Braulio, amigo de mi papá, está en Argentina. Mamá no quería saber nada con que viniera a almorzar el domingo. No lo veía desde unos días antes de la muerte de mi viejo. Pero como están por cumplirse ya diez años de aquello la convencimos de que podía ser un buen plan. A mí Braulio siempre me cayó bien, pero su visita me daba igual. Lo que quería era escuchar anécdotas nuevas sobre papá, esas que son como las fotos que uno nunca vio y cuando se las topa hacen revivir al muerto, que de pronto es capaz de generar recuerdos nuevos.
Así que el domingo nos juntamos mi hermana Emilia, mi cuñado Nacho y yo en la casa de mamá, en La Plata. Braulio llegó pasada la una del mediodía y se disculpó por un retraso que para nadie fue tal. Esa demora, además, ayudó a mi vieja a arreglar a tiempo un incidente leve. Tal vez como manifestación de un nerviosismo inconsciente, se le habían quemado las cebollas y los morrones que salteaba en la cocina, distraída a su vez por controlar un foco de incendio menor que había provocado al acercar demasiado el repasador a la hornalla.
Braulio abrazó a mamá, que mostró cierta incomodidad ante tanta efusividad, nos saludó emocionado a mi hermana y a mí y mencionó lo grandes que estábamos. Nacho, que siempre había sido un boludo, lo saludó con un apretón de manos tibio y siguió mirando el celular. Descorché un vino especial para la ocasión, pero cuando incliné la botella para servirle, Braulio negó con un gesto. Eso me desanimó. Creía que un hombre que toma vino mejora notablemente sus anécdotas. Además, si hubiera sabido que no iba a tomar habría comprado uno más barato.
Braulio fue amigo de mi papá desde el primer día de la facultad. Nació en Argentina, pero se fue a vivir a Perú y volvió a los 18 para estudiar geología en la Universidad Nacional de La Plata. A diferencia de mi viejo, él se recibió, consiguió trabajo afuera y la levantó con pala.
—¡Qué odisea llegar! —protestó, aunque con humor.
—¿Hace mucho estás en el país? —pregunté, llenándome tres cuartos de copa.
—¡Esta mañana! Aterricé 7:50 en Ezeiza. Y recién llego. Cuatro horitas y pico le puse hasta aquí.
Luego detalló su peripecia. Viajó bien desde Monterrey, donde trabaja como consultor de una petrolera. En Ezeiza tomó un taxi a Retiro y desde ahí el tren a La Plata.
—Pero a mitad de viaje… ¡zas! Frenada, gritos. Una persona, ¿puedes creerlo? Se arrojó debajo. Había salpicones humanos por todas partes.
Mamá, desde la cocina, hizo un gesto de desagrado mientras revolvía carne picada.
—Qué mala suerte —dijo.
Con el diario del lunes tengo la certeza de que le puso una inflexión particular a su dictamen. Emilia codeó a Nacho para que dejara el celular y se uniera a la charla.
—¡Ni que lo digas, Rosita! Pero bueno. Es una vida que se ha perdido. Al lado de eso, mi demora era un problema menor.
—¿Y cómo hiciste? —me intrigué por la suerte de un foráneo en Berazategui a las 9 y pico de un domingo— ¿Google Maps?
Braulio negó con la cabeza.
—Para nada, Federico, yo esas cosas, tú sabes… Soy un desastre. Pregunté y me señalaron a dónde tomar un colectivo. No estaba lejos. El caso es que a poco de tomarlo, el bus pinchó.
Nacho tuvo que disimular una risa repentina en una tos impostada, que mi hermana intentó subsanar, con dudosa aplicación de conocimientos médicos, con un codazo en la cuarta costilla. En ningún momento, de todas maneras, él dejó de mirar el celular.
En resumen, Braulio esperó otro colectivo, y después otro que recién pasó cerca de las once y que lo dejó en el centro de la ciudad, y después otro más hasta la zona de Altos de San Lorenzo donde vive mamá.
—Lo importante es que llegaste —dije para que no extendiera su anécdota.
—Lo importante es que estoy aquí, sí… Y con ustedes, qué inmensa alegría. Si Sergito los viera, tan grandes, tan bonitos. Él tenía adoración por ustedes, soñaba con tener hijos así. Lo ha dicho desde que lo conocí.
—¿Y cómo lo conociste? —indagué.
Braulio se tapó la boca para toser. A mamá se le cayeron algunos cubiertos en la cocina. Emilia se levantó para ayudarla.
—¿Sabes? No me acuerdo —contestó, con una sonrisa pícara y guiñándome un ojo.
—Ya van a estar las empanadas —avisó mamá.
Durante el almuerzo Braulio se interesó por nuestras ocupaciones. Felicitó efusivamente a mi hermana ingeniera y se despachó con un débil «Ah, qué bien» cuando le dije que era periodista. Nacho, mientras tanto, seguía scrolleando en su celular.
Las empanadas, hay que decirlo, no estaban muy ricas. Mamá, en pos de apurar la comida, las había armado con el relleno caliente. Una vez en el horno, se le habían agujereado y la carne se desparramaba por todos lados. A ella no parecía importarle.
Recuerdo que bromeé, quizás ya entonado por el vino, que quizás el aspecto de las empanadas a Braulio le recordaba al accidente de esa mañana en Berazategui. Él no se rio, mamá me dijo que era un ordinario y Emilia me hizo una cara extraña. Nacho siguió inmerso en su teléfono.
—¿No venías desde 2015, no Braulio? —preguntó Emilia.
—¡No, hija! Vine en 2020. En marzo, viaje relámpago. Tuve suerte, luego cerraron todo por la pandemia. Antes estuve en La Plata en 2013, y en 2015, poco antes de lo de Sergito.
