En mayo van a cumplirse tres años de que renuncié a la producción de radio y TV. Sin embargo, todavía me llegan mails con gacetillas y mensajes de WhatsApp de todo tipo de personajes que me preguntan en qué programa estoy y si puedo ayudarlos a difundir determinada cuestión. No me sorprende el mensaje de casi nadie: exfuncionarios de gobiernos anteriores y muy anteriores, prensas del espectáculo, figuras públicas venidas a menos, artistas en plena decadencia, ambientalistas resignados u opinólogos oportunistas sedientos de cámara o micrófono. Para todos, la respuesta es la misma: «No trabajo más en los medios». Los más educados agradecen y se disculpan, aunque no tienen por qué. Los más insistentes, insisten: que si me quedó algún contacto, que si puedo enviarle un mensaje a tal o cual periodista, etcétera. Unos fingen lamentarlo, me preguntan a qué me dedico ahora y se desalientan cuando descubren que ya no les sirvo de nada. Y otros pocos, muy pocos, consiguen generar cierta intriga, como el de esta mañana.
—Hola Federico, soy Marcos N., me dedico a realizar inventos.
Debo admitir que había jugado una muy buena carta de presentación. Excéntrica, cuanto menos. Ganchera. Pero como él me buscaba a mí, y no yo a él, esperé a que profundizara en sus intenciones. Dos minutos después, continuó.
—Quisiera que nos reuniéramos. Tengo información importante para suministrarle.
Qué desilusión. Como productor me había cansado de escuchar a perturbados que se acercaban con sobres de papel madera con supuesta información clasificada sobre los asuntos más secretos del Estado. Nos ahorré tiempo:
—Hola, Marcos, gracias. No trabajo más en los medios. Suerte.
Marcos contestó enseguida.
—Eso ya lo sé. Pero pienso que sería interesante que habláramos, y escuche algunas primicias que tengo para darle.
Su insistencia me malhumoró. Era obvio que buscaba despertar un interés que yo ya no tenía, e intenté dejárselo en claro.
—Marcos: no me dedico más a eso, no ejerzo ni me interesa más el periodismo, mucho menos las primicias. Ya no tengo ni quiero tener que ver con el tema.
Esta vez demoró un poco. Escribía y borraba, escribía y borraba. Por fin, llegó su mensaje.
—Yo también vivo en Caballito.
No entendí el aviso. ¿Era una extorsión?
—No entiendo el aviso—escribí—. ¿Es una extorsión?
Marcos se disculpó, o así lo leí.
—Para nada, no me malinterprete. ¿Lo puedo llamar?
—Ni bajo tortura —lo frené—. No atiendo a mi madre, mucho menos lo voy a atender a usted.
—Mire —no se dio por vencido—, de verdad creo que le puede servir lo que tengo para contarle. Que le puede traer seguidores.
—¿Seguidores? De la ex SIDE, por lo que veo.
—No, en las redes.
Empecé a perder la paciencia.
—No busco seguidores en las redes. No sé ni cómo llegaron, ya se van a avivar. En cambio usted, me amenaza nombrando el barrio en el que vivo…
—No lo amenazo, hombre, lo tengo visto en un café de la zona.
Sin darme cuenta, caí en la trampa del narcisismo que él había tendido también sin darse cuenta.
—¿Me vio…? ¿Y me reconoció?
—Sí, o me pareció que era usted.
Me despabilé del canto de sirenas del ego.
—¿Y por qué no me habló ahí? ¿O por las redes? ¿Cómo consiguió mi número?
Marcos, otra vez, dilató su respuesta. Aproveché ese bache para hacer dos cosas: primero, agregarlo como contacto para que me apareciera su foto de perfil. Lo agendé como «Loco de mierda». Lo segundo que hice fue googlearlo: «marcos n inventor».
La búsqueda no arrojó mucha luz al asunto. Había unas pocas noticias sobre un inventor llamado Marcos, pero su apellido no empezaba con N ni se parecía al canoso de anteojos gruesos de color verde de la foto de perfil de WhatsApp. Volví al chat. Tenía varios mensajes suyos.
—No le hablé entonces porque no tenía terminado mi último trabajo. Lo de su teléfono fue fácil. Lo busqué en Facebook, vi que lo tenía en desuso y no había cambiado su lugar de trabajo. Llamé a la radio y me lo facilitaron luego de algunas excusas. Ya le dije, soy inventor, je.
