El método persa

Ana me avisó que terminaba una «call» y se iba al «gym» porque estaba «stressed out». Eso último lo tuve que googlear. Tenía una calza que le marcaba un culo perfecto y me hacía muy difícil iniciar una discusión, pero junté coraje y le pregunté.
—¿No habíamos quedado en hablar?
—Ahora no, gordo, dale —me rogó. Me dio un beso fugaz, con el que apenas me tocó los labios, y se fue con su ojete esculpido por los dioses antes de que pudiera retrucar.
Pasé las siguientes dos horas evaluando si lo mejor era esperarla en el sillón, con un pucho y aires dramáticos, o dejar que llegara, se duchara, se relajara y atacarla con la guardia baja. Sentí el ruido de la llave en la cerradura. Aún no me había decidido, así que improvisé.
—Ana, ¿para dónde vamos?
—¿Eh?
—Para dónde vamos. No entiendo, ¿esto va a ser así siempre?
—Gordo, ¿otra vez viste Los puentes de Madison?
—No. O sea, sí. Pero no tiene que ver con eso. Es que no entiendo…
—¿Me puedo bañar? —interrumpió—. Tengo las tetas todas transpiradas.
Hija de puta, Ana. Tenía un máster en incomunicación estratégica. Sabía que ese comentario me iba a obligar a mirar las dos Caprichito estranguladas por el top deportivo y distraerme con la gota de sudor río abajo entre sus gomas y sus timbres de portero eléctrico de PH al fondo.
Ganó esos segundos para desaparecer de mi vista y meterse en la ducha. Veinte minutos después apareció con su salida de baño. Yo la esperaba en el living, con la luz tenue de la lámpara de pie del esquinero y, ahora sí, un whisky en la mano.
Ana me miró, mientras se secaba el pelo con una toalla.
—No vamos a coger —advirtió.
—No. Vamos a hacer otra de las cosas que no hacemos nunca —la tranquilicé—. Vamos a hablar.
Disfruté de saberla sin salida: había trabajado, había ido al gym y se había duchado. Y yo le había ocupado el sillón en el que se sienta a ver series hasta cualquier hora. Había anulado por completo sus chances de escape.
—Obvio amor —fingió serenidad—. ¿De qué querés hablar?
Fui al grano.
—Estamos pisando los 40.
—¿«Estamos»? —se indignó.
Gambeteé el dardo. Tenía que evitar sus distracciones.
—Deberíamos pensar en procrear —disparé.
Ana amagó a pararse.
—Ya lo hablamos.
—No, siempre esquivás el tema.
—¡No lo esquivo! Pero… Qué se yo, que fluya.
—Ana, hay cosas que se planifican. Mi espermatozoide más joven te va a engendrar al señor Burns.
—¡Tarado! —festejó el chiste, pero para distraer—. ¿Pido para cenar?
Buscó el celular.
—Ana, discutámoslo.
—No. No cedés. Nunca puedo terminar una fras…
—¡Prometo que no interrumpo!
Hizo una breve pausa.
—No peleemos, dale. Me gusta cuando estamos bien, cuando disfrutamos… —se acomodó la bata, dejando a la vista, como al pasar, el elástico fino de una tanga negra con la que hubiera querido que me ahorcara como Clemenza ahorca a Carlo Rizzi en El Padrino.
Era inútil. Siempre me llevaba al mismo lugar: esquivaba las conversaciones incómodas mareándome con seducciones hasta vencerme. Después me pasaba la lengua por los labios y me disuadía de toda contienda que no incluyera dos pares de piernas enredadas en cualquier posición.
Estuve a punto de caer, cuando me acordé de la charla con mi amigo Guido.
—No —dije—. Discutamos con el método persa.
Me miró con cara de no entender un choto.
—¿El qué?
—El método persa, eso. Digo que discutamos como discutían los persas. Bah, creo que eran los persas —dudé.
Ella continuó sin comprender.
—¿De qué hablás?
—Es así —me entusiasmé—: cuando los persas tenían que tomar una decisión importante, discutían las cosas dos veces.
—¿Dos veces querés discutir, encima?
—Pará. Sí, dos veces: pero la primera vez lo hacían completamente en pedo. Se escabiaban y hacían un brainstorming. Ahí, decían, afloraba el lado más descontracturado, las ideas sin filtro, las pasiones, el lado emocional.
—¿Querés decidir si vamos a tener pibes estando en pedo?
—Ana, por favor. Escúchame. Los tipos discutían en pedo —retomé—, llegaban a una conclusión, pero al día siguiente discutían de vuelta, sobrios. Si llegaban a la misma conclusión a la que habían llegado borrachos, significaba que era la solución indicada.
