—Disculpá —le dije al mozo, zarandeando la mano en el aire para llamarle la atención—, ¿no tendrán una mesita que no esté desnivelada?
Él vio mi brazo en alto y se sobresaltó. Era joven y parecía nervioso. Supuse que estaría empezando. Siempre me tocan mozos nuevos. Puso las manos a los costados de su cuerpo y apuró el paso hacia mí, con la cadencia de un robot.
—¿Sí?
Estaba seguro de que me había escuchado la primera vez, pero igual lo repetí. Aunque había tenido un mal día y mi paciencia escaseaba, no me gusta agarrármela con los empleados de comercio.
—Si no tendrán una mesita que no esté así —hice una presión ínfima con la yema del dedo sobre el borde de la mesa, que tambaleó como un Samba.
Él entrecerró los ojos, pensativo.
—¿Quiere pasarse a alguna de las de por allá?
—Están todas iguales —dije—. Probé en esas dos, en esta de al lado, en aquella de la punta.
—Esa está reservada.
—Da igual, digo que se mueven todas.
—Deme un segundo —levantó un dedo, y sonrió brevemente.
Giró hacia la mesa contigua, vacía, y tomó dos servilletas de papel. Las extendió frente a mí, las alisó sobre la superficie —que, al mínimo contacto, se sacudió— y, con un gesto de extrema concentración que incluyó sacar apenas la lengua, las plegó hasta formar una cuña rectangular. Luego se agachó y la colocó debajo de la pata clueca. Presionó para demostrarme la estabilidad y, sin esperar réplica, anunció:
—Ya le traigo el café.
Hizo una breve reverencia y se fue con su sonrisa y su acné tardío hasta el borde de la barra, donde lo esperaba un mozo tres veces más viejo, más gordo y más canoso, a todas luces encargado de la caja.
Saqué lapicera y anotador. Intenté adelantar trabajo y que el día soleado se encargara de borrar el malhumor. Pero me costaba concentrarme. No quería estar ahí. Quería irme, evitar la cita con el hombre que, según parecía, ahora estaba saliendo con mi expareja, y al que yo conocía bien.
No me molestaba, en absoluto, que ella rehiciera su vida. Después de todo, era yo quien la había dejado. Pero que hubiera elegido salir con el imbécil de Mateo me parecía casi una provocación.
Mateo, a ver, no era un mal muchacho. Supo formar parte de mi barra de amigos, siempre extensa y laxa, pero no entraba ni en el top diez de los más cercanos. Podíamos conversar en un asado, tomar fernet, hablar de fútbol y cosas así, y era capaz de tolerarlo hasta que arrancaba con sus teorías conspirativas.
—Hablando de eso, ¿sabés qué?
Así empezaba. Casi nunca tenía que ver con lo que veníamos hablando: simplemente el razonamiento divergente de Mateo captaba alguna palabra, hacía una asociación libre intrincada y él soltaba una de sus imbecilidades.
—La llegada del hombre a la luna es una farsa. Se grabó en un estudio de TV.
O después:
—¿Viajaste en avión? ¿Y dónde viste que la tierra sea redonda?
Y cada septiembre:
—Se ve cómo revientan los explosivos en los pisos más bajos de las Torres, justo antes de que se derrumben.
Cada tanto, sin embargo, arrojaba alguna un poco más novedosa:
—En Estados Unidos, mucha gente cree que las palomas en realidad son drones que controlan a la población.
Quizás porque ella es tan racional, tan ingeniera, tan fan de lo fáctico, o porque mil veces me dijo que mi amigo Mateo era un pelotudo monumental, no me entraba la cabeza que de pronto estuvieran en una relación. Pero parecía que así era, nomás.
El rumor lo hizo correr De Brito. Así le decimos a Rodri, porque le gustan los chismes y meter cizaña. Mi reacción, sin ánimos de hacerme el superado, fue de indiferencia. Pero al poco tiempo el mismo Mateo empezó a escribirme una y otra vez para preguntarme si tenía algún hueco en la semana para juntarnos a tomar un café, ya que tenía algo que decirme. Le contesté que no hacía falta, que estaba todo bien. Pero insistió tantas veces que no tuve más remedio que acceder.