Maldito karma. Años de repartir números de teléfonos impunemente entre colegas ahora se me habían vuelto en contra. Intenté desviar el eje de la conversación.
—¿Y qué inventa, Marcos?
Sospecho que había esperado toda la charla que le hiciera esa pregunta.
—Bueno —contestó—, es precisamente de eso de lo que quiero hablarle cuando nos tomemos un café.
—Usted y yo no vamos a tomar ningún café.
—Tal vez no, pero pienso que le convendría. Así, cuando escriba sobre mí, va a poder contar de un montón de cosas que estoy por patentar.
—No voy a escribir sobre usted. Menos para publicitarlo. No escribo por encargo.
—No, claro. Escribe por interés genuino.
No pude detectar si había un dejo de burla en lo que me decía. Siguió tipeando.
—Usted va a escribir sobre mí. Eso ya lo sé, y lo sé gracias a uno de mis mayores logros. Acá la pregunta es cuánto va a escribir sobre mí. ¿Va a contar una conversación trivial? ¿O me va a escuchar y me va a permitir fascinarlo para que cuente una historia que valga la pena?
Dejé el teléfono sobre la mesa, lejos de mi vista, e intenté volver a trabajar. Pero no me pude concentrar. ¿Tenía que juntarme con un loco así? La curiosidad pudo más. Volví a tomar el celular y le escribí, simplemente: «¿Y por qué me pide esto a mí?».
Marcos figuró fuera de línea durante un buen rato y la ansiedad empezó a carcomerme. ¿No debería tener un impulso más receptivo ante este tipo de situaciones? ¿No podría, si tuviera un poco más de huevos, conseguir a cambio del riesgo una historia interesante que contar?
El estado del inventor mutó a «en línea» y ni siquiera cerré el chat para disimular que esperaba su respuesta.
—Por lo que le dije antes. Me gusta lo que escribe, y tengo una historia para ofrecerle. A usted, a los que lo lean. Pero para contarle mis avances necesito tiempo.
Dejé que se explayara.
—…No son inventos que uno pueda tomarse a la ligera. Estamos hablando de situaciones que pueden cambiar el curso de la Humanidad, las relaciones, la distancia y el tiempo tal como lo conocemos.
Eso me intrigó:
—¿Teletransportación? ¿Viajes en el tiempo?
—Ja, se queda corto, se lo aseguro. Acépteme un café. Usted va a escribir de todos modos sobre mí. Insisto: ya lo sé, ya lo leí. Tiene la oportunidad de ser el primero en divulgar innovaciones de las que hablará el mundo entero. Todo el planeta conocerá su nombre.
Intuyó, estoy seguro, que me estaba convenciendo. De este lado de la comunicación, yo estaba absorto frente a la pantalla, leyendo y releyendo todo lo que me ofrecía, intentando discernir el delirio de la oportunidad, y esperando sus mensajes, que caían en catarata.
—Usted elige —insistió—. Puede tomarse un café conmigo. Ser testigo en primera persona de lo que le cuento. Y revelar, antes que nadie, los acontecimientos que van a cambiar para siempre la relación del ser humano con el mundo, con su entorno, su felicidad y su vida. O bien… Puede conformarse con esta otra historia. La de un supuesto perturbado que le escribió un día, contándole sus desvaríos de potencial trastornado mental. Y dejar con la intriga a los lectores de cuáles son las cosas que terminarán, al fin, con sus pesares y sus angustias. Sepa que hablo de cuestiones que van desde la hambruna, las pestes y las grandes guerras hasta la insatisfacción individual, las preguntas existenciales y el sentido de la vida de cada persona. Sepa que tengo la respuesta para conseguir un estado de satisfacción permanente. No se olvide, Federico: tarde o temprano, la invención del hombre logra cosas impensadas. Hace poco más de un siglo, no podíamos volar. ¿Le suena el avión? Ni le menciono ya cosas como internet, la robótica o la inteligencia artificial.
Me rasqué la frente, como si eso me ayudara a pensar con claridad. Suspiré, y le contesté.
—Gracias, Marcos. Pero no trabajo más en los medios.
Luego bloqueé su número y eliminé la conversación. Y me juré que nunca, pero nunca, iba a escribir una sola línea sobre Marcos N.
El último invento de Marcos N.


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