Hoy dejé el home office
por un rato
-tantas veces me dejó él a mí-.
Hay primavera cerca y la quise olfatear.
Salí porque había sol.
A las dos cuadras se nubló.
¿Importaba en realidad?
Sí, pero bueno.
Caminé hasta el Parque
Rivadavia,
para sentarme en el pasto
a escribir.
El pasto está húmedo.
Ayer llovió. Cierto.
Busco un banquito: todos con barro
a los pies.
Recorro la plaza y veo a un loco
haciendo un arte milenario raro.
Se mueve lento, como la nube
que tapa el sol. ¡Puta!
No lo digo yo a la nube,
ni lo dice el astro rey;
lo dice el loco que hace tai chi
y me lo grita a mí.
Lo ignoro. Apreto un enter
mental
para pasar de renglón.
Diviso un banco, al parecer,
de suelo seco.
Aprieto el paso por si me gana
esa vieja con dos caniches.
¿No basta con un caniche?
¿Quién se banca dos?
¿Qué vacío quiere tapar
una persona con dos caniches?
Un labrador tapa el doble
y caga la mitad.
Y hablando de mierda
de perro, piso un soberano
por mirar huevos blancos de caniches,
como kiwis bebés albinos,
que temo que me roben el lugar.
No lo hacen. ¡Una buena!
Me siento. Quería escribir
un cuento,
armar tramas de novelas,
o puntapiés de escenas sueltas.
Cuando abro la mochila,
la duermo a mi lado
y saco
mi cuaderno,
me sale un poema,
un género
cuyas reglas
nunca entendí del todo.
Como el TEG.
En especial,
el TEG “La revancha”,
que era el que había en casa.
Prendo un cigarro y toso.
Y sí, nunca fumo.
Pero quiero parecer un cuadro,
una foto
con muchos likes en insta
que me haga parecer feliz,
seguro y con aura,
un Humphrey Bogart que fuma,
fuma y escribe,
y mira huevos de caniches,
y no alguien que duda
todo el tiempo.
Un alma sin dirección,
que sobrepiensa si esta estrofa
no se estará haciendo larga,
-de hecho ya es de noche-.
Un alma desprovista
de síntesis,
desprovista de amor propio
y en breve también
desprovista
de mochila,
porque un flaquito, que usa gorra aunque no hay sol,
me pide fuego primero
y la mochila después,
y el celular y la billetera.
Le explico que no uso
efectivo
y me dice que tiene
Mercado Pago.
Le recuerdo
que me sacó el celular,
se disculpa.
Me da la razón, pero se queda
con lo demás.
Suplico que me deje, al menos,
el cuaderno
de ideas inconclusas,
que encierran mi ser.
Se señala, con un gesto,
la bragueta.
Vuelvo a casa, cuaderno en mano,
y me reprocho haber salido a oler
la primavera
como se olían el culo
aquellos dos caniches
que comenzaron la desgracia.


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