunos minutos después. Por suerte, venía casi vacío.



Una respuesta a “Emoción Violenta”

  1. Excelente. Ingenioso. Por momentos temí el final. Jajajaja

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