Ana estaba tan desconcertada por mi ocurrencia que hasta le costó encontrar una buena agresión.
—¿Y eso? ¿Qué? ¿Lo viste en un documental de Netflix?
—No, me lo contó Guido.
Ahora sí, Ana se paró, con una risa socarrona.
—¡Ah, bueno! Hubieras empezado por ahí. ¿Guido, justo? ¿Qué más te dijo Guido? ¿Que los romanos tomaban cocaína antes de hacer un trámite en la AFIP?
—Es viernes. Aunque sea para hacer algo distinto. Tomamos y vamos hablando del tema. Sin juzgar. Cada uno se expresa. Y mañana, tranquilos, lo discutimos y vemos qué pensamos.
—Qué boludez.
—Que fluya.
—No tomo nunca. Me voy a mamar al toque. Dos horas en el gym al pedo.
Se sentó, rendida. Quise hacerme el dandy yo, para demostrar quién mandaba. Me tomé el whisky de un trago. Me ahogué y empecé a toser. Ana me golpeó la espalda con brutalidad, hasta que le indiqué que estaba bien. Luego fui hasta la barra y le preparé un fernet 40-60.
Sentamos las reglas de la discusión. Mientras me servía otra medida, acordamos hablar por turnos, prohibimos las interrupciones y nos impusimos la obligación de escuchar al otro sin ofendernos. Miré su vaso, casi vacío.
—Te armo otro.
—Me querés poner en pedo, vos.
—Es la idea.
Ana hizo un último intento:
—Dale, gordo: vamos a ver una peli, o… —cambió la inflexión de la voz, como si estuviera por cantarle el feliz cumpleaños a Kennedy—, como el alcohol me da calor…
—Prendo el aire —la corté. Y fui a armarle el segundo fernet.
Para mi sorpresa, supongo que para finiquitar rápido el tema, comenzó hablando ella.
—No es que no quiera tener hijos. Es que no quiero tener que dejar de lado mi vida. Soy feliz así como estamos y… Qué rica es esta mierda, haceme otro.
Siguió, sin pausa.
—Me gusta despertarme con vos, dormir mil horas. No quiero que un coso…
—Un «coso», Ana; es tu hijo.
—¿…es realmente un deseo? ¿O es algo que todo el mundo espera que hagas, solo porque todo el mundo lo hace, como… No sé, hacerse Cuenta DNI?
—No mezcles todo, Ana. A mí me gusta la idea de… No sé. Experimentar otro tipo de amor juntos.
—Abramos la pareja —bromeó, y largó una carcajada que no guardaba relación con la calidad del chiste que había hecho—. Perdón, perdón, seguí.
—Ana, yo te amo —alcé la vista. Ahí me di cuenta de que el whisky ya estaba operando. En cualquier momento Ana iba a tener cuatro tetas monumentales—. Y sería lindo que nuestro amor adopte la forma de un hijo. Algo de los dos, que nos trascienda. Estamos grandes.
—Hablá por vos.
Seis fernets más tarde la lengua de Ana estaba empastada como si le hubieran pasado un fratacho con yeso por la boca. Se trababa al hablar, arrastraba las palabras y finalizaba las oraciones con una inflexión aguda y apenas hipada.
—¡Y limpiarle la mierda! ¿Sabés cuánta guita gastás en pañales? ¡Te vas tres veces a Europa por año con eso! ¿Sabés cómo me van a quedar las gomas? ¡Estas gomas, sí! Por las rodillas. ¿Y el puerperio? ¿Y el rollo del post parto? ¿Vos sabías que son como dos meses sin ponerla?
Chasqueé la lengua.
—Eso se puede negociar.
—No, no se puede negociar, Federico. Armame otro. ¿Porro quedó? Estoy para unas secas. ¿Y los abuelos? ¡Lo rompebolas que estarían tus papás!
—Ah, bueno —me ofendí—. ¿Y los tuyos?
—¿Qué problema tenés con mis papás?
—Ninguno.
—Ah.
Traté de mostrarme conciliador.
—Ana, entiendo que ponés el cuerpo y todo eso, pero si no lo hacés, ¿cómo te vas a sentir realizada como mujer?
Por suerte para mí, Ana no me escuchó y siguió exponiendo como la más beoda de la historia de la civilización persa.
—¡Y elegir un colegio! ¿Y si nos sale gordito y le hacen bullying? Me muero. Me muero si tenemos un hijo gordo, como vos cuando eras chico, qué espanto. O, no sé, bizco, o rengo… ¡O albino! —se horrorizó.
Veinte minutos más tarde, Ana era la versión cogible de Darío Sztajnszrajber.
—Traer hijos al mundo es un acto profundamente egoísta. De los peores.
—Qué decís, Ana. Ya te está pegando eso.
