El alma del consorcio

«Todo aquel que piense que la vida siempre es cruel
tiene que saber que no es así,
que tan solo hay momentos malos,
y todo pasa
».

En algún departamento de mi edificio, de cuyo piso no quiero enterarme, una vecina pone la música al palo, de 8 a 18, todos los benditos días. Y canta. A los gritos, con desparpajo y ausencia rotunda de afinación. Baladas románticas, hits latinos. Una tortura para mi home office.
La orientación a pulmón la amplifica como un Marshall de cuarenta metros de alto. No sé qué derecho tengo a chistarle: está en su casa, y el maniático de trabajar en silencio soy yo. Me desconcentra cualquier ruido; ni hablar «Pingüinos en la cama», de Arjona, a las 9:45. En mi fuero íntimo la apodo «Celia Cruz», por su tonada caribeña, estridente, sanguínea. Feliz, en suma. Pero desafinada. La imagino de unos 50 años, contorneando sus caderas contra la mopa mientras canta «Vivir mi vida», de Marc Anthony, con un Poett Lavanda como micrófono.
Elevo la inquietud al grupo de WhatsApp de vecinos. A nadie parece molestarle.
—A esa hora trabajo.
—A la noche no jode. Durante el día, trabajo.
—Estoy trabajando.
—Yo también trabajo —protesto—. Pero desde mi casa.
—¿Les sale bien el agua? Tengo poca presión.
El tema dura un suspiro.
Desamparado, se lo comento en una charla informal a un amigo, Peto. A él le causa gracia. Hace chistes.
—Para vos, en el programa ese que va la gente a cantar, ¿el jurado daría vuelta las sillas?
—Le tirarían con las sillas —corrijo—. O se eyectarían.
La conversación me queda dando vueltas. Me hace reír imaginar a los artistas del programa apretando el botón para ser propulsados hacia la estratósfera con tal de no seguir escuchando a Celia y su interpretación de «Suavemente», de Elvis Crespo, por caso.
Un lunes cualquiera la mujer destroza mis nervios. Ya tenía demasiado con que fuera lunes y estuviera atrasado con una infinidad de entregas, más por culpa de mi procrastinación que por las performances intempestivas de Celia, pero eso tampoco colabora. Salgo al pasillo y subo piso por piso por escalera. Pongo la oreja en cada puerta. Escucho silencios, conversaciones intrascendentes y algún que otro gemido. Al llegar al séptimo no hay dudas: en el departamento «D», la vida es un carnaval y las penas se van cantando.
Vuelvo con la idea fija de escribirle a la administración para hacer un reclamo por ruidos molestos. Pero mientras Celia comienza a arruinar los primeros versos de «La tortura», por Shakira y Alejandro Sanz, decido que el conflicto merece dirimirse con menor diplomacia. Me dedico a interceptar su correo sistemáticamente. Cada vez que Jony, el encargado, desliza una factura por debajo de mi puerta, yo salgo segundos después y hago tiempo en el entrepiso del séptimo. Cuando calculo que dejó el sobre para Celia, lo rescato del zócalo de su puerta.
Así sé que Celia no se llama Celia, sino de otra manera, que como su alegría y su tonada insinúan corre sangre latina por sus venas, que tiene una familia en otro país e infinidad de información sensible sobre su vida que no hacen a la cuestión pública pero me son útiles. Encuentro buena parte de su árbol genealógico en Facebook e Instagram. Capturo e imprimo fotos de perfiles abiertos. En particular de quien adivino su hijo. Vive en el exterior. Celia comenta todos sus posteos: «Cuídese, m’hijito, no veas cómo sufre tu madre lejos de ti».
Tengo un breve debate moral. Se resuelve cuando oigo a la mujer cantando «Tu recuerdo», de Ricky Martin, versión MTV Unplugged, ft. La Mari De Chambao.
Luego le pregunto a Peto si recuerda que está en deuda conmigo. Él traga saliva. Dice que sí. «Es hora», aviso.
En el 2019 Peto le puso like y respondió con fueguitos algunas publicaciones en la playa de la chica que tiempo después tuvo a bien casarse conmigo. Me enteré, no importa cómo, y aunque me parecía anecdótico, fingí ofenderme para tener a un Peto arrepentido comiendo de mi mano. Ahora, mientras Celia y Luis Fonsi se funden en un dueto atonal y psiquiátrico de «Despacito» que me perfora el cerebro, tomo papel y lapicera. Me esfuerzo por hacer letra legible. Tarareo inconsciente. «Me voy acercando y voy armando el plan. Solo con pensarlo se acelera el pulso».
Escribo la primera nota en imprenta: «Gracias por alegrar a los vecinos :)». Vuelvo al séptimo y la deslizo por debajo de su puerta. Fonsi sigue su metáfora de sexo anal. Celia, abstraída, replica: «ia me está gustando más de lo normal; todos mis sentidos van pidiendo más…». Intento variar la caligrafía en los siguientes dos o tres mensajes. Cuando mi mujer llega del trabajo le pido que me ayude y le dicto un puñado de esquelas más. La letra de mujer es más confiable. Ella anota sin preguntar. Hace rato aprendió que a veces es mejor no saber.
Las siguientes dos semanas pido lo mismo a distintas personas de mi entorno. En días espaciados, en horas aleatorias, me acerco hasta la puerta del séptimo D y deslizo otra vez una felicitación para Celia. Esto hay que tomarlo sin ningún apuro. Despacito.
Celia habrá comenzado a leer extrañada cada una de esas notas: «Sos el alma del edificio», «Gracias por compartir tu arte», «Tu voz es única, ¡felicitaciones!». Más de una vez la escucho emitir un gritito de alegría, para después cantar con más entusiasmo.
Cuando creo que el caldo de cultivo está listo, y en especial, que un solo día más de Celia cantando me llevará en una autopista sin peajes directo hacia la locura, vuelvo a llamar a Peto. Le explico lo que necesito y no tiene más remedio que aceptar sin chistar.
El último viernes, Celia recibe un sobre lacrado con el sello de una productora internacional. Al abrirlo, encuentra una comunicado dirigido a su persona, en una hoja membretada y con una marca de agua con el logo de un reconocido reality show, hoy de moda en Argentina.
Dice, palabras más, palabras menos, que como ella estará enterada, un vecino la grabó cantando y desató una campaña viral en redes sin precedentes que pide a gritos que la producción le otorgue la chance de audicionar en el programa. Menciona un día y un horario, una dirección y hasta un teléfono. Recomienda buena presencia, ya que cuenta con buenas chances de salir en televisión.
Celia relee la carta mil veces, absorta, y de pronto se horroriza: por la fecha, nota que llegó con varios días de retraso. La cita es en una hora.
Según me contaría Peto después, en el apuro Celia habrá confiado tanto en lo que seguro juzgó como el sueño de su vida hecho realidad que nunca llamó al número en el que él mismo hubiera confirmado la cita.
—Me hiciste comprar un chip al pedo —me reprocharía.
Él solo espera a una distancia prudente hasta verla bajar del taxi con su vestido de lentejuelas. Segundos después, e irreconocible con su pasamontañas, la rodea con la moto y le entrega un sobre de papel madera con fotos de su hijo viajero y una advertencia escrita con letras recortadas de una revista. Sale arando antes de que Celia pueda reaccionar.
Desde esa mañana logré ponerme al día con todos los pendientes. Duermo mejor, soy más creativo y disfruto de fumar de cara al pulmón con la ventana abierta y la previsibilidad del silencio. Reconozco que, a veces, al edificio le hace falta un poco de alegría.



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