—Qué fechitas —murmuró Nacho. Nadie lo oyó.
Con el postre llegaron, al fin, las anécdotas de Braulio con mi padre muerto, pero fue una decepción. La mayor parte de las veces giraban en torno a él.
Contó, sí, que había llegado a conocer a mi abuelo, que lo acogió como a un hijo cuando llegó a estudiar desde Perú, en el 76.
—El día anterior al accidente en el que perdió los dos brazos en la metalúrgica habíamos cenado en su casa, con tu padre. Un gran hombre, Aurelio. Un gran, gran hombre.
Luego Braulio pidió permiso para pasar al baño. Mamá se lo indicó y la mesa quedó en silencio.
—Drapie Braulito, ¿no? —murmuró Nacho, con la boca llena y sin dejar de mirar el iPhone. Mi hermana le chistó y quiso saber si era imbécil. Nacho no respondió.
Braulio reapareció y comenzó a contar de los días en la facultad de Geología, antes de que mi padre abandonara la carrera. De las borracheras, las juergas, de lo enamorado que estaba de Rosita. Mamá le dedicó una mirada extraña. Braulio le sonrió y cambió de tema.
Hacía un buen rato que ya no lo escuchaba. Era simpático, entrador, y su afecto por nosotros, honesto. Pero en mi cabeza sólo resonaban las palabras de Nacho.
¿Cómo podía, mi hermana, estar en pareja con alguien tan pelotudo y tan poco empático? ¿Entendería lo que implica para una persona que la tilden de atraer a la mala suerte? Pocas cosas me parecían tan infantiles y funestas. ¿Cómo se quita ese mote después?
En eso pensaba cuando Braulio habló con cuidado, como si no quisiera sonar inoportuno, y preguntó.
—¿Será que podemos ir al cementerio? Me gustaría dejarle una flor a Sergito. Han pasado diez años, sería especial para mí visitarlo.
Tragué saliva. Solo yo manejaba. El cementerio estaba cerca y no había tomado tanto como para no poder conducir, aunque lo correcto fuese no hacerlo. Pero no era eso lo que me preocupaba sino que, con mi auto como única opción, la sentencia de Nacho adquiría otro matiz.
Braulio se ubicó en el asiento del acompañante. Giré la llave con un poco de nerviosismo. El auto arrancó sin ningún problema. ¿Por qué no lo haría?, pensé. Y aún así no pude evitar aliviarme.
Pero el trayecto no transcurrió en calma. Dos veces estuve a punto de chocar en esquinas que conozco de memoria, y el auto hizo un ruido espantoso al raspar el chasis contra el asfalto en un badén que juraría que nunca había estado allí.
—Qué feo sonó —dijo Braulio.
El último tramo me concentré en manejar solo con la mano derecha, mientras con la izquierda hurgaba en el bolsillo del jogging hasta acariciar una y otra vez la forma ovoide de mi testículo siniestro.
—Ahí arriba —señaló Braulio una ventanita, en un edificio de dos pisos— viví un tiempito. Abajo había una panadería. ¡Imagínate despertar todos los días con el olor a esas facturas y panes!
—Fundió esa panadería —apuntó mamá.
—Pues claro. Justo antes de que me mudara.
Llegamos al cementerio sin más sobresaltos.
Braulio compró un ramo de astromelias. Entramos por un portón lateral y recorrimos unos cien metros hasta la tumba de papá. Estaba descuidada: hacía ya unos cuantos meses que no la visitábamos con la frecuencia de los primeros años.
Nos hicimos la señal de la cruz y le cedimos espacio a Braulio. Tuvo que aclararse la garganta antes de murmurar:
—Sergito, Sergito. Aquí estás, Sergito.
Luego se puso en cuclillas, junto a la placa con el nombre de mi viejo. Bajó la mirada y no habló más. Miré el cielo despejado. Mamá y Emilia no dijeron nada, no por respeto al silencio que reinaba, sino porque ya no les provocaba nada nuevo estar allí. Nacho guardó el celular.
A la vuelta, Braulio volvió a sentarse a mi lado. El auto rebuznó cuando giré la llave, pero arrancó sin mayor oposición.
—¿Cuándo te fuiste de Argentina, Braulio? —pregunté. Pensó un instante.
—Después de Malvinas. Año ochenta y tres.
—Obvio —dijo Nacho, pero nadie lo escuchó.
Avanzamos por circunvalación a buena velocidad. Braulio bostezó dos veces. Después dijo:
—Hijo, cuando llegues a la avenida 13, déjame ahí. Tomo el colectivo hacia la terminal.
—¿Seguro?
—Seguro, seguro. Tengo una cena en Buenos Aires.
Estacioné apenas cruzamos la calle. Braulio se giró para hablarle a todos los del auto.
—Familia, ha sido para mí un día muy emotivo.
Nos dio las gracias por el almuerzo y se bajó del auto.
Cuando estuve a punto de arrancar sentí que me golpeaban la ventanilla. Era Braulio.
—Toma, hijo. Casi lo olvido. Encontré esta foto de tu padre en unas carpetas viejísimas. Eso es en una fiesta, yo no aparezco porque fui quien la tomó. Esa del fondo eres tú, Rosita, mira qué porte.
Le dio dos palmadas al techo del auto y enfiló para la parada del colectivo.
Manejé callado durante un buen rato.
—Simpático, Braulio —concluí.
—La foto está hermosa —agregó Emilia, que no había dejado de verla.
Mamá chasqueó la lengua. Miré por el espejo retrovisor. Nacho pasaba el dedo por la pantalla del celular, ajeno a todo.

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