Crimen en el café

Estoy en un café, con la computadora abierta. Intento ignorar una conversación ajena, convencerme de que están haciendo un chiste, pero se me congela la sangre cuando me doy cuenta de que no, lo que hablan es real: en la mesa de al lado están planificando un crimen.
Son dos mujeres jóvenes, flaquitas, calculo que ninguna pasa los 25 años. Una es rubiona y la otra colorada, con muchas pecas. Las vi antes de sentarme acá. Están en una mesa para cuatro, y sin embargo, se sentaron casi pegadas y cuchichean a centímetros una de la otra.
Como trabajaba, al principio no les di mayor trascendencia. Pero hace unos minutos una de ellas se descuidó y levantó la voz, como para discutir algo. La amiga le chistó, sobresaltada. No escuché qué dijo, pero el mozo había girado la cabeza, sorprendido. Algo le había llamado la atención.
No sé cómo explicarlo sin parecer paranoico. Pero ahora estoy como agazapado, con el oído afiladísimo. Para colmo, una de las pocas cosas buenas que tengo es el oído, no sé si entrenado por la música o saludable por qué razón. Y escucho perfecto a una de ellas decir:
—¿Y después? ¿Qué?
La otra le vuelve a chistar. No sé, en realidad, cuál se descuida y cuál chista, porque están en diagonal a mí, pero a mis espaldas. Si me girara para espiarlas, sería evidente. Y sospecho que ellas sospechan de mí, porque la que chistó se preocupa:
—No tendríamos que hablar de esto acá.
Y ahí es cuando la amiga hace un chiste. Y por eso quise creer que era todo una joda, o que en todo caso había un millón de explicaciones más que la que le estoy asignando en mi paranoia. El problema es que el chiste de la amiga es:
—No tenemos dónde esconder otro.
Lo dice tentada, pero con una risa que no disfruta. Una risa nerviosa, una risa que oculta. Y la amiga esta vez no sólo no le chista, sino que también se ríe. Con una risa ansiosa, adrenalínica, excitada. Como la de los nenes cuando les prometés un helado pero tienen que esperar.
Trato de ser racional: pueden estar hablando de cualquier cosa. Intento ignorarlas y volver a concentrarme en el trabajo, en el café que se me enfría, en cómo me va a pegotear los dedos la medialuna que pedí de grasa pero el pajero del mozo me trajo de manteca.
Pero mientras mi vista cada vez más ajetreada se intenta fijar en el reporte que tengo que entregar, mi oído cada vez más agudo se escapa hacia los susurros que llegan claros y espeluznantes desde la mesa cercana:
—Es un pacto, ¿eh?
—Es un pacto, amiga.
Luego un silencio. Y una duda.
—Ay, no sé. Es un montón.
La otra se muestra firme.
—Lo que él te hizo también es un montón. Que sepa de lo que sos capaz vos.
—No sé, te juro, no sé.
—Sh, tranquila. No llores acá. ¿Vos confiás en mí?
Otro silencio.
—¿Sí o no?
—Obvio que sí.
—Bueno. Y creeme que no es que «pum» y listo. Se va a enterar. Va a sentir irse.
Eso último me convence de que no están hablando de cualquier cosa.
—¿Se le ofrece algo, señor?
—¡Puta madre!
En el sobresalto le pegué a la mesa con las rodillas e hice sonar la taza de café contra el plato. El mozo se me había acercado por atrás, de golpe. Busco controlar la taquicardia. Percibo las miradas de las chicas en la nuca y después de decirle al mozo que no, que gracias, me pongo auriculares.
En los auriculares, lógicamente, no suena nada. Me los dejo flojos, para no perder la sensibilidad auditiva que me tiene en alerta. Durante algunos minutos no escucho nada más, apenas un reclamo que le hacen al mozo de que el agua que les había traído debía ser sin gas.
Cuando pienso que ya no me voy a enterar de más nada, y hasta lo creo una suerte, oigo la voz que asocio a la menos convencida de las dos.
—¿Por qué harías algo así por mí?
En el escenario ridículo que me planteo, pero que por alguna razón suena verosímil, la pregunta encaja de forma perfecta. Aunque no tanto como la respuesta.