La llegada del mozo con el café me sacó de la abstracción. Miré la hora. Tenía cuarenta minutos hasta que llegara Mateo. Corrí el anotador a un costado y me acerqué la taza.
Entonces pasó. En un segundo y en una concatenación de pequeños factores, como suceden todas las desgracias.
Al acomodarme en la silla, pateé la cuña improvisada por el mozo. Como era de esperar, las patas de la mesa tambalearon, el anotador cayó al piso, mi manotazo tiró la taza a la mierda y el tsunami de café cubrió mi celular por completo.
Fue la gota que rebalsó, además del café, el vaso de mi disgusto. El chico se acercó para ayudarme, pero a cambio de sus intentos torpes por colaborar conmigo solo recibió una orden agria y enfadada.
—Llamá al encargado, por favor.
Su gesto se transformó. De golpe pareció preocupado. El chico midió las palabras antes de responder.
—Es que… No, no está el…
—No me digas que no está. Llamá al encargado.
Entonces sus ojos adquirieron otro brillo. Uno que no tenía nada que ver con la candidez y la inexperiencia que había mostrado antes. Cuando habló, lo hizo con un tono de voz bajo pero rígido, a mitad de camino entre la contemplación y la amenaza.
—Escúcheme. Haga de cuenta que no pasó nada, yo sé lo que le digo. Hágame caso.
Fue la segunda gota que rebalsó el vaso de mi disgusto. En pocos segundos, los demás clientes me escucharon preguntarle, en tono elevado, si me estaba amenazando o quién se creía que era. Quizás para evitar que el escándalo creciera todavía más, no tuvo más remedio que acceder.
Lo seguí con la mirada. Antes de desaparecer por una puerta vaivén ubicada detrás de la barra le dijo algo al hombre mayor que operaba la caja. Él arrugó los labios y desaprobó con la cabeza. Cuando se topó con mis ojos, se sobresaltó y fingió marchar un pedido.
No habían pasado ni dos minutos cuando escuché una voz a mis espaldas. Un hombre de unos cincuenta años, modales refinados y chaleco y moño me extendió la mano con un gesto ambiguo, muy descontracturado para ser serio, y muy contracturado para ser cordial.
—Sergio, encargado. Acompáñeme, por favor. Pablo —se refirió al mozo—, cuidale las pertenencias.
Lo seguí por un pasillo angosto. Un olor dulce a panadería me perforó las fosas nasales. Subimos una escalerita endeble, de metal.
Sergio, al parecer, tenía su propia oficina. Una que parecía sacada de contexto, como si al subir por esa escalera nos hubiéramos colado en otro edificio. Su despacho estaba decorado con adornos sofisticados, muebles de madera maciza y un escritorio imponente, con una silla antigua y pomposa de cada lado.
Me señaló la mía y me senté.
—¿Fuma? — extendió un cigarro desde un costado, todavía de pie.
—No.
Luego me dio la espalda. Lo vi abrir un mueble, escuché un tintinear sutil de cristales y el sonido inconfundible de dos vasos al llenarse. Con pasos armoniosos y movimientos gráciles, se acercó y dejó delante de mí una medida de whisky. Rodeó el escritorio y se sentó.
—Usted dirá —propuso.
Con toda su teatralidad, me había hecho olvidar casi por completo del motivo por el que estaba ahí. Tuve que hacer un esfuerzo ligero para retomar la indignación. Y cuando me tocó hablar, dudé del sentido común de mi reclamo. ¿Tenía que quejarme de una mesa chueca? ¿Eso era todo? ¿No era culpa de mi propia torpeza? ¿O lo que quería, en realidad, era descargarme por la flamante situación de mi ex con el más imbécil de mis, digamoslé, amigos?
—Mire —improvisé—. Usted sabe bien que el local tiene que hacerse cargo del mobiliario que ofrece a sus clientes.
—Ajam.
—Y las mesas de este lugar son un desastre. Todas irregulares. No pasarían una inspección seria, se lo aseguro —le dije. Me pareció verlo reprimir una sonrisa. Esperó a que continuara. Yo no tenía mucho más que agregar. A medida que se me ocurrían los argumentos, me daba cuenta de que la queja me parecía de lo más nimia e intrascendente.
Intenté no claudicar.
—Usted sabe, tanto como yo, que las versiones más rudimentarias de la mesa datan de la prehistoria. Desde la época de las cavernas, el hombre necesitó una superficie plana para apoyar…
—Disculpe, Federico, pero: ¿qué quiere exactamente? ¿Merendar gratis? ¿Que no le cobremos los tres mil pesos del café? ¿Un celular nuevo? ¿Un tostado, cortesía de la casa?
—Lo que quiero… —empecé la oración sin tener idea de hacia dónde la iba a llevar, pero entonces me di cuenta— ¿Cómo sabe mi nombre?
Sergio, ahora sí, sonrió. No parecía, en absoluto, preocupado por tener que darme explicaciones. Se puso de pie, bebió un sorbo largo de whisky y rodeó la mesa con calma. Habrá notado la tensión de mi cuerpo cuando me apoyó una mano en el hombro y susurró.
—Federico, sé muchas cosas. Solo le recomiendo que piense bien antes de reaccionar. Hay cosas más importantes que una mesita torcida, ¿no cree? La vida es hermosa. La salud, los amigos… Los hijos, por ejemplo.
Me puse de pie para estar a su misma altura. Lo miré a los ojos y con voz firme intenté que no se notara lo que en realidad quería: irme de ese lugar cuanto antes.
—Voy a escribirle una muy linda reseña en Google —advertí.
Mi amenaza le causó, lisa y llanamente, una risa de villano caricaturesco de Disney.
—No, mi amigo, no… Usted no va a escribir nada. Yo le digo lo que va a hacer, escuche bien. Va a salir por esa puerta. Cuando llegue a su mesa, el mantel va a estar limpio y el café recién servido. Usted se va a dejar de escándalos y se va sentar como un señorito inglés.
Hice un ademán para contestarle, pero no había terminado.
—Se va a tomar el café con una sonrisa. Una sonrisa que vean todos en el local, ¿eh? Después, como buen ciudadano, va a dejar una buena propina para el mozo y se va a retirar como si nada hubiera pasado, ¿capisce?
Mateo me notó nervioso durante toda la charla. Se disculpó una y otra vez por enamorarse de Malena. Pensaría que era eso lo que me tenía inquieto. Mientras yo solo podía pensar en cómo sabría mi nombre aquel sujeto, Mateo insistía en que el amor era así, y que por mucho que quiso evitarlo, no pudo.
Después de un rato le dije que tenía que volver a trabajar, y era cierto. Me agradeció que le hubiera aceptado la charla. Yo le contesté que era muy valiente por haberla propuesto.
No dejó, siquiera, que yo pagara la propina. Escondió un billete generoso (vigilé que así fuera) debajo de la azucarera y comentó:
—¿Te diste cuenta que siempre las mesas están desniveladas?
Su observación me sobresaltó.
—Sí, son una poronga —murmuré.
—Una vez escuché… —comenzó a decir, pero se arrepintió a mitad de camino—. Nah, una pavada.
—¿Qué?
—Nada, no creo que sea verdad. Pero una vez escuché que las hacen así a propósito. Que hay una especie de mafia detrás. Hay un proveedor universal de mesas de café, un monopolio. Las cortan un centímetro menos en una pata. Así se ahorran miles de millones de pesos en madera.
Alguna microexpresión de mi rostro perplejo habrá convencido a Mateo de que tenía mi atención plena.
—Y se dice… —se entusiasmó— que así financian la campaña de un político muy turbio, o a una secta de una Iglesia Universal, no se sabe bien, hay versiones encontradas. Parece loco, pero hay miles de bares y cafés en Argentina: multiplicalo por decenas y decenas de mesas. Un centímetro por mesa: diez mesas, un metro. Cien mesas, un kilómetro. Mil mesas…
Mateo continuó hablando, pero ya no lo escuchaba.
—Todo puede ser —concedí cuando llegó a un punto.
Le di una palmadita en el hombro y salí a la primavera radiante. Noté la mirada del mozo en la nuca, y me pregunté si el encargado estaría espiando desde algún rincón del segundo piso. Caminé sin mirar atrás, sin girar la cabeza para comprobarlo.


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