—En el fondo, uno no gguiere… —se corrigió— Vos no guerés… Hijos, vos guerés otra cosa.
La observé, divertido.
—Ah, ¿no? —largué una risa de auto que no arranca—. A ver. ¿Y qué quiero yo, señorita?
Ella hipó. Luego se tapó la boca para contener un vómito súbito, tragó con esfuerzo el torrente ácido que le había llegado hasta la lengua y siguió hablando como si nada.
Ana golpeó la mesita ratona, enérgica.
—Sssuuunamieerrrrda tener hijos, Federico… Namieeeeerrrda. ¿Para gué? ¿Gué mundo les vamos a dejar? Suficiente con el gue nos dejaron a nosotros.
Le saqué el vaso vacío.
—Basta, Ana.
—Uno más, haceme uno más.
Me incorporé y me agarré de la pared para no caerme. Ella también se paró con dificultad.
—No podés ponerte así por un par de fernets, Ana.
—Ay, boludo —balbuceó—. Te quiero un montón yo a vos. Un montón, boludo, un montón.
Se me tiró a los brazos con peso muerto. La atrapé con unos reflejos impensados y la recosté en el sillón. Vi sus ojos achinados por las sustancias. Me pareció que estaba más linda que nunca.
—¿Sabés? —suspiré—. Capaz tenés razón.
Ana no contestó.
La zarandeé.
—¡Ana! No te duermas. Eso. Digo que tal vez no es un hijo lo que quiero. Capaz… No sé. Que quede algo, será. Saber que si me muero, dejé algo acá, alguien que me recuerde.
—¿Estás llorando? —Ana hizo un esfuerzo por mantenerse seria.
—No, Ana —desvié la mirada.
Luego estalló de risa.
—¡Estás llorando! ¿Tenés miedo de morirte?
—¡No me cargues! —sorbí mis mocos— ¿No te resulta ridículo todo? Nacés, pimba, no hacés nada, te morís. Y no cambia nada. Si me muero ahora no pasa nada.
Continué:
—… La gente se va a dormir, sale el sol, el verdulero aumenta la papa, el bondi pasa como siempre.
—Mañana es sábado. Cambia la frecuencia.
—Te lloran un rato. Trámites, velorio. En dos días, como mucho, te enterraron. Tu jefe te reemplaza en, máximo, una semana.
Ahora Ana estaba seria. Tenía los ojos clavados en algún punto lejano del departamento, pensativa. Me puse de pie y gesticulé como me enseñaron en una de las dos clases de teatro a las que fui, seguro de haber cooptado a mi audiencia.
—¿Durante cuánto tiempo te llevan flores?
—¿Tres meses? —insistí— ¿Seis? ¡Si te entierran! Si te creman, es como si perdieras el celular. Nadie sabe bien dónde ubicarte, pero debés andar por ahí. Y si te morís de viejo, hacés un favor.
—¿Ves? Vos no querés un hijo. Querés… No sé, un documental.
—¿Te estás riendo, Ana?
Ana no contestó. Con movimientos armoniosos, como si nunca hubiera tomado alcohol en la vida, con motricidad perfecta, elegante y seductora, se levantó y dejó sobre la mesa ratona el vaso de fernet, aguado y descolorido. Luego me miró, se mordió el labio y se inclinó hacia mí.
Se trepó encima mío. Sentí su tanga hervir contra mi bulto modesto y asustadizo. Empezó a moverse, a morderme la oreja y gemirme al oído. No sé qué hubieran hecho los persas en mi lugar. Entre el alcohol y el humo todo era difuso y surrealista.
—Cómo me calentás, Mariano —jadeó.
Hubo una pausa confusa. Un instante imperceptible de duda y vacío.
—¿Eh?
—Que me calentás, gordo —gimió, sin dejar de lamerme.
—¿«Mariano»?
Hizo una mueca rara.
—«Mareado», sordo. «Mareado». Me calentás así, borrachito.
Abrió su bata y me tapó la boca con sus dos tetas gigantes.
Cinco minutos después recuperábamos el aliento, desnudos en la cama. Ella se desmayó en cuestión de segundos, con la cabeza en dirección a un balde que habíamos dejado preventivamente al costado de la mesa de luz. Yo tardé un buen rato en conciliar el sueño.
Sus palabras resonaban en mi cabeza. «¿Hijos? ¿Qué mundo les vamos a dejar? Suficiente con el que nos dejaron a nosotros». Llegué a preguntarme, justo antes de dormirme, a qué conclusión llegaríamos al otro día, cuando volviéramos a discutir el tema perfectamente sobrios.



Una respuesta a “El método persa”

  1. Avatar de Juan Carlos Rodríguez
    Juan Carlos Rodríguez

    Muy bueno !! Re interesante el método persa jajaja !! Llevadero, inteligente !!

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