—Porque si no fuera por vos, capaz yo no estaría viva. O, al menos, libre.
No hay dudas. Están hablando de eso.
—No exageres —responde la otra, aunque poco convencida, como si creyera que, en realidad, la otra persona no exagera—. ¿Y si te agarran?
La otra baja mucho, pero mucho la voz. Tengo que esforzarme para escucharla con cierta claridad.
—Fue un accidente. Estábamos en la cama y se partió una copa. Y lo cortó ahí, en la ingle.
Se me eriza la piel. Me doy cuenta de que hace mucho rato que no tecleo una sola letra, no avanzo de diapositiva ni atino siquiera a mover el mouse. Temo que se percaten de mi quietud. Agarro el teléfono y finjo enviar un audio de WhatsApp. Luego tipeo sin parar palabras que no tienen ningún sentido.
Veo al mozo caminar hacia la mesa de ellas. Les pregunta si les retira las cosas, ellas dicen que sí.
—¿Voy al baño y vamos? —sugiere una. No espera respuesta. Corre la silla y se pierde por el pasillo que está a mi izquierda. Tengo que concentrarme para no seguirla con la mirada. Y ahí es cuando me pregunto, con los hombros tensos, si debo llamar a la policía o no.
Mientras simulo que trabajo en el documento, recapitulo los indicios que tengo para creer que la vida de una persona está en riesgo. Mantuvieron, de mínima, una actitud sospechosa. Mencionaron un daño y una venganza. Deudas y retribuciones. Hablaron de lastimar a alguien y hasta de una coartada. Eso es indudable. Pero admito, también, que no tengo pruebas de nada. En el hipotético caso de que el telefonista del 911 tomara la denuncia en serio, sería la palabra de un anónimo contra la de ellas.
Al menos hasta que suena un teléfono.
—¿Hola?
La voz fina de la mesa de atrás, apagada en un cuchicheo, vuelve a provocarme cosquillas, ahora a la altura de las pelotas, como si la víctima estuviera a punto de ser yo.
La piba chasquea la lengua, inquieta y ansiosa.
—No, pero no me voy a acordar el nombre de esa calle, boluda. Bancá que anoto… ¡No, no me lo mandes por WhatsApp! Sí, segura, segura. Esperá. Martina fue al baño, a ver. Pará que busco. Acá tengo. ¿Él va para ahí? Dale, decime.
El corazón se me acelera y el oído se me estimula más que nunca. Me pregunto si realmente estoy escuchando el rasgueo que creo estar escuchando o si mi imaginación inventa los sentidos, como el síndrome del miembro fantasma les hace picar a los amputados la extremidad faltante.
Por primera vez en toda la tarde, tomo un riesgo: junto mis cosas y las guardo en la mochila, a los empellones. Me acerco al mostrador y pago por demás. El cajero me agradece, el mozo está atendiendo otra mesa. No me ve al salir. Ni él ni la chica que, tal como imaginaba, efectivamente estaba anotando algo en la mesa.
Cuando salgo del café me pongo la campera y la capucha. Es exagerado: no hace tanto frío. El local queda en una esquina, así que espero en la vereda de enfrente, a una distancia prudencial. Veo salir a las dos amigas. Se saludan con un abrazo largo, se dicen algo, una le pasa la mano por la mejilla a la otra y se vuelven a abrazar. Después se alejan en direcciones opuestas.
No pierdo un segundo más. A espaldas de ellas, cruzo la calle sin mirar y vuelvo a meterme en el café. Voy directo a la mesa que habían estado ocupando hasta hacía pocos segundos: todavía tiene migas y —el pecho me explota al notarlo— algo escrito con lapicera azul.
Me siento en una de las sillas, todavía tibia. En el instante en que mis ojos se posan en la dirección anotada, me sobresalta la voz del mozo, que sin mirarme pasa un paño húmedo en alcohol y borra para siempre todo rastro de suciedad de la mesa.
—Caballero. ¿Le dejo la carta?



Una respuesta a “Crimen en el café”

  1. Avatar de Juan Carlos Rodríguez
    Juan Carlos Rodríguez

    Muy bueno ! Mistrrioso. Espero el siguiente episodio